viernes, 24 de diciembre de 2010

Amorcito: La falta de huella. Por Gustavo Dessal


Creo que ha sido un acierto escoger este cuento para comentar en la tertulia. Su maravilla consiste en la multiplicidad de lecturas que admite. Y es muy difícil decir que una sea más válida que otra. Esa es la potencia del cuento y la potencia del autor.

Hice dos lecturas. En la primera encontré una pobre señora, en la segunda, al igual que le ocurrió a Graciela Sobral, también me surgió Bartleby. Pensé que Amorcito era una contracara de Bartleby.

Vamos trazando un recorrido en torno al cuento. Empezamos con las intervenciones de Alberto y Miguel viendo los elementos universales de la condición humana, y ahora vamos avanzando hacia lo particular. En ese avance estamos escuchando matices, elementos no solamente subjetivos, sino también históricos, a los que hizo referencia Ignacio Castro en su comentario. Es verdad que en este cuento encontramos una cierta anticipación de ese tono de vacuidad que caracteriza nuestra época. Esa atmósfera de vacuidad donde se puede cambiar de discurso todo el tiempo, porque en realidad todos son sustituibles.

Ioana calificaba la frase final como perversa. También María José Sánchez, en su comentario publicado en el Blog, toma esa interpretación, sacando la conclusión de que hay un lado perverso. Yo tengo mis dudas. Intenté encontrar la versión en francés, pues los franceses son muy buenos traductores del ruso –ha habido siempre una conexión de lenguas entre Francia y Rusia—pero no la pude encontrar. Porque la frase varía mucho según las traducciones. La frase en inglés dice, más o menos, lo siguiente: “Quita, no fastidies que te doy”. Pero lo que observo, y me parece muy enigmático, es que en el texto, el niño, cuando le habla a Oleñka, le habla de usted, sin embargo en esa frase final le habla de tú. Sinceramente, no sé a quien se dirige el niño, no puedo sacar una conclusión. Es un punto enigmático. Se necesitaría una precisión mayor sobre lo que Chejov escribió. No sé si se está defendiendo de ella, si se está peleando con un niño. No lo sé. En mi primera lectura creía que era ella la que soñaba, en una segunda lectura me parece que no, que es el niño el que sueña. En la versión inglesa queda claro que es el niño el que sueña y pronuncia las palabras. Entonces, la interpretación de la última frase como perversa, me parece legítima, pero yo no capté eso porque, insisto, no termino de comprenderla bien.

Pero hay otra cuestión muy curiosa. Al principio, Oleñka también me parecía una persona que tomaba del Otro todo, que todo lo incorporaba, todo se le pegaba, y que cambiaba de discurso tan pronto como cambiaba de objeto. Después empecé a darme cuenta de que había algo peculiar en la manera en que Chejov construye este personaje. En realidad, a ella no le importa perder ninguno de sus objetos amorosos, es rapidísimo como encuentra otro. No hace ningún duelo. ¿Realmente ha amado a alguno? ¿Es amor?

Ahí enganché con otra cuestión, un detalle muy interesante. Cuando ella está en pareja con el señor de la madera, alguien le pregunta si van a ir al teatro. Su contestación es que ellos no están para perder el tiempo en esas cosas. En ella no queda huella de nada, no se inscribe nada. Ella repite todo, pero es una aparente identificación. No se identifica al discurso de nadie, repite pero nada deja huella. Ella dice, pero no entra en conflicto con lo que pudo haber dicho meses atrás, porque no hay contradicción, porque no hay una huella dejada por la palabra del Otro. Es una cosa muy impresionante.

Me parece que no hay que caer en la tentación de reducirla a un tipo clínico. No digo que no existan tipos clínicos así, pero, a diferencia del memorioso Funes, que no puede olvidar nada, Oleñka no registra nada. Nada se inscribe en ella. Y esto es una verdadera creación, algo único. No sé si Chejov pretendió aventurar con este personaje una visión de lo que sería el sujeto moderno un siglo más tarde. Tomando la metáfora de Ignacio Castro en su comentario, avanzamos en la neblina y cuando miramos para atrás vemos todo claro, pero no es tan seguro de que tengamos las cosas tan claras cuando avanzamos. No sé si Chejov tenía alguna intuición de lo que venía pero, como après-coup, uno puede ver en esa falta de toda huella, en eso que nada deja, una anticipación de lo que hoy es, de alguna manera, nuestra experiencia cotidiana: el hombre moderno en el que poco a poco se extingue la facultad de la memoria, porque el lenguaje se ha vuelto vacuo y fugaz, y va perdiendo la potencia de marcarnos, de dejar una huella duradera.

Gustavo Dessal

jueves, 23 de diciembre de 2010

El final en Amorcito. Comentario de Ioana Zlotescu


Entre todas las traducciones que hay del título, me parece que Un ángel es muy perversa. Y creo que es la que sintoniza con la intención de Chejov. Yo me dirijo a los psicoanalistas, como conocedores del alma humana, para preguntarles cómo observan la parte perversa latente en esta mujer. Porque el final me parece uno de los más perversos que escribió Chejov. Oleñka sueña una sexualidad con el niño. Por eso pongo en relación el título Un ángel con el final. ¿Es evidente esta característica perversa en esta mujer? ¿Da pistas Chejov al respecto?

Ioana Zlotescu

Amorcito de Chejov: Crónica de la niebla subjetiva o la metáfora de la vida que viene. Por Ignacio Castro Rey


La perversión del final, la perversión de esta mujer, es la perversión de todo el cuento y de todo Chejov. Como se decía antes, los personajes de Chejov viven sin cobertura. Toda su temática, en cierto modo, es el drama de una vida sin cobertura. No hay Historia, ni Estado, ni función pública, privada o profesional que cubra, que sujete esas vidas. El tema de Chejov es la irrupción vital que no tiene metalenguaje, incluso para el propio protagonista, que querría –como todos nosotros- reconocerse en un modelo seguro. Sea hombre o mujer, siempre surgen variaciones, declinaciones fuera del modelo que uno tiene de sí mismo.

Conozco una “prima hermana” de Amorcito en la vida real a la que, por falta del autoritarismo necesario en el período de crecimiento, del autoritarismo necesario para tomar una opción, había crecido con una especie de incapacidad para el no, con un sí perpetuo que le hacía llenarse de todo lo que le venía encima. La frase final insinúa lo que es obvio, y que está en todo el cuento: la perversión. Oleñka no puede soñar más que con un Otro que la salve, no de sí misma, sino de ese vacío que ocupa buena parte de su personalidad.

Toda Rusia, por lo demás, gira misteriosamente en torno a una especie de crónica de la niebla, crónica de la nieve que es el sujeto moderno. Cuando digo toda Rusia quiero decir que si uno ve películas de Zvyagintsev, de Sokurov, Tarkovski o de Loznitsa, el tema es el mismo. Si uno lee a Tolstoi, “enemigo” político de Chejov -o viceversa-, a Dostovievski, el tema es parecido, con declinaciones diversas, a saber: una existencia que nunca encuentra un tipo de identificación que la sujete.

Esto explica que Chejov, quizá más particularmente que Dostoievski y Tolstoi, haya asombrado a la Inglaterra de comienzos del s. XX y cambiado el teatro norteamericano. Gran parte de la literatura actual siga obsesionada con esta temática que no tiene tema. Si recordáis Ojos negros de Nikita Mikhalkov, basado en otro cuento precioso de Chejov, el protagonista también tenía una incapacidad patológica y peligrosísima para el no. Al personaje encarnado por Mastroianni todo se le pegaba. Era mentiroso por generosidad, ya que no había ningún dique típico de la identificación, la especialización moderna que le permitiese liberarse de nada.

En ese sentido, Chejov es el profeta de la vida que viene, abocada a declinaciones y registros que no se detienen en ninguna identificación fija. No me parece que sea casual que un autor especialmente ejemplar de finales del Siglo XX, como es Sokurov esté obsesionado por este modelo que no tiene molde.

2º Comentario
Creo que nosotros también somos víctimas de la crónica de la niebla que Chejov casi siempre pone en marcha. En el sentido de que parece que, en esta tertulia, se puede decir cualquier cosa y todas suenan verosímiles. Este extraño país, en el que Chejov es un personaje central de la segunda mitad del XIX, lleva un siglo y medio oscilando entre la melancolía de la estepa, la crónica de la niebla, y la violencia histórica y militar, ambos extremos para mi gusto muy interesantes, si no admirables. Un siglo antes, con Pedro I El Grande, le demuestra a los suecos que Occidente son ellos. En cierto modo, toda la literatura rusa, también Dostovievski, es la cara b, morbosa, irregular, profundamente sentimental, de una potencia geométrica, arquitectónica, militar y científica considerable, tanto en los tiempos de Chejov como antes de él. Uno viaja a San Petersburgo, una de las ciudades más impresionantes que he visto en mi vida, y de repente entiende cómo todo el laberinto de Dostovievski es el intento desesperado de buscar la alteridad, las esquinas de la vida que se esconden en una geometría nacional implacable; tanto como la que más, ya que rebasan a Francia y Alemania en la pasión por la geometría. Chejov sería alguien que nos cuenta la otra cara de la geometría, es decir, los laberintos de una sentimentalidad que en cierto modo es la única arma de destrucción masiva de la nación rusa. O de defensa masiva que posee un sujeto que no tiene ataduras identitarias, a pesar de tantas ofertas que le rodean.

Hay un texto precioso que siempre recomiendo, Teoría del Bloom, un pequeño libro que sería digno de un curso entero. Bloom es Oleñka sin esta fidelidad que ella tiene, bastante impresionante, al desamparo. Porque, si de una cosa tiene memoria Oleñka, es del desamparo. Memoria del desamparo, fidelidad al desamparo. No sé si “mata” a sus maridos, pero sí expulsa con una fuerza centrípeta a lo que le rodea. Teoría del Bloom, decía, es una crónica de la niebla de este sujeto instalado en el estado larvario. También acerca del beneficio del estado larvario --todos sabemos algo en esta sala aunque estemos disimulando--, de alguna manera, Oleñka está con un pie en esta flexibilidad cadavérica del sujeto moderno, flexible para defenderse de las ofertas, de las agresiones que le rodean en forma de amantes, obligaciones profesionales o genéricas, y otro pie en una sentimentalidad que es el eje de la literatura rusa. Creo que esta oscilación, este dilema y la propuesta política existencial de por dónde salga -por una honda sentimentalidad que pueda encontrar un suelo en la niebla del sujeto o por el lado de nuevas identificaciones-, creo que es lo que sigue haciendo moderna a la literatura rusa y quizá a Chejov en primer lugar.

Un pequeño apunte más. Pensad que antes y después de Chejov, esta literatura excelente que nos resulta tan actual convive con una propuesta de terapia, una propuesta conductista de superar la niebla con el esfuerzo titánico, nuclear y militar, de la gran Rusia, antes y después de la URSS. No está lejos lo que nos cuenta Chejov: la crudeza de un sujeto disuelto que quiere todo lo que le rodea, que está a punto de ser despedazado como un hombre de la Edad Media. Esto no está lejos de esta voluntad de hierro de los líderes rusos -sea en la versión de los Zares, de Stalin o del Putin actual-, a todos en Occidente nos asusta. Sin embargo, Chejov toma de frente su otra cara, ese vértigo en el que se abisma el sujeto.
Ignacio Castro Rey

domingo, 19 de diciembre de 2010

Amorcito y el escribiente Bartleby. Contraposición entre el sí y el no. Por Graciela Sobral

Estos días leí algunos comentarios sobre Alice Munro en relación a su último libro Demasiada felicidad. Es una autora que, en su madurez, hizo un intento de dejar la literatura pero no pudo hacerlo y finalmente volvió a escribir. En uno de los textos la comparaban con Chejov, más concretamente decían que en su país la habían bautizado como “nuestra Chejov”.

He escuchado las intervenciones de los compañeros y sus distintas lecturas del cuento. Todas me han parecido muy interesantes. He participado de ellas casi al modo de Amorcito, diciendo mentalmente a cada una, “sí, es cierto”, “si, es cierto”.

En lo que atañe a mi propia lectura, en la primera pensé que estaba ante un sujeto vacío, loco. En una lectura posterior recordé a Bartleby, el escribiente de Melville. Eso me dio la oportunidad de contraponer dos sujetos vacíos. Creo que Amorcito es, en un sentido, el envés de Bartleby. Éste aparece descrito en un primer momento como un hombre tranquilo y sereno, pero en el transcurso del relato va mostrando que está animado por un negativismo, por una fuerza autodestructiva con la que va vaciándose o llenándose de destrucción, hasta que no hay más, hasta que llega a la muerte. Bartleby es el sujeto que dice no. Es indiscutible que si la palabra “no” o “preferiría no” tiene como referencia a alguien, éste es Bartleby. Por el contrario, Amorcito es un sujeto que dice sí a todo. Es un sujeto tan vacío como Bartleby, pero realiza el camino contrario. Si aquél avanza en el “no” hacia la autodestrucción, esta mujer no quiere la autodestrucción (tal vez realiza lo contrario). Ella avanza en el “” llenándose por la vía del amor, adueñándose de los rasgos, de los gustos de sus partenaires, devorándolos, podríamos decir, hasta el final.

En relación al final, creo que no es tan ambiguo como inquietante, aunque entiendo que preferimos pensar en lo ambiguo porque lo poco que dice resulta insoportable. Si uno lee atentamente el texto, por lo menos en la edición que yo he utilizado (Ed. Edhasa, traducido por H. Zernask), está bastante claro:

Ah, bueno, no es nada, gracias a Dios”, piensa ella.
Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sentirse bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina y, de vez en cuando, dice en sueños:
- ¡Te voy a dar! ¡Vete! ¡No me toques!”

Ella está despierta, se acuesta y piensa. Es Sasha el que duerme en la habitación vecina y habla en sueños. No hay ninguna ambigüedad, por lo menos en cuanto a quién es el que dice las palabras finales.
Graciela Sobral

De lo universal a lo particular en Amorcito de Chejov. Por Miriam Chorne

En principio se hicieron dos planteamientos respecto al cuento de Chejov, uno hace referencia a la división universal del sujeto, otro plantea, más decididamente, que el autor está mostrando la vida psíquica de una mujer, mujer-madre. Me parece que éste es uno de los temas del cuento. Respecto al vacío existencial, universal, es verdad que podemos plantearlo como una inconsistencia del ser mujer que se adhiere a los ideales de la pareja. A veces, observando los cambios que se van produciendo en una mujer, se puede saber el tipo de parejas que ha tenido. En ese sentido, la disposición sacrificial que se nombraba en términos de mendicidad –la mujer pobre, la disposición sacrificial con que se entrega al marido— trabaja para los ideales de los hombres. Y esto, si bien es universal, me parece que apunta a algo más particular.

Por otro lado, mientras leía el cuento me planteaba algún interrogante. Hay dos elementos muy importantes en el relato que quedan muy vivos. Primero, podríamos pensar que hay algo de una neurosis de destino, porque Oleñka va perdiendo a esos hombres uno tras otro. Segundo, no se sabe qué pasa con el niño. Estamos ante un final tan ambiguo, que incluso hay distintas versiones según las traducciones que leamos.
Miriam Chorne

viernes, 17 de diciembre de 2010

Amorcito de Chejov: Una lectura plural. Comentario de Silvia Lagouarde

Quizá la brevedad del relato permite al lector un lujo casi irrealizable con otros textos más extensos: releerlo, no una, sino cinco veces. Ese fue mi caso.

Primera lectura:

Un cuento encantador. Oleñka, su protagonista, resulta entrañablemente ensoñadora, simpática, cultivando el amor, así sin más, en lo que le va ofreciendo la vida casi en forma casual. Un “cuentito” perfecto que nos hace sonreír, y nosotras, como lectoras, también extendimos nuestra mano afable para tomar la de ella y decirle: “Amorcito”.

Segunda lectura:

Interrogantes: ¿Posición femenina? ¿Es esto la femineidad? ¿Es esto ser madre, ser mujer? ¿Las madres, en posición sólo como madres, no sueñan que todo lo que aman es maravillosamente perfecto? ¿Cuántas mujeres semejantes conoce uno en el transcurso de una vida?

La inquietud se apodera de mi alma, algo se aprisiona en ella y se rebela. ¡NO! ¡POR FAVOR, NO! Esa pasión por la ignorancia es una desdicha. Sin embargo, a cuántas mujeres así se les perdona todo desvarío intelectual. ¿Cambiarían ellas algo del mundo?

Tercera lectura:

Sin embargo, hay algo en esta Oleñka que me recuerda a casi todas las madres del mundo.

Cuarta lectura:

¿Metáfora de la pequeña, mediana burguesía que vive tan a-históricamente, tan encantadoramente fuera del mundo que son los que fundamentan los peores movimientos fascistas, totalitarismos varios, movimientos de opinión que no argumentan nada y están plagados de prejuicios, lugares comunes y vacío intelectual?

Quinta lectura:

Chejov. Gran cuentista. Maestro de generaciones futuras. ¿Por qué podemos asegurar que este pequeño relato es un gran relato de la historia universal de la literatura rusa del siglo XIX? Porque el tiempo no deja de actualizar la verdad que esconde. En cada lectura surge un nuevo interrogante, el texto se nos hace más imprescindible, pasamos de la sonrisa al espanto, de la casi nada aparente descripción de sus protagonistas a escribir un ensayo político. Esa atmósfera tan humorísticamente encantadora de la vida de Oleñka, donde las cosas suceden sin más, traza una línea fronteriza en relación a “el perdón” por la ignorancia de ese no querer saber. ¿Perdonamos a Oleñka porque es mujer/madre? ¿Permitiríamos esa falta de “responsabilidad” en un sujeto masculino? ¿Sería éste tan “Amorcito”?

Dejo todas las lecturas que aún me faltan a ver si el mismo texto me da la respuesta a alguna de las preguntas.

Silvia Lagouarde

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Elementos universales en Amorcito, de Anton Chejov. Por Miguel Ángel Alonso

"Amamos a aquel que responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?". Jacques-Alain Miller

De cada cuento de Chejov emana una sensación de bondad y serenidad que se intuyen relativas a una profunda comprensión de las carencias existenciales del ser. En ellos, el autor nunca elude la negatividad del ser, por el contrario, los protagonistas, de una u otra forma, soportan la marca de algún tipo de falla. Pero la mirada de Chejov me aparece elevada. Observa el movimiento de los seres humanos desde una posición de majestuosa dignidad. Al igual que en Bestiarios de Cortázar, pero desde el exterior del cuento, nada parece contrariarlo. Cada uno de sus cuentos es una invitación a observar, sin escándalo alguno, aquello que la limitada conciencia quisiera rechazar: la soledad radical e íntima del ser. Y Chejov asume e ilumina, sin estridencias, la existencia de esa soledad que, en sus cuentos, aparece en su lugar apropiado, a saber, gobernando la acción de los seres humanos, no desde el exterior, sino desde su propio interior. La luz que arroja sobre ella sitúa a nuestro autor como uno de los privilegiados entre los pensadores literarios del ser.

Son varias las cuestiones que se pueden tratar en este cuento. Por ejemplo, la cuestión de la identidad; cierta lógica de la vida amorosa de la mujer; diferentes estatutos del hiato existencial del ser; la cuestión de la creación como remedio de la negatividad existencial; y la invención de la maternidad.

En Amorcito, Un ángel u Oleñka –los tres títulos con que se conoce este cuento—se pone en evidencia, ante todo, la imposibilidad de decir “yo soy”, es decir, la imposibilidad de ser uno consigo mismo en una de sus clásicas declinaciones, el desamparo original o ausencia de morada para el ser. Esto coloca a Oleñka en la indigencia y en la mendicidad, pues para ese desamparo sólo encuentra una posibilidad, morar en la casa del Otro, alienarse a las palabras del Otro como recurso. Inevitablemente, viene a mi mente el axioma de Rimbaud:

Yo es otro

Oleñka nunca es propietaria de una identidad. Tras la apariencia de consistencia que las sucesivas identificaciones le otorgan, con sus correspondientes connotaciones psicológicas, lo que se hace patente es el carácter originario del ser, a saber, la radical soledad de la existencia que no lleva adosada ninguna identidad. Es lo mismo que decir la falta de una palabra propia para la existencia. Oleñka “mendiga” palabras de otros, identidades siempre frágiles, prestas para desmoronarse ante cualquier contingencia.

Si nos situamos en la lógica de la vida amorosa, podemos deducir que, para Oleñka, como para tantas mujeres, hay un ideal que, encarnado en el Otro, daría la respuesta a la pregunta ¿quién soy? Muchas mujeres encuentran en el Otro esa respuesta en la encarnación de ideales antiguos. Cada sucesiva identificación es una variación que se sostiene en el ideal. Entonces, el amor que está en juego en el relato es una respuesta, aunque hay que reconocer, no muy esperanzadora. Si pensamos en la frase que encabeza este comentario: “Amamos a aquél que responde a nuestra pregunta”.

¿Quién soy yo?: “Yo es Otro

Sintetizando, y en un plano más general, Chejov está produciendo en Oleñka, modulaciones sucesivas entre la palabra y su falta, el amor y la soledad, el sentido y el sinsentido, la identidad y el desamparo, para poner en juego una modulación fundamental que engloba a todas las demás, a saber, la modulación entre lo que parece pero no es –la entidad, la identidad, el ente, lo óntico— y lo que es pero no parece, es decir, el ser, su negatividad, lo ontológico.

Respecto al estatuto de la falta, en Oleñka nos revela dos vertientes: el pathos y el deseo. La primera, mortificante, no hace más que producirle sufrimiento. Oleñka es un ser dividido por el agujero que supone no disponer de palabras originales propias. Es la matriz de lo que la enferma. Pero, por otro lado, esa falta es el resorte y fundamento de un deseo en el que podemos observar las peculiaridades de su movimiento. El movimiento hacia los objetos que aparecen delante –los ideales— movimiento que nunca consigue hacerse con el objeto que lo satisfaga. Y lo invariable como causa del movimiento, a saber, el hiato que mora en el centro del ser de Oleñka.

En relación con el tercer punto –la creación— podemos preguntarnos. ¿Qué consecuencias se pueden intuir en relación con esa falta en ser que encarna Oleñka? Sin duda alguna, la necesidad de la creación como aquello que permite mitigar los efectos mortificantes de su soledad. Si todas las identificaciones de Oleñka tienen el peso de la alienación a las palabras del Otro, en esta última asunción de una identidad –ser madre—no se aliena a nadie, es una creación que no toma como referencia a ningún ser humano concreto. En el Seminario 1, página 200, Lacan recuerda a Heine, quien, en uno de sus versos, ponía las siguientes palabras en boca de Dios:
La enfermedad es el fundamento último del conjunto del empuje creador. Creando me he curado

Pero, en el fondo, nada diferencia esta función de las otras más alienantes. Sentimos la amenaza de que también esa función caiga y deje a Oleñka, nuevamente, desamparada. Los golpes en la puerta de su casa, en esa noche ya oscura, nos paralizan, nos sostienen en vilo durante un tiempo aterrador. Tememos que esos golpes en la puerta vengan arrebatarle también el nombre de madre y su soledad primordial renueve todo su potencial mortificante.

No sé si las últimas palabras, en las que el niño sueña “No me toques”, será una nueva amenaza que aguarda en el futuro a Oleñka, quizá un guiño que contraponga el deseo de la madre adoptiva -tener el hijo que la complete de su falta en ser- y el deseo del hijo, que no podrá ser sin la separación del deseo absorbente de la madre.

No habrá remedio para Oleñka. También el nombre de madre tendrá que perderlo. ¿Será la próxima renovación de su desamparo original?

Miguel Ángel Alonso

jueves, 9 de diciembre de 2010

Amorcito de Chéjov; la lectura de MªJosé Martínez Sánchez

Nos encontramos hoy con un cuento de Chejov, del que Tolstoy afirmó que era el mejor de sus cuentos. Se trata de “Amorcito”, del que el autor se marchó en silencio y nos dejó a todos sin final. Así lo hizo el delicioso, sutil, y suave escritor ruso del que Gorki afirmó que, realmente, era un hombre bueno.

Con un humor discreto y una cierta dinámica, muy suya, el gran narrador ruso nos quiso advertir sobre múltiples aspectos del alma humana, siendo muy abundante en su obra el retrato femenino, muy bien dibujado, a pesar de que él mismo nos decía que “nadie sabe nada de la vida”.

Podríamos decir que Chejov fue el escritor del realismo, del naturalismo, y del idealismo juntos, pues en la deliciosa amalgama de sus historias caben, sin que nosotros nos demos mucha cuenta, todas esas denominaciones, pero sin excesivo ruido. Y así, en el cuento que nos ocupa, Chejov no parece alterarse ni enfadarse por nada. Sólo se va.

El cuento nos habla de la vida de una mujer, Olenka, un personaje muy simple, que necesita amor sin límites y tener siempre un hombre a su lado para sentirse viva. Es así que un día oye quejarse al pobre Kukin, de quien se enamoró enseguida por iden¬tificación. Luego vendrían Vasily, el maderero, al que sólo con oírle “ya lo quería tanto”, y luego el veterinario, que en realidad tiene su mujer de la que se había separado. Hasta aquí todo va bien y vemos que junto a ese simple personaje femenino pasan unos personajes masculinos que también parecen aparearse con ella con una facilidad y sencillez admirables. Y aunque nos sorprenda esa falta de “roce” en casi todas sus parejas, nos conformamos con la historia, pues todo podría ser, al no saber todavía lo que Chejov nos quería contar. Y el cuento se desliza por nuestro conocimiento sin mayores problemas. Pero quizá el autor lo tenía todo planeado, y tanto idilio, en parte simple y en parte poco contado, se quiebra cuando Sasha, el hijo del veterinario sueña en voz alta y pronuncia la frase terrible e inesperada del final: “Vete. No me toques”. Y así, de repente, en la última línea de ese cuento, que no sabemos cómo va a acabar, aparece la denuncia de un abuso sexual.

Y nosotros, que venimos de leer un dulce cuento lleno de humor, de placidez y concordia, nos encontramos con un retrato femenino que en este caso es una auténtica sorpresa.
Pero el cuento cumple maravillosamente su función, la de dejarnos una nueva y unitaria enseñanza sobre la conducta humana: Cualquier persona puede albergar dentro de su mente una actitud que puede ser dañina.

Así fue como Chejov nos demostró ser el escritor más humano de aquel momento cuando ya se anunciaba entre nosotros una literatura más des-humanizada que sólo se apreciase por sí misma, sin tener en cuenta su inspiración en las historias personales, ni lo que ella pudiera tener de influencia en los seres humanos.

Dicen que Tolstoy comentó en su día la posible idea de Chejov de humillar en el relato a esa figura femenina, pero que al ir desarrollando la historia, Olenka fue haciéndose tan sumisa y dependiente entre sus manos, que al escritor le invadió la piedad hacia ella y no la condenó.
Porque ¿podríamos condenar nosotros a la mujer que, según parece, abusaba del niño al que cuidaba como si fuera su hijo y por quien daría la vida? Chejov ha conseguido que no. La historia nos ha impactado, y por supuesto que condenaríamos la acción por ser una acción reprobable, pero que tal como nos la describe el autor, no sabríamos cómo juzgar, porque solemos tener de los abusos sexuales a menores otro tipo de información, que aquí es escasa, y porque con la simpleza Olenka nos hemos quedado desarmados.

Chejov, sabio contemplador de la vida y cuentista sin par, sale de la historia de puntillas porque siempre fue un gran defensor de la dignidad humana que aquí tampoco quiso romper.
Y para finalizar el cuento, pensemos que seguramente al llegar el padre del niño, se acabaría el problema, primero, porque el hombre tal vez vuelva a acostarse con Olenka, y segundo, porque seguramente el padre cumpliría con su papel de poner orden en aquella demasiado estrecha relación madre – hijo.

Y colorín colorado... esta historia se ha terminado, pero sin olvidar la enseñanza que Chejov, y todo cuento nos han querido dejar.


Mª José Martínez Sánchez

martes, 30 de noviembre de 2010

Una fantasía y la realización textual de su deseo. Un artículo de Rosa López

Estamos ante una historia impresionante. Veremos en ella hasta qué punto el deseo de un sujeto puede guiar y determinar tanto los actos de su vida como su destino. La historia es la siguiente:

Se trata de un joven de 17 años que, desde la ciudad en la que realiza sus estudios, escribe una carta a su amigo del pueblo en la cual le comenta las vicisitudes y los resultados de los exámenes de lo que correspondería al final del bachillerato. Entre otras cosas le comenta que en la prueba de griego, el profesor le había puesto la nota más alta entre todos los alumnos, porque el tema que le había tocado traducir pertenecía a una de sus lecturas favoritas. Se trataba de un pasaje del Edipo Rey de Sófocles. En la carta bromea con el amigo y le aconseja que ate sus cartas y las guarde bien porque, quien sabe si algún día no serán importantes. Pues bien, esta carta que os comento, llegó a ser tan importante que encabezó uno de los libros más importantes de este siglo: La interpretación de los sueños.

El joven del que les hablo es Sigmund Freud. Ya desde su adolescencia estaba verdaderamente persuadido de que estaba destinado a hacer algo grande en la vida. En realidad, esta fantasía es bastante común en los adolescentes, pero lo más curioso e interesante es cómo los deseos de Freud van realizándose casi al pie de la letra de una manera verdaderamente prodigiosa.

Después de que Freud acaba el bachillerato pasaron muchas cosas. Como se sabe, el camino que eligió no fue precisamente fácil. El saber que estaba inventando no era bien recibido por sus contemporáneos, eran pocos los que le acompañaban en su camino. Sin embargo, esta cantidad de obstáculos con los que Freud se encontró, no le impidieron seguir adelante pues estaba movido por un Deseo sin ambages, sin vacilaciones.

De esta manera llegamos a su 50 cumpleaños, donde otro acontecimiento vuelve a traernos la figura de Edipo enlazada a una realización del Deseo, mejor diríamos, una realización casi textual del Deseo.

En 1906, Freud cumple 50 años. El pequeño grupo de sus allegados de Viena le hacen un obsequio. Se trata de un medallón que lleva esculpido, en el anverso, el perfil de Freud, y en el reverso la imagen de Edipo en actitud de responder a la esfinge. Lo más impresionante es que, en el contorno del medallón, habían inscrito una frase de la obra de Sófocles que dice:

"Experto en enigmas insignes que hubo de llegar a ser el primero de los humanos".

Ernest Jones, en su biografía de Freud, nos cuenta que este obsequio dio lugar a un curioso incidente. Dice que cuando Freud leyó la inscripción se puso pálido, agitado y, con voz estrangulada, preguntó a quién se le había ocurrido semejante idea. Añade Jones que su actitud era la de quien se encuentra con una especie de aparición angustiosa. Cuando Freud consiguió sobreponerse a esta primera impresión, les comentó que se había quedado muy impactado porque, cuando era joven estudiante, acostumbraba a pasearse por los patios de la universidad de Viena, y mientras se fijaba en los bustos que allí había de los profesores insignes de la institución, pensaba que su busto estaría un día entre ellos. Pero lo que sí es más específico y particular es que la fantasía de Freud se completaba, no sólo con que su busto estuviera allí, sino que debajo del busto estuviera inscrita justamente esa frase del Edipo Rey de Sófocles.

En 1955, ya muerto Freud hacía bastantes años, fue Ernest Jones el encargado de descubrir el busto de Freud en el atrio de la universidad de Viena, en el que se pueden imaginar que va inscrito el lema del Edipo Rey de Sófocles:

"Experto en enigmas insignes que hubo de llegar a ser el primero de los hombres".

Rosa López

Apertura 20ª reunión Liter-a-tulia; Alberto Estévez comenta el cuento ¿Fue él?, de Stefan Zweig

Nos reúne hoy este hermosísimo cuento del maestro Stefan Zweig con un título que propongo tomar en la línea en la que creo que el autor nos traza como una invitación. ¿Fue él?

Visto el desarrollo y el desenlace del cuento, nosotros podríamos tenerlo más que claro, no necesitamos pararnos mucho en esa pregunta, claro que fue él, nos han preparado a lo largo de todo el relato para que podamos contestar sin dudarlo, efectivamente, fue él, ¿quién si no? La policía tras su investigación tampoco nos permite apuntar hacia ningún culpable más que el que todos sabemos, por tanto fue él.


Pero entonces debemos preguntarnos:
¿por qué el autor se ha empeñado en mantener ese título? Si sabemos que fue él, ¿a cuento de qué le añade los signos de interrogación que convierten la afirmación en pregunta? ¿Es que hay alguien aquí que pueda dudar de que nuestro sospechoso sea culpable? No nos hace falta ni siquiera un supuesto juicio para sentenciar que la culpabilidad de este crimen recae en él. ¿Para qué porfiar en el tono interrogativo? Piensen que en este estado de la situación, a Zweig no le hubiera costado nada suprimir las interrogaciones, y titular este cuento con un -Fue él- mucho más acorde con los hechos manifiestos. La obstinación de la pregunta nos plantea un enigma.

Les propongo que aceptemos el reto, tomémoslo, sin miedo; si insiste en interrogar es que quizá haya algo que se deslice entre lo manifiesto, y sin ser muy evidente, participe de la clave que encierra esta pregunta insidiosa. La pregunta que insiste, como todas
las preguntas que a lo largo de nuestras vidas tienen este formato de insistencia, aquellas que nos resultan difíciles de encarar, y que se empeñan en planteársenos sin que la respuesta que elijamos para acallarlas las agoten, las suturen, nos adelantamos a contestarlas para cerrar la cuestión, para alejar el dolor que subyace en ellas, pero como en el caso que nos presenta hoy tan oportunamente Stephan Zweig, transcurrido el relato, acabada la novela, una vez cerrado el libro, ahí la tenemos de nuevo. La historia narrada no ha agotado la pregunta que aún nos importuna, y por el contrario, nos retorna con fuerza.

Hay algo en este cuento que se presenta como un contraste. Desde el principio, el relato destaca por un clima de armonía apoyado en todos los elementos por los que va circulando. Una pareja de mayores que viven plácidamente en una hermosa casita, rodeados de un paisaje bucólico, donde la calma y
la tranquilidad imperan convirtiendo al lugar en romántico y encantador, a lo cual contribuye el canal, escenario de exquisitos paseos en los que la naturaleza parece haber encontrado su belleza más plácida, a las afueras de una pequeña ciudad, una pequeña población cercana a Bristol, en el sudoeste de Inglaterra, llamada Bath, que no creo que sea casualidad su elección, no tanto por sus escasos 80.000 habitantes de hoy día, supongo que bastantes menos cuando se escribió la obra, allá por los años treinta del pasado siglo, sino porque dicha ciudad destaca por
ser un centro de aguas termales debido a la proliferación de manantiales que posee, lo cual dotó a la ciudad de un marcado carácter de descanso, vacación y relax, y la gente adinerada de la época iba a disfrutar y curarse seguramente también de las enfermedades producidas por la sociedad de entonces.

Y en este entorno en el que todo parce que viene a combinarse sin la menor fricción, un perro rompe la calma. Por muy advertidos que estuviéramos, las escenas de lucha parecen de otro relato, como si pertenecieran a otra historia, nos pillan de improviso, quizá no tanto por inesperadas como por violentas, el caprichoso animal se convierte en una fiera peligrosa y es protagonista de
un lance absolutamente terrorífico, nada acorde con la senda que hasta ese momento el cuento nos había hecho transitar. Baste pues la intensidad de la escena para cargar contra nuestro bulldog.


Un bulldog es un perro bueno. No es algo que diga yo que soy un absoluto ignorante de las razas caninas, es algo del saber popular, y aunque su aspecto pueda dar cierta impresión de determinación y fuerza, en realidad destaca por su lealtad, su valentía, y aunque feroz en apariencia, es poseedor de una naturaleza afectiva. Baste esto para que comprueben que mi ignorancia perruna se soluciona en un pis pas gracias a internet. Ah, hay una característica más, que imperdonablemente olvidé citarles de la naturaleza de este animal y es un rasgo pronunciado en su carácter; ¿adivinan? La dependencia.

Los genes pueden darnos ciertos rasgos que predominan en el animal, incluso a través de ellos se puede chequear la pureza de la raza, pero creo que en el carácter no podemos mostrarnos en absoluto seguros de la sobre determinación genética, y el carácter de este perro es algo que se ha construido muy minuciosamente, y ya no sólo hablo del carácter descriptivo con el que el relato nos lo cuenta, sino del trato del que ha sido objeto, único responsable de las reacciones del animal. Mi hipótesis que quiero compartir con ustedes es que el carácter del animal es el reverso del carácter de su dueño, Limpley.

La primera nota de inquietud en la lectura, tampoco es que rompa la calma, la encontramos en la página 10 en la que nuestra narradora percibe algo en la esposa de Limpley, algo que ésta deja escapar en la conversación acerca de la ausencia de su marido y que no gusta a su interlocutora. Las mujeres suelen percibir estas cosas, van un poco más allá de las palabras desafiando su mensaje de literalidad, mientras que los hombres se quedan por lo general más acá, y lo comprobamos en la reacción del marido de nuestra narradora, que la reprende por sus juicios precipitados, una acusación bastante habitual de los maridos, y a la que nuestra narradora está acostumbrada. Por cierto, pensé que Limpley era el único nombre propio con el que contábamos para los personajes principales, luego releyendo descubrí que no es así, también aparece el de su esposa en los labios de él, vean cómo lo dice, mi Ellen; y en la reseña que ayer publicamos de nuestra compañera Mª José descubrí que la narradora también tenía nombre, pero en cualquier caso, terminada la lectura no disponía de los nombres de los personajes exceptuando el de Limpley.

De este personaje sabemos desde su presentación que hace gala de una bondad infantil, que me dejó pensativo porque no terminé de entender muy bien qué quería decir, pero luego la narradora afina un poco más y lo transforma en una insistente bondad. ¿Qué es una insistente bondad? Parecen palabras que no encajasen bien juntas, al menos llevan a pensar en otra cosa que no sea la bondad. Y así es el tono con el que el autor decide tratar a Limpley en todo momento, no hace evidente casi en ningún lugar, y esos lugares cuesta encontrarlos, la responsabilidad de Limpley en lo que sucede, más bien al contrario, es el bonachón, el incondicional, casi el vecino ejemplar que corre solícito a auxiliarnos ante cualquier contingencia, si no fuera porque harta de la farsa, nuestra narradora decide dar rienda suelta a su ojo clínico aún a pesar de caer en juicios precipitados, y en las últimas páginas, justo antes del fatal desenlace directamente lo llama chiflado.

Uno de los pasajes más elocuentes en este sentido lo constituye la noticia del embarazo de la esposa de nuestro protagonista. Por oscuros motivos, seguro que interesantísimos, ya vieron que ella no quiere darle la noticia de que esperan un bebé. ¿Por qué no querrá? Y les pide a sus vecinos que sean ellos los que se la adelanten, Aquí es fabuloso el formato que el marido de la narradora decide darle a este encuentro, cito: Qué podría desear, por ejemplo, nuestro buen vecino si un ángel o un hada o cualquier otra de esas gentiles criaturas le preguntara: “Limpley, ¿qué es lo que le falta? Te permito expresar un deseo…”? La zozobra de éste lo lleva a insistir, ¿Acaso no tiene ningún deseo? Ya saben la respuesta, que es de aúpa: en realidad no… Tengo todo lo que quiero…., en realidad, lo tengo todo. Constatado esto, quizá el ángel deba visitar a la Sra. Limpley. ¿Mi mujer? ¿Cómo puede desear algo más que un perro?

Así que la falta para este señor no aparece por ningún lado, vamos no existe. Todo lo suyo es lo mejor, su esposa, su tabaco, sus rosas, hasta tal punto es así que hasta el silencio le resulta insoportable, no siendo el de su esposa, ese sí lo tolera, seguramente lo que no podría soportar es que hablase y que dijese algo acerca de la desmesura con la que éste se despacha. Y ésta desmesura es la que lo lleva a apropiarse de un perro que si recuerdan no era para él, sino para su mujer, un sustituto del hijo que no podía concebir, y a partir de ahí, ejercer su tiranía para con el pobre animal, no nos dejemos engañar, no es servilismo, es hacer a Ponto absolutamente dependiente de su amo, y cuando esto se ha consumado, dejarlo caer, porque su adoración por él ha pasado a ser por la hija que va a venir.


La impetuosidad de Limpley marca su
relación con el objeto, el autor habla de monomanía para decirnos que toda la pasión de este hombre se concentra en un objeto, eso sí, a no ser que aparezca otro que lo sustituya. Les aclaro que en psiquiatría clásica, la monomanía es un tipo de paranoia, y ésta se traslada al perro en la forma relatada del enemigo que llega para robarle el amor del amo. La tiranía de Ponto está presente en las relaciones que su amo establece con el Otro.


Entonces plantémonos ahora ante la pregunta con la que iniciamos y hagámosla otra vez, personalmente no me es posible evitar cierta confusión en el pronombre, ¿Fue él? Pero, ¿él, quién? ¿A quién se refiere de ellos? Una cosa es el autor material de los hechos, otra muy distinta, quién dispuso las piezas de esta funesta partida.

No creo en ningún caso que la cuestión finalmente resida en atribuir la culpa a uno u otro contestando esa pregunta, no me parece que este sea el mensaje que el breve relato nos trata de hacer pasar; ¿fue él?, es una pregunta que Zweig nos dirige a todos, para que pensemos en torno a la responsabilidad. ¿Fue él? Es la manera elegante y maravillosa que encuentra el autor para cuestionar la idea de un destino, y con ello tratar de hacernos un poco más dueños de nuestras vidas, de las decisiones que tomamos, y las responsabilidades que de ellas se derivan, porque no hay más garantía que las avale que el propio autor en que debemos convertirnos. Por cierto, por si no lo han pensado, algo muy parecido a la experiencia que supone un psicoanálisis.

Alberto Estévez

lunes, 29 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Beatriz García

Los recursos literarios hay que tomarlos como tales. No se trata aquí de pararse a pensar como son los perros, dado que estamos en la literatura.
Me parece muy interesante la reflexión de Silvia Lagouarde acerca de la vida real del autor y del auge del nazismo en esa época. Abundando en la cuestión del título, ¿Fue él?, me parece que tiene importancia en relación con lo que ella planteaba. Como se preguntaba Alberto Estévez, ¿por qué insistir en la pregunta si todo parece tan claro? Quizá tiene que ver con que todos fueron responsables de lo sucedido en la medida en que fueron dejando crecer el horror que al final se precipita y que se veía venir.
Se trata de la oblatividad y generosidad sin límites de ese hombre tan espantoso, Limpley, que con su modo absurdo de tratar al perro logra convertirlo en una criatura absolutamente dependiente y cargada de odio. Es un trasunto de lo que sucede en las relaciones humanas. Algo así creo que decía Lacan: amor con odio se paga, que viene a hablar del odio que produce la posición del que puede dar, situándose en una posición de dominio y situando al que recibe como carente. Es la actitud absurda de este hombre lo que genera el odio en el perro, dependiente del capricho de un amo arbitrario.
En cualquier caso, ninguno de los personajes hace nada para cambiar el destino que se va perfilando como inevitable para el lector pero al que todos parecen ciegos. Todos, de alguna forma, lo van soportando, lo van aguantando, nadie hace nada y se deja crecer esa bola que va conformando a un animal completamente enloquecido y lleno de odio. Reitero, todos son buenas personas y nadie hace nada para evitar el desastre. Este tipo de irresponsabilidad es quizá un trasunto del contexto social en el que se gesta el nazismo. El mal que se deja ir creciendo bajo una aparente placidez. Pero claro, al final todo termina de manera trágica.

Beatriz Garíca

jueves, 25 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Luis Seguí

Me parece muy relevante el título. Es una forma que tiene el escritor de enganchar al público. Ahí demuestra su maestría. La maestría de un autor, tanto si escribe cuentos como relatos cortos, está en la primera frase. Ella es la que engancha. Hace referencia a un asesinato y a quién fue el autor. Es como cuando García Márquez escribe Crónica de una muerte anunciada. En la primera frase dice “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana...”. Ya se sabe el final, a Santiago Nasar lo iban a matar. A partir de ahí hay una continuidad que nos conduce al desenlace. La maestría de Stephan Zweig, en este texto, también empieza por la primera frase.

Estamos ante un texto que trata de la relación de objeto. El objeto perro y el objeto niña. Y estamos ante una metáfora sobre la responsabilidad. Hay una cadena causal que empieza con el regalo del perro, hecho con las mejores intenciones, pero que desencadena la relación de objeto.

En el momento en que Stephan Zweig escribió el texto, no era noticia, o no se conocía, lo que ahora podemos ver en la prensa sobre los perros que atacan a niños. Lo que tiene que soportar el protagonista canino de esta historia es el sentimiento de exclusión. Los animales padecen este sentimiento igual que los humanos. No es infrecuente que los perros ataquen al niño que causó su desplazamiento como objeto privilegiado en una casa. Stephan Zweig se anticipó en esta cuestión.

No hay que olvidar la relación entre animales y humanos. Gerald Durrell escribió un texto que se llama Mi familia y otros animales. En este texto hace referencia a que en esa relación hay un punto tangencial en donde el comportamiento humano y el animal doméstico pueden encontrarse si se dan determinadas circunstancias. Y otro escritor, en este caso checoslovaco, Jaroslav Hasek, pone en boca de uno de los protagonistas la siguiente frase:

“El día en que los hombres se dediquen a hacer el bien, empezarán a matarse unos a otros sin descanso”

Encontramos el deseo de hacer el bien por parte de Betsy, al comprar el perro y regalarlo; también en el vecino con su generosidad exultante. Pero en un momento determinado se produce un desplazamiento. La hija pasa a ocupar el lugar de amor y privilegio que ocupaba el perro. Esa es la anécdota, lo que se nos cuenta. Y hay mucha habilidad por parte del autor, en poner en boca de la vecina, Betsy, la interpretación de lo que se supone que el perro piensa. El perro lo expresa a su manera. Cuando se produce el desplazamiento y busca a la vecina con la pata, está buscando un lugar de reconocimiento porque no puede soportar la postergación de la que ha sido objeto.

El texto es mucho más profundo de lo que parece en su corto número de páginas. Está presente todo lo que acabo de señalar, la relación de objeto y la bondad que conduce a la tragedia. Por eso insiste en la pregunta ¿Fue él? Todo el relato conduce a creer que sí, pero lo que importa es el deslizamiento que produce el autor, deslizamiento que tiene que ver con los comportamientos de los personajes, animales, y humanos.

Luis Seguí

miércoles, 24 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Silvia Lagouarde

Stephan Zweig es un autor que sabe de la existencia del inconsciente. Lo podemos ver en todos sus relatos y en sus libros de no ficción. En estos últimos, lo que hace es contar el hecho histórico en su forma real, tal como sucedió, pero desde la subjetividad del personaje.

Stephan Zweig tenía una extraordinaria perspectiva del poder, de la maldad del poder, así como del odio que puede generar un narcisismo humillado, como en pocos autores pude observar. Para él, era tal la infalibilidad que tiene el poder cuando está encarnado en el odio y la certeza, que no estaríamos ante otra cosa que ante la locura del poder. Para ese tipo de poder, todo sujeto inocente que no forme parte de la verdad fundamentalista, no tiene otro destino que la muerte.

A partir de estas ideas, comencé a pensar que este texto iba más allá del relato. También me detuve en tratar de comprender por qué un hombre de tanto éxito, con una relación con el arte como poquísimos han tenido, ¿cómo decide suicidarse con 61 años? Y llegué a la conclusión de que este texto tiene que ver con la percepción que Zweig comienza a tener acerca de lo que va a ser su final como judío. Y no sólo su final, sino el final de la humanidad que atisba en el surgimiento del nazismo y el Holocausto dirigido contra seres inocentes.

Por lo tanto, el nazismo tiene que ver con este texto en la medida en que evoca el poder y el odio. Zweig empieza a vislumbrar la locura del poder encarnado en este buldog, la locura de un poder que arruinará a todo un pueblo. En definitiva, me parece que el relato está conectado con esta parte de la historia y con la decisión de Stephan Zweig de perder la vida antes de terminar como ese bebé.
Silvia Lagouarde

lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Gustavo Dessal, enviado desde Buenos Aires y leído en la tertulia

Es una suerte que gracias a este ingenio cibernético yo pueda acercarme esta tarde a todos vosotros, y no dejar de participar en nuestro encuentro mensual.
Más allá de las obras que las contienen, existen escenas en la historia de la literatura que por sí mismas poseen una fuerza y una elocuencia que las convierten en paradigmas imperecederos, momentos donde la verdad nos deja sin aliento. Evoco aquí, a propósito de esta pequeña novela que hoy nos convoca, el instante que pertenece a otra, cuando Robinson Crusoe, amalgamado a su resignada soledad, descubre la pisada de Viernes, el inequívoco signo de una presencia que no había contemplado.
Muchas son las páginas que se han dedicado a esta

escena, que reúne con gran intensidad dramática algo que el sentido común nos presenta como un
a experiencia natural y corriente, y que sin embargo está cargada de múltiples vivencias encontradas, complejas líneas de fuerza que se atraen y se repelen, creando una tensión por siempre latente y de inacabada resolución. Querríamos creer que la vivencia del semejante es un hecho sencillo y feliz, como si la Naturaleza o la Providencia nos hubiesen dotado de una tendencia consustancial a la idea del prójimo, de la comunión armónica de los hombres. Bien sabemos que tal ilusión es de inmediato derribada por la observación real de que nada nos predestina a un buen entendimiento y que, por el contrario, la aceptación de la existencia del otro es un hecho que nos conmueve en la raíz misma de nuestro ser. Los celos, esa pasión que abarca el amplio espectro de la comicidad y la tragedia, tienen allí su origen, en esa vivencia de intrusión a la que todo ser humano se confronta. Nadie, ni siquiera aquel que ha elegido una vida retirada, puede evitar por completo la sensación, al menos ocasional, de ver amenazado el pequeño reino personal que cada uno construye secretamente, y del que a toda costa querría preservar de huéspedes indeseables. De entre todas las experiencias intrusivas a las que estamos expuestos, posiblemente no haya ninguna comparable con la que supone la irrupción de la presencia fraterna. El hermano, prototipo de nuestro doble, nuestro semejante, prolongación viva de nuestra carne y nuestro espíritu, es ante todo el signo de una perturbación, de una incómoda ajenidad que irrumpe en nuestra vida, y que sin duda nos arrebata una porción de nuestro goce, una parcela de nuestro territorio, causándonos un daño considerable en el ejercicio del poder que creíamos detentar hasta entonces.
La extraordinaria penetración de S. Zweig en esta obrita que leí por primera vez en mi infancia por expresa indicación de mi abuela, es capaz de alcanzar los resortes últimos de lo humano, y hacerlos vibrar con la preciosa perfección de su lenguaje. Se vale en esta ocasión del extraño y magistral recurso de plasmar en un animal, el prototipo de la fidelidad y la nobleza, el terrible y

envenenado dolor que puede despertar el nacimiento de un hermano. Logra, de modo marcadamente convincente, situar en la conducta del perro el conflicto atroz cuyo resultado fatal nos va anticipando poco a poco, puesto que incluso la presunción del desenlace no nos ahorra ni un solo momento la angustia que nos invade como lectores.
¿Por qué transfigurar los celos infantiles en la figura sustitutiva del perro, en vez de expresarlos en el lugar originario, es decir, en el niño que, tomado por la confusión y el sufrimiento, ve peligrar el suelo sobre el que hasta entonces se alzaba la ilusión de una garantía inmutable? Tal vez porque el animal, y en particular el perro, que con tanta frecuencia ocupa en la vida real y para muchas personas el sustituto de un hijo, es un ser propicio para proyectar en él toda la indefensión y la desolación del alma humana. Podríamos entrar aquí en un largo y complejo debate sobre el alma de los animales, y del mismo modo en que que siglos atrás se discutió sobre la humanidad de los pueblos primitivos, proseguir la reflexión sobre la dignidad del animal, una polémica en la que grandes filósofos y pensadores se han comprometido, en un sentido u otro. No lo haré por varios motivos, pero al menos quiero concluir estas pocas líneas haciendo notar que en la metáfora del perro Zweig ha sabido mostrarnos la infancia en todas sus manifestaciones: en la ternura de su inermidad, en el ciego egoísmo de su irrenunciable narcisismo, en su devoradora obstinación a apoderarse de todo, y también en la ferocidad de sus deseos, en el fantasma criminal con el que es capaz de despachar todo aquello que se interpone en sus caprichos. Tanto el niño como el perro, si acaso envilecidos por el amor de los padres o los dueños, pueden convertirse en criaturas tiránicas, consumidas por el letal veneno de la omnipotencia. Zweig, lector y amigo personal de Freud, conocía tan bien como él, y lo vivió en su propia vida, que en la infancia habita ya el hombre, y que el hombre es esa extraña mezcla de nobleza y sinrazón que tanto el psicoanálisis como la realidad misma nos descubren sin cesar.

Gustavo Dessal

viernes, 19 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Miguel Ángel Alonso


Texto muy cuidado, pausado y rítmico, impecable en su escritura, y pautado por ideas de gran relevancia en relación a nuestra compleja constitución como seres hablantes. Además de mostrarnos el tema bien aparente de los celos, este cuento de Stephen Zweig parece un buen lugar para pensar cuestiones que tienen que ver con la estructura lenguaje. Por un lado, se nos propone una coyuntura trascendental: situarse dentro o fuera de la dialéctica que impone el lenguaje, lo cual, como veremos, tiene consecuencias de diferente sino. Por otro lado, nos muestra, de forma implícita, una cuestión muy importante, la relativa a la constitución y a la función de los objetos en el terreno de lo humano.

Para dar cuenta de la posición dentro/fuera del lenguaje, el texto sitúa el lugar donde se encarnan los celos, una animalidad ambigua que convoca en un mismo lugar al animal y al ser que habla. Ello nos permite hacer más visibles las diferencias entre ellos.En Ponto reconocemos escenarios propios de lo humano y de lo animal.

1º. Sus estrategias con respecto al otro, Limpley, al que esclaviza con un proceder que el relato muestra tan consciente como pudiera ser el de un comportamiento humano.
2º. El corazón del relato está constituido por algo muy familiar, los celos, que tienen que ver con el desalojo de una posición de privilegio en la que fuimos receptores de atenciones que se nos prodigaban en exclusividad.3º. En Ponto concurre el instinto animal, imperioso, marcando el camino inequívoco, primario, sin capacidad para asumir la palabra, esa legalidad que, en un contrato simbólico, puede sublimar los impulsos hostiles y la agresividad que dicta el instinto.
El llamado y la palabra
Se podría establecer la siguiente hipótesis. Ponto es un animal doméstico, por lo tanto, está en el lenguaje,
y es por ello que puede llevar a cabo estrategias muy humanas en su relación con el otro. Pero, aunque Ponto vive en un escenario de lenguaje, no puede asumir la estructura que implica ese lenguaje. Es necesario hacer una distinción entre dos cuestiones: el llamado y la palabra.
El llamado puede ser común a lo animal y a lo humano, pero no asume, necesariamente, la palabra. Ponto puede realizar llamados como los que dirige a su dueño o a la Señora Betsy en el momento de su destitución, llamados en los que manifiesta su angustia. Pero ahí no hay ninguna dialéctica. No ha lugar para ningún trato que posibilite la delimitación de los espacios de Ponto y de los humanos.
Por su parte, la palabra sólo es algo propio de lo humano. Exige el establecimiento de una dialéctica para formalizar un contrato simbólico, un acuerdo en el que quede delimitado el espacio de cada uno. Es claro que Ponto no puede entrar en esa dialéctica. Respecto al llamado leemos en la página 48 del relato algo que abunda en esta hipótesis:

Jamás olvidaré la mirada de súplica, apremiante, con la que me contempló. La mirada de un animal en momentos de extrema necesidad, puede ser mucho más penetrante, casi podría decir, más expresiva que la de los seres humanos, pues nosotros comunicamos la mayor parte de nuestras emociones, de nuestros pensamientos, por medio de la palabra, que hace las veces de intermediaria, mientras que un animal, que no es capaz de hablar, se ve obligado a comprimir en sus pupilas todo lo que quiere transmitir. Nunca he visto la desorientación expresada de modo tan conmovedor y desesperado como entonces en aquella mirada indescriptible de Ponto

Y para clarificar aún más esta cuestión, para sumar a lo esencial de lo que dice la Señora Betsy, traigo un pequeño párrafo de Jacques Lacan correspondiente al Seminario 3, Las psicosis, página 135:
Al llamado humano le está reservado un desarrollo ulterior, más rico, precisamente porque se produce en un ser que ya adquirió el nivel del lenguaje

Sin duda, el nivel de lenguaje no es alcanzado por Ponto. En la página 47 de ¿Fue él? podemos leer:
“¿Qué significaba todo aquello? ¿Y por qué se veía él excluido y desposeído de sus derechos?... Lo que distingue el entendimiento animal del humano es que se limita exclusivamente al pasado y al presente, y no es capaz de imaginar algo futuro o de contar con ello. Y así, esto lo sintió aquel obtuso animal con una angustia desesperante
De este párrafo se deduce una vertiente del lenguaje. La que tiene que ver con un cierto nivel de la comprensión, del sentido. Estar desprovisto de futuro no es otra cosa que estar desprovisto de un tiempo lógico de elaboración, es decir, un tiempo para comprender.
Los celos y el objeto
Para adentrarse en el terreno de los celos es conveniente considerar la cuestión del objeto. ¿Cómo se interesa Ponto por él? En tanto es objeto del deseo del otro. Esto es relevante porque ilustra la constitución primitiva del objeto en lo humano. En el mundo de Ponto se conforma un objeto –el bebé— única y exclusivamente porque es objeto del deseo de su amo Limpley. Esta condición, bien reflejada en el texto, moviliza la estructura delos celos y sus tiempos lógicos.

Por lo tanto, la estructura de los celos siempre tendrá que ver con el deseo del otro. Limpley desea el objeto, ello implica que ese objeto se conforma en el mundo de Ponto como el adversario hacia el que dirige la animadversión y el odio.
Encuanto a los tiempos, podemos distinguir dos. En un primer tiempo, cuando surge el objeto, se lleva a cabo una inscripción imborrable, la marca del deseo del otro queda inscripta como alteridad primitiva: El otro desea más allá de mí. Podemos decir que ese tiempo es el de la perplejidad de Ponto. Pero esa marca es susceptible de surgir en un segundo tiempo de la vida: e
l del arrebato de los celos. En lo humano, cualquiera que encarne el primitivo deseo del otro, puede hacer resurgir la rivalidad y la competencia. En el animal, Ponto, ese segundo momento es el del acto.
Esta forma de constitución del objeto es lo que Lacan señala en el Seminario 3, Las psicosis, como “el conocimiento paranoico instaurado en la rivalidad de los celos”. Lo importante es que, en el ser humano, después de esta constitución del objeto aparece la mediación del lenguaje, lo cual permite otras posibilidades más allá de la absoluta agresividad. Para Ponto todo se queda en el estatuto de lo imaginario, de la imagen del otro, lo cual implica rivalidad y agresividad.

Los objetos como fijación del goce
Encontramos un cierto infantilismo en la posición de Limpley. Lleva a cabo un grado de fijación muy intenso con los objetos. Nos damos cuenta de que en cada renovación del objeto, produce una sustitución total y plena del anterior. Pero siempre encontramos la misma signatura, un exceso de goce que detiene la metonimia del deseo, hasta el punto de que olvidó el deseo de ser padre. Este detalle nos permite deshacer cualquier posible confusión entre goce y deseo. No estamos ante objetos que permiten el deslizamiento del deseo, sino ante objetos de goce en donde se produce una fijación.
Por otro lado, es tanto el goce que encuentra en cada fijación, que nos invita a la especulación. Se podría pensar que su juego con los objetos tiene algo que ver con lo puramente carnal y erótico. Cada fijación es como un éxito, como un encuentro pleno. Lo cual no puede sino indicar que tras ellos hay algo problemático que el texto no revela. Me inclino a pensar que esos objetos de goce, en realidad, pueden estar tomados para realizar una sustitución. Es importante ver que en ellos, Limpley no arriesga nada, al contrario, muchas veces parecen servirle para alejarlo de la relación con su mujer. Es una de las vertientes del problema. Los objetos, de esta manera, serían la metáfora de esa relación. Pero reitero, que esto sólo puede constituir una especulación basada en la evocación carnal que sugiere esa fijación plena de goce a los objetos.

Otra de las vertientes de estas fijaciones la muestra el texto de forma evidente. Es la vertiente que tiene que ver con su narcisismo, es decir, nuevamente con la completitud. Lo expresa Limpley en cada momento. Todo lo que hace, todo lo que toca, todo lo que es suyo, es lo primero en la escala de valores. Su yo no hace otra cosa que fabricar lo excelso. Parece un hombre cuya única finalidad es realizar lo pleno.

Y finalmente, todo se desvela de forma trágica en el desastre final. Si en el objeto se fija un goce completo, ello nos lleva a pensar que ese objeto está ahí para velar algo. Cuando al final, el objeto desaparece, deja al descubierto lo que obturaba, un vacío por el que se precipitan los protagonistas. La felicidad nunca más fue posible.

En ese contraste tan radical entre la plenitud y el vacío, vemos la función que cumple el objeto en el terreno de lo humano, la de velar una hiancia consustancial a lo humano. La falta por
excelencia.
Y es curiosa la articulación que se produce entre la posición de Limpley y el argumento general de esta reflexión sobre el lenguaje. También en Limpley encontramos una relación problemática con el lenguaje. Cada fijación produce una dificultad dialéctica, Limpley abandona casi la relación con los otros para dedicarse al objeto. De tal manera, en su objetivación, en su forma de identificarse a los objetos, no podemos evocar otra cosa que una muestra de su terror. La apuesta por el deseo es demasiado arriesgada para él.
Conclusión
¿Fue él? nos sitúa ante el reconocimiento o no de una alteridad: el Otro con mayúsculas, el lenguaje. Sin él no hay humanidad. Para quien no lo reconoce, Ponto o cualquier ser humano, no hay futuro que pueda establecer un tiempo de comprender. De tal manera, si el acontecimiento de la angustia promueve en el ser humano el encuentro con elementos simbólicos que nos permiten encontrar nuestro lugar en el mundo, en el animal, esa angustia promueve la acción específica, siempre directa, el acto, de tal manera que sólo la agresividad sin límites puede restituir el lugar de cada objeto.

Miguel Ángel Alonso

domingo, 14 de noviembre de 2010

La Y griega. Un artículo de Juan Serrano publicado en su blog "Blao"

La Y griega

Con las ínfulas independentistas ¡qué ganas nos entraron de no parecernos a nadie!


¿Cuáles son las razones de la R.A.E para que a la y griega a partir de ahora llamemos ye?

Si nos quitan la y griega ¿por qué no nos quitan también la latina? Al fin y al cabo las dos fueron importaciones, extranjerismos. Presentadme una sola letra de nuestra exclusiva paternidad y os prometo daros todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Todo lo que tenemos, y no me refiero sólo al lenguaje, nos es ajeno. Nuestra casa, del banco. La receta, de la abuela. La deuda pública, del FMI. El cero, de los mayas. Un roto, del calcetín. El dolor de muelas, de los carbohidratos de la tarta. De Rumanía, los gitanos de Las Galias. Y mi santa, de su querida mamá. En este mundo global y multiétnico no queremos que nos confundan con nadie, ¡y menos con los griegos! que ahora andan al borde de la quiebra. ¡Así nos va de sobrados!

Hasta hoy yo me pavoneé de la estirpe helénica, olímpica y casi mitológica de nuestra penúltima letra. ¡Ay cómo me alegraba su cadencia final y desatada en el canto del abecedario allá en la escuela mixta y unitaria!

A este paso, cristianizando, españolizando, marroquizando, americanizando como propio todas nuestras conquistas seculares, nos quedaremos sin nada. Nosotros, sin Perejil y sin la Alhambra, Gibraltar sin su Peñón, Mohamed sin el Aaiún, el Papa sin audiencia, el rabo sin su sartén. Porque nada es nuestro que anteriormente no haya sido de otros. Todo es de todos. Y si patentizamos la y llamándola en román palatino ye como quien llama de manera indeterminada a quien no conoce (¡¡o-ye!!), no sé si esta buena letra nos responderá como hasta ahora. Que cuando yo llamo a mi perro por un nombre que no es el suyo, el can me mira desconfiado y vuelve la cabeza para otro lado.

Antes cuando yo intentaba ligar mi nombre con otro nombre acudía a la y griega, copulativa y amable. Ahora cuando tenga que recurrir a la ye para enamorar a alguien, no sé si resultará.

Juan Serrano

jueves, 11 de noviembre de 2010

¿Fue él? Una reseña de Mª José Martínez Sánchez

Con cara de ingenuo y de no haber roto un plato, Ponto nos mira desde la portada. –Tienes razón, fue así –dice–: la niña esa me molestaba y me la quité de delante, era lógico, o ¿es que los humanos no hacéis lo mismo a todas horas persiguiendo vuestro deseo, vuestros más íntimos deseos?
Sólo faltan estas palabras en la obra de Zweig para completar ese cuento, a medias fábula, donde un animal toma la forma humana del deseo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Inteligentísimo Zweig, imaginativo, envolvente, relato ameno y bien articulado en presentación, nudo y desenlace, no deja resquicios para que leyéndolo de un tirón, como han de leerse los cuentos, encontremos todo tan verosímil y posible como para cumplir con la obligación de prevenirnos, en este caso, sobre la astucia y la maldad.
Y hablando de maldad, nos encontramos con una forma de razonar que no es la debida, porque en un cuento no hemos de pararnos nunca a analizar si tiene elementos absurdos, o si una circunstancia es rara, como lo fue que el perro estuviese suelto o que los padres, cuidadosos en todo, dejen solo el carrito con la niña, o cosas así. El cuento ha de leerse de corrido para permitir, de antemano, que cumpla en nosotros con la función que le ha sido encomendada que es, la de advertirnos de cosas que pueden pasar, de todo lo posible que pueda darse en la vida, y dejarlo ahí, en nuestras cabezas, como un conocimiento que, sin duda, de no ser por haber escuchado esa narración, tardaríamos mucho en adquirir, y sería difícil de ver. Y es en esta enseñanza donde radica el meollo de la cuestión haciendo una fuerte llamada a nuestro inconsciente con la siguiente pregunta: ¿Hay maldad en esa actuación que acaba con la vida de una niña, o solo se ha seguido aquí la secuencia lógica de un deseo?
Difícil nos lo pone Zweig al poner este acto de muerte entre las manos-patas de un perro que, como en toda fábula, nos habla de nosotros mismos, pero sin apelar, de ningún modo, ni a la razón, ni a las leyes humanas, ni a nada. Deseo puro, lógica secuencia del que no ha de razonar, puro egoísmo o tal vez, lo que podríamos llamar deseo-necesidad, necesidad absoluta de ser felices. Y nada más, para decirnos que esa manera ingenua de mirarnos existe ya desde detrás de unos ojos que siguen sin entender, primero, porque se le aparta de sus satisfacciones diarias para dárselas a otro, y, segundo, por qué no resolver el problema directamente sin más vueltas. Si lo primero es comprensible desde nuestro punto de vista, véase el caso de tantos hermanos destronados, no lo es lo segundo. Pero ese sería el punto de vista desde un correcto discurrir, y discurrir adulto. Y no caigamos en la tentación de analizar cómo fue educado y admitido ese perro en aquella casa donde el dueño, desquiciado de lo real, parece actuar sin una lógica que contenga en sí misma una cierta medida, porque esto se da en la vida, sí, la vida absurda que a veces envuelve, tapa y justifica el crecimiento de un deseo absurdo también en nuestras vidas. Pero Zweig, que con esto nos habla de lo humano exterior y anterior al deseo, no pretende justificar ni explicar nada, sino solamente dejar constancia de todo lo que ocurre. Y eso es lo más inquietante del cuento.
Animales de fábula, cuentos, inquietantes cuentos sobre seres humanos mezclados, como en este caso, con animales que comparten con nosotros mucho más que un espacio doméstico. Y tal vez sea esa la mezcla difícil para convivir, humano y animal cercanos, en la misma patria, en el mismo pueblo, en la misma casa, o bien humano y animal dentro del mismo cuerpo que habitamos, a veces, sin darnos cuenta de que es así, aunque esta convivencia se lleve por recorridos separados que parecen disimular una unión inexplicable y cierta, y que con mirada clara intentan hacerse perdonar, o hacerse entender por los que desde fuera nos miran con la duda, con la misma duda de Bettsy, la narradora, a la que su marido decía que juzgaba las cosas con demasiada precipitación.
Mª José Martínez Sánchez.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La Noche del Eclipse Tú, VIII premio de poesía Fray Luis de León; un comentario de Luis Salvador López Herrero



En primer lugar, quiero agradecer al poeta Luis Artigue, mi participación en este acto de poesía, yo que no me siento suficiente poeta aunque me esfuerzo en ello.
Pero antes de continuar debo decir que no hay interpretación posible del poema, puesto que éste es ya una interpretación del decir del poeta. Sin embargo, si me gustaría formular algún comentario del texto a partir de los guiños psicoanalíticos del autor, así como de las resonancias y ecos poéticos que me han suscitado.
Si tuviera que elegir un título a mi intervención acerca del poemario, éste sería Laboratorio del deseo. Porque el texto nos muestra claramente el funcionamiento del deseo a partir de la asunción de la paternidad por el autor. Trabajo del poeta que culminara con la adopción de un nombre, gestado simbólicamente, a partir de una ausencia. Lorca será el nombre, cosificado además, en la dedicatoria, a los engranajes que lo alienaran primitivamente a la historia generacional: Artigue y Ballesteros.
¡No se alarmen por mis palabras! Es así para muchos y es la mejor manera de entrar en la vida. Porque un nombre es siempre una conjunción de deseos, un eclipse, hasta el punto de cada uno de ustedes puede preguntarse en el curso de la vida: ¿por qué este nombre mío? ¿Qué deseo lo constituyó? ¿Qué deseo vehiculiza verdaderamente mi nombre?
Y esto es lo que trata de poner en juego el poeta a través del poemario. Porque más allá del tipo de paternidad comprometida –biológica o social-, en el mundo humano atravesado por el lenguaje, todos tenemos que ser adoptados por el deseo del Otro para garantizar mínimamente nuestra entrada en la vida. De ahí la acertada adopción del poeta para describir el título con que arropa el conjunto de poemas iniciales: embarazo simbólico. Concepto que sirve también para dar forma con palabras, tanto a esa ausencia simbólicamente presente que estimula el deseo, fuente del poema, como a la propia transformación subjetiva del poeta que recorre el texto. Presencia de palabras e imágenes que contornean la historia del poeta como entrega de su amor (bosque, abuelo, abuela, libros, circo, Van gogh, Rilke, Kafka…, locura). Paisajes y vivencias del poeta que tratan de asegurar o de permitir a esa existencia sin nombre, su entrada en un mundo humano de palabras. No en vano nuestro poeta cree suficientemente, tanto en el padre y su función como en las palabras. “Mi padre es mi estrella polar”, nos dice en silencio poético.
Me interesa destacar igualmente, en este trabajo de gestación simbólica del poeta, el nombre que finalmente surgirá como producto de elaboración. No cabe duda de que un nombre siempre precede al ser vivo, yendo éste íntimamente ligado a esa parte tan desconocida para cada uno de nosotros. Porque “yo es otro”, como muy bien nos ilustra en la portada el pintor Modesto Llamas. En este sentido, el nombre que irrumpe finalmente no será ni Federico ni García, sino Lorca. Además, Lorca, siguiendo las palabras del autor, en la estela del poeta mártir. Pero, ¿mártir de qué?, podríamos preguntarnos. Sin duda del significante, mártir de la letra.
Nadie sabe tanto como el poeta acerca del martirio de la letra, queriendo hacer justamente con las palabras ese antídoto particular al dolor de existir, como el propio poeta se preguntara al final del texto, allí cuando el nombre ya ha germinado a partir de la tensión y el conflicto promovido por el funcionamiento del deseo. “¡Nunca la ternura llegó tan lejos como al descubrir aquí cual será tu nombre!”
Otra cuestión que merece esclarecerse es lo que podríamos denominar la metamorfosis del poeta, como consecuencia de ese trabajo de gestación simbólica que supone la propia asunción de la paternidad. Porque, insisto, la paternidad humana es un trabajo simbólico a realizarse y, justamente, esto es lo que el poeta ha sabido transmitirnos a lo largo del poema.
Metamorfosis del poeta, despertar o proceso de descubrimiento a partir del desconocimiento del origen. Se pregunta el autor: “¿Cuándo un día leas esto sabrás que lo he escrito para entregarme a esa irritación que da origen a la perla de tu existencia; de la existencia?” Es decir, “de tu existencia” y “de la existencia” propia. Luego “tu existencia” y “la existencia” propia configuran así también un eclipse a desvelar, en donde el poeta trabaja insistentemente, aprovechando la función paterna y el empuje de la pasión narcisista.
Sí, tanto la paternidad como la poesía, son una tensión fantasmática que se nutren de la propia falta. Y, en este punto, el poeta nos muestra una especial sensibilidad. ¿No será, entonces, que la posición femenina, en su relación con la falta, está más cerca del alumbramiento poético?
Dejémonos llevar por las palabras del autor acerca de este momento tan crucial. “El poema nos une… Estoy enamorado de alguien que no conozco. Tú… Sí, quiero ir contigo al reino de las cosas tal como empezaron siendo… Nuestra metamorfosis…”. Diferentes frases que nos muestran la aureola narcisista que ha configurado el poema. Porque, efectivamente, “yo es siempre otro”, esto es, desconocimiento para todos acerca de nuestro origen y de nuestro ser.
Es así, la metamorfosis que ejerce el amor, como elixir que recorre todo el poema, quien nos alumbra en esa espera el funcionamiento del deseo del poeta.
Para concluir hay una cuestión que merece nombrarse porque interroga al propio poeta en su trabajo de elaboración, y que considero relevante en los tiempos hipermodernos que corren. La escritura y publicación de este poema, efecto de ese deseo que atraviesa al autor, ¿es un instante de sinceridad, un gesto de valentía para rescatar la feminidad que todo macho alberga y que esconde bajo la fortaleza del tener o, más bien, es un acto de locura poética?
A mi modo de ver, es un esfuerzo para dar cuenta de cómo opera el deseo a partir del martirio de la letra, teniendo como eje de elaboración la propia paternidad. El poeta se mira en el espejo enigmático del desconocimiento acerca del origen y escribe, conociendo que “yo es otro”. Sin embargo, a partir de esta mirada anhelante el espejo no estalla. Estamos ya advertidos de que el texto es obra de un poeta que vive a través de las palabras y de sus encantamientos. Luego, es la locura poética, en el sentido del empuje de la letra en el corazón del poeta, quien alumbra el texto, configurando así, un escrito poético suficientemente contenido, nada extrañado ni mucho menos explosionado en su propio enunciado. No en vano el poeta pretende ser un faro de orientación a aquello que alberga en su deseo, construyendo para ello, con dedicación, sinceridad y amor, todo este mundo simbólico de palabras que le van a acoger.
Gracias por este esfuerzo de poesía ante la paternidad, y os deseo mucha suerte en el momento del nuevo eclipse…, Lorca, Luis y Elena.

Luis-Salvador López Herrero.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Acompañante; un relato de Oscar Strada

“Inmigrante culto, sensible y respetuoso se ofrece para cualquier tipo de acompañamiento durante las 24 horas del día, siempre que se le demande correctamente. Llamar al 6667778882”.

Sé que puede parecer extraño que me anuncie así en la prensa local, que puede prestarse a malos entendidos, que puede generar confusión respecto de mis intenciones y provocar confusión en las intenciones inconscientes de aquellos que lo lean, pero creo que es lo mejor que se me ha ocurrido. Me quedan 150 euros, me alcanzará justito para una semana quizá. Mi visado de turista lleva dos años vencido y yo muchos más de fracasos.

Lo he intentado casi todo. Mi título de escribano, que aquí se llama notario, no puede ser convalidado aquí, sin tener que pasar por una universidad que me admita y me permita completar las asignaturas de derecho nacional, europeo e internacional que en mi currículo no existían y que eran ignoradas o consideradas insensatamente innecesarias en mi país. Además me cuesta entender aún, que no ser convalidado no se refiere a mí, sino a mi titulación académica. Pero me duele igual.

Me he ofrecido como carpintero, ebanista, camarero, electricista, entrenador de baloncesto, albañil, poeta, recogepelotas, recoge aceitunas, recoge tomates, funanbulista, limpiachimeneas, entrenador de paddle, jardinero, canguro, contrabajista, cocinero y profesor de esperanto. Curiosamente he llegado a trabajar esporádicamente en alguno de estos oficios y extrañamente, casi nadie sabía que era eso que yo enseñaba. Nadie parecía recordar que se trataba de un idioma, y yo siempre respondía: una utopía y colgaba el teléfono. Las utopías no se enseñan, se practican.

Me doy cuenta que este oficio de acompañante, que acabo de inventarme, es el reflejo de mis propias carencias y que pondrá a prueba hasta donde se puede llegar por un plato de lentejas y también cual será el límite de las concesiones a mi propia dignidad. Finalmente será un reto más, como la vida misma. Espero que no se rasguen mis vestiduras zurcidas con esmero por mis padres y mi abuela materna, que murió convencida de que yo sería presidente o al menos ministro de justicia.¿Pero de que otra estofa están hechas las vestiduras, sino de ilusiones necesarias, imposturas forzadas y abundante estupidez? También pienso que para este oficio uno nunca está suficientemente preparado, porque es difícil que alguien no haya sentido alguna vez la íntima certeza de que el humano está siempre solo y esperando no sabe que cosa.¿Quien podría aseverar que se ha sentido siempre acompañado a lo largo de su vida? Acaso durante el tiempo de la infancia que no estuvo jaqueado por los miedos infantiles, alguien logró alcanzar esa inmejorable ilusión de no estar solo, de sentir mágicamente dentro de si a la pareja encapsulada de los padres generando una protección permanente.

Quizá también el adolescente ensorbecido en un fatuo regodeo narcisista haya sentido esa omnipotencia ignorante de creer no necesitar a nadie y pensar que él solo sería capaz de dar cuenta de todas sus necesidades e ilusiones.

Ilusiones pasajeras que el tiempo se encarga de disolver para instaurar la realidad de las separaciones, claro que antes hay uniones, lazos, vínculos que se anhelan duraderos, eternos, siderales, cósmicos, religiosos, totales. La pareja, los hijos, la familia. En suma, la unidad originaria, sin fisuras, sin separaciones, sin mutilaciones.

Si algo he aprendido en estos dos años de inmigrante ilegal es a valorar los lazos que como pequeños puentes se pueden establecer entre personas que no se habían visto jamás y que sin embargo en un minúsculo instante surge una mirada, un gesto de sutil complicidad solidaria, de otro que como tu, sufre y que parece decirte: no desesperes hermano, Dios aprieta, pero no ahoga. Resiste, que resistir es vencer. También he de reconocer que me asombra la increíble fragilidad de todos los lazos, el saber que no hay puentes irrompibles. He visto quebrarse a parejas que parecían de hierro, a familias que creía indestructibles, a amistades transoceánicas.

Tengo que confesar que al cabo del cuarto día sin tener ninguna respuesta a mi anuncio, comencé a desesperarme, pero al quinto, recibí una llamada que iba a cambiar mi vida. Dijo simplemente, soy la señora Lorenz y quiero saber si está disponible, lo necesito 16 horas diarias. Respondí inmediatamente que si y ella dijo, naturalmente, debemos conocernos antes de establecer las condiciones. Quedamos a las cinco de la tarde. Me indicó la dirección y me explicó que nadie me recibiría, que debía entrar cuando el portero automático lo indicara y que una vez arriba en el séptimo piso debía repetir la operación, la puerta se abriría y luego de avanzar por un pasillo recto de aproximadamente cinco metros, debía entrar en la primera puerta a la derecha, me sentaría en un sillón granate y allí esperaría a que ella me recogiera. No debía tocar nada. Pensé, esta mujer sabe lo que quiere, mejor así, porque lo peor es cuando alguien quiere algo de ti y tú no sabes de qué se trata. Lo que quieren en esos casos es que uno les organice su demanda, que es como tener que comunicarles lo que en realidad desean sin saberlo. Eso es muy laborioso, muy cansado, como dicen por aquí.

A las cinco menos cuarto yo estaba en la dirección señalada, sentado en el café de abajo preguntándome, que clase de tarea tendría que hacer durante diez y seis horas diarias y durante cuánto tiempo. También, trataba de imaginarme por la voz casi marcial, pero sabia, como sería esa persona, cuántos años tendría, parecía educada.

Cinco de la tarde en punto, sigo las instrucciones, llamo, subo, entro, camino veintitrés pasos y me siento en el sillón que me estaba esperando, un orejero obispal.

Casi como flotando entra ella en la habitación segundos después, mirándome fijamente dice: soy la señora Laurenz, no se levante y se sienta frente a mí en otro sillón igualmente orejero, pero de piel ocre.

Le devuelvo la mirada igualmente inquisitiva, porque yo también me pregunto, quien es ella y sé que ella se pregunta lo mismo que yo.

Es una persona mayor, de edad indefinida, alta, más que yo seguramente, cabello plateado que antes debió haber sido rubio ceniza, sus ojos son también grises, se nota, misteriosamente, que es inteligente y culta, se le adivinan modales de educación antigua, de serena consistencia, de seguridad inquietante.

Fue un momento de estudio, como los boxeadores antes de fajarse, e igualmente atentos al movimiento delatante de las intenciones del otro. No se cuanto se prolongó ese instante que parecía eterno, pero creo que ambos sabíamos que el que pronunciara la primera frase quedaría en desventaja, porque avisaría al otro por donde irían los tiros y los dos estábamos a la defensiva.

Yo me preguntaba que puede querer una mujer así, tan mayor y tan firme, de un joven escribano casi notario, sin papeles, así que decidí romper el fuego y dije, y bien, usted dirá señora en que puedo servirle.

Ella me miró intensamente y dijo:

-Claro, pero antes de eso, dígame, ¿quien es usted?

Lo primero que me vino a la cabeza, fue decir “el que usted estaba esperando”, pero me pareció una soberana pelotudez, una gillipolez, como se dice aquí, de modo que comedidamente respondí:

-Un trabajador de la vida. Sabe, las cosas no son fáciles para un extranjero.

-Así que usted es de los que piensan que la vida es fácil para los que no son extranjeros.

-Discúlpeme no quise decir eso, sino, que para los extranjeros es algo más complicado.

-Ahaa! ¿Y que es para usted ser extranjero?, inquirió serenamente.

- Uno de afuera, dije, uno que no puede entrar en el lugar de los que tienen un lugar definido. Uno que ha perdido lo que tenía, uno que se ha ido de su morada originaria y que probablemente nunca volverá.

-Me gusta eso, de la “morada originaria”, suena muy romántico, y agregó como sorprendida, es usted verdaderamente joven si piensa que hay un lugar desde donde uno sale, y hacia donde debe volver. ¿Se da cuenta de que usted piensa que hay una Casa Única?

-Bueno, dije confundido, hay un país donde uno ha nacido…

-Si, me interrumpió, pero eso no quiere decir, que usted no pueda tener otra casa, otro país. ¿No le parece que conduciría a una enorme pobreza, no incorporar otra cultura, mirar siempre al mismo lado?

-Si, desde ese punto de vista tiene razón, pero, aunque uno se incorpore a otro lugar, aprenda sus códigos, siempre estará en desventaja con el nativo, siempre le faltará algo a su historia que no coincide con la del lugar, siempre le faltará algo por saber, por sentir, por conocer.

-Bueno, mire usted, dijo ahora cambiando de posición en el sillón, como si hubiera llegado mentalmente a un lugar desconocido para mí, si le falta algo por saber, por sentir, por conocer , es usted afortunado, es la posición que le conviene.

-Si, suena muy bien lo que dice, pero en la práctica, repliqué, una persona así, se siente sola, muy sola, muy ajena, muy fuera, muy desprotegida.

-Todas las personas estamos solas, todas estamos desprotegidos, por eso debemos unirnos de alguna manera, porque de alguna manera todas somos extranjeras. Y además ¿cómo sabe Ud. que yo no soy también extranjera?

-Bueno, por su apellido, he pensado que quizá sí, usted era también extranjera, dije suficiente.

-Se equivoca, yo nací en Val de San Vicente, en San Vicente de la Barquera, provincia de Santander. El Sr. Lorenz, mi marido era Suizo. Murió en la batalla del Ebro, perteneció a las Brigadas Internacionales. Había terminado la carrera de medicina seis meses antes de entrar en combate y vino a España junto con Max, y su mujer Mimí Langer. Max era cirujano y Mimi , psicoanalista austríaca discípula de Freud, trabajó durante la guerra civil como anestesista. Nos conocimos en Cataluña en el centro de reclutamiento, donde yo me había anotado como enfermera. Y para que usted no piense que yo le hablo así por cuestión de mi edad o teóricamente, le diré que cuando terminó la guerra en Alicante, me embarqué en el Stambrook hacia Oran, desde allí pasé a Francia.

Me pude reunir con mi madre en Méjico tres años después. Viví 25 años allí enseñando literatura española y química, que era la profesión de mi padre, desaparecido no se sabe donde durante la guerra. Una vez me dijeron que lo fusilaron en la plaza de Toros de Badajoz, pero su cuerpo nunca apareció.

En Méjico conocí a un exiliado paraguayo y en 1969, nos fuimos a vivir a Chile hasta la caída de Allende en el 73, luego viví 10 años en Uruguay y en el 84 volví a España. En cada país que viví, aprendí, milité, sufrí y amé.

¿De donde cree Ud. que soy yo? ¿Y dónde o cuándo soy de un lugar u otro? ¿Podría decirlo acaso? Y no piense que me hago la víctima, el emigrar es un destino humano y si me apura, de todo ser viviente que quiera sobrevivir. Los españoles somos maestros en esto. Para situarme en sus latitudes, le diré que fueron miles y miles, lo que iniciaron el descubrimiento de América. Querrá decir, “la Conquista”, agregué rápido.

- Bien, o digamos mejor, ambas cosas. Después de la independencia y a comienzos del siglo XX, fuimos nosotros, vascos, gallegos, catalanes y valencianos los que poblamos esas tierras. Junto a los italianos, agregué. Así es, dijo, secamente y continuó.

- Luego, durante los 50 y los sesenta nos desplazamos por toda Europa central, Alemania, Francia, Inglaterra y otros a Canadá, México, Venezuela, Argentina, Chile, Uruguay, etc. Fuimos no miles, millones.

- Lo sé, dije, y la generación de mis padres, se beneficiaron culturalmente...

- Ah, me interrumpió, me olvidaba que era Ud. un “joven, inteligente y culto”.

- Yo nunca dije que era “inteligente”. Pero ¿dígame, quiere Ud. provocarme?

- Provocarlo, mire joven, no soy tan petulante, pero sería lo mejor que podría pasarle a una persona de mi edad.

- Lo que intentaba decirle, es que la presencia de Alberti, María Teresa León, María Zambrano, José Gaos, León Felipe, Jesús López Pacheco, Arturo Soria, Angel Garma, Juan Cuatrecasas, Fernando Marquez Miranda, Fernanda Monasterio, Claudio Sánchez Albornoz, Manuel de Falla, Blasco Ibañez, y muchos más nos enriquecieron a todos en Latinoamérica y estamos agradecidos por eso, y quizá nosotros los de ahora, somos el efecto de todos ellos.

-Mire, Ud. mencionó a Jesús López Pacheco, que estuvo en México, y escribió un poema maravilloso, que dice algo así, como “que triste es tener espalda...”. Durante años de exilio me persiguió esa figura pensando que la espalda está para recordarnos que desde que nacemos siempre dejamos algo atrás.

-No lo conocía, pero me hace pensar, de que también, nos recuerda que marchamos hacia delante no?

Así es hijo, me dijo sin ninguna resignación.

Escuché todo como si recibiera un escupitajo agridulce, en realidad me estaba vapuleando, pero sentía que debía defenderme, que quería trabajar, pero debía decir algo que me afirmara a mi mismo y el que me llamara hijo me tocó el alma. Comprendía que era un giro lingüístico, una expresión coloquial, pero esa mujer compendiaba medio siglo de España y tenia más años de extranjera, que yo en toda mi vida. Un poco perturbado, le dije, no me ha dicho en que puede servirle a Ud. durante dieciséis horas diarias.

- Escuche joven, me susurró, si usted se ofrece como acompañante durante las 24 horas del día y además es inmigrante, culto, sensible y pide respeto, es evidente que es usted el que está solo y necesita acompañamiento.

Era algo tan irrefutable que no pude articular palabra y entonces para rematar me dijo, lo espero mañana a las 8.

Entonces pregunté, y bien, pero no me ha dicho aún para que me necesita y porqué dieciséis horas.

Para qué, ya lo veremos juntos y dieciséis horas, porque tiene que dormir las ocho restantes, ¿no le parece?


Oscar Strada