lunes, 13 de noviembre de 2017

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Mario Coll

Buenas tardes. Es un verdadero placer estar, una vez más, con todos vosotros compartiendo letras en una tertulia que es, en definitiva, lo que significa el nombre que enmarca estas reuniones:  Literatulia.  Cuando Miguel y Gustavo  me invitaron a abrir hoy el encuentro, me dieron en el rodal del gusto, que dicen en mi tierra. El extranjero es de esas novelas que iniciaban a uno en una literatura, que voy a llamar diferente, allá por los no tan lejanos años de la adolescencia cuando uno leía desaforadamente todo lo que caía en las manos. El extranjero me dejó huella, quizás por las identificaciones que despertaba ante los prematuros e incomprensibles hastíos frente a la existencia que vivía uno. Pero yendo al turrón, qué puedo decir hoy de esta novela que sigue siendo profundamente actual, a pesar de haberse escrito en 1937 y publicado en 1942.

Se puede decir, en principio, que Dios ni está ni se le espera, por lo menos para Camus. También se puede decir que es deslumbrante por dos razones: por la cantidad de sol que contiene –sólo en la página del crimen en la playa aparece seis veces la palabra “soleil”; es este un denominador constante, el sol y el calor que éste produce. Deslumbrante también porque Meursault no deja de tener algo de iluminado, de desapego budista ante los acontecimientos de la existencia (aunque a veces, desmitificando, me parece un psicópata). El propio Camus hablaba de esos momentos repentinos y fulgurantes (yendo en un taxi, por ejemplo, decía que uno cae en la cuenta, de un modo intenso, de que nada tiene sentido, del absurdo de la vida). Así pues, todo gira alrededor de un sol que, como un dios pagano, parece tener voluntad propia y destruye, entristece o ayuda: y así, derrite el alquitrán cuando tiene lugar el cortejo fúnebre, produce paisajes deprimentes y enceguecedores haciendo la vida difícil y, sobre todo, está detrás del supuesto momento azaroso del asesinato cuando deslumbra a nuestro pied-noir.

En la Poética de Aristóteles se habla de un concepto: la “hamartía”. La hamartía es ese error inconsciente –podríamos añadir nosotros— que va a desatar toda la tragedia que vivirá el héroe.

Edipo no sabe la que se le avecina cuando mata a Layo en el camino a Tebas, ni Paris la que se va liar cuando  seduce a Helena, por poner un par de ejemplos. Meursault, como él mismo termina el capítulo: “Entonces disparé cuatro veces más sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que éste se moviera. Y fue como si cuatro breves golpes llamaran a la puerta de la desgracia”. Pero antes tuvo lugar el momento aristotélico: “Di un paso hacia adelante. Yo sabía que era estúpido; que no me desharía del sol dando un paso. Pero yo  di un paso, un solo paso hacia adelante”. Ese “Pero” es crucial: “Mais je fait un pas, un seul pas en avant”. Así pues, cabe esta lectura pagana, un sol que cual dios pagano opera en la vida de los hombres llevándolos hacia destinos aciagos –tal y como ocurre en la Tragedia griega—, en este caso deslumbrando a un protagonista que incurre en un gravísimo error provocando  todo el  desgraciado desenlace posterior.

Preguntado en una entrevista de Televisión sobre El extranjero, Albert Camus contestó que se podría resumir como la demostración de que la sociedad condena a muerte a quien no llora la muerte de su madre y, por otro lado y en conexión, que el protagonista es víctima de la locura de la imposibilidad de mentir. Meursault no puede expresar aquello que no siente.

Eso dice Camus y, hasta cierto punto, es cierto. A la espera del juicio, el abogado queda horrorizado al escucharle decir: “Sin duda, yo amaba a mamá, pero eso no quiere decir nada.  Todos los seres sanos han deseado más o menos la muerte de aquellos que aman”. Por otra parte, ante momentos que podríamos considerar importantes de su vida, como la posibilidad de un traslado a París o la declaración de  amor de María, él se limita a contestar: “Cela m´est égal” (Me da igual). Esta frase, a modo de mantra, aparecerá en distintas ocasiones a lo largo del texto, sintetizando, a lo Bartleby, la postura existencial de Meursault. Dicha postura se mantiene coherente todo el tiempo con lo diseñado en El mito de Sísifo, texto escrito, por cierto, el mismo año que El extranjero. Leemos en El Mito: “Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, sueño… y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado al mismo ritmo: este camino se hace cómodamente la mayor parte del tiempo”. Podríamos decir que Camus, en El extranjero, pone imágenes a esta secuencia del Mito. Si la vida es vivida así, a mi modo de ver,  es lógico que uno busque la muerte, consciente o inconscientemente, si es que la muerte se puede buscar conscientemente.

César Vallejo lo dice más líricamente en su poema Considerando en frío, imparcialmente, cuando escribe, hablando del Hombre que lo “único que hace es componerse de días”.

Evocamos a Shakespeare y, por supuesto, a Hamlet y aprovecho esta asociación para entrar en un lugar poco o nada atendido hasta no hace mucho por los que se han acercado la novela.

Hay un término, “spin off”, que desarrolla la crítica literaria anglosajona, para referirse a los personajes o aspectos secundarios de una película o una obra literaria que van cobrando vida propia merced a la escritura de otros autores. Por ejemplo, y he aquí la razón de la asociación, Tom Stoppard hará protagonistas a dos personajes secundarios de Hamlet: Rosencratz y Guildersten, en una obra que lleva precisamente ese título.

Aquí, el spin off lo va a provocar el árabe asesinado. El árabe sin nombre, que quedará tendido en la playa, y cuyo asesinato tiene tan poca importancia que ni siquiera merece que el asesino sea juzgado por él. He aquí lo escandaloso para críticos y escritores postcoloniales argelinos.

Como dice Kamel Daoud en su libro Meursault caso revisado –premio Goncourt— que es a la vez homenaje doloroso a la grandeza de la lengua francesa, y digo doloroso porque critica severamente el trato que da Camus a sus compatriotas: “¿Has visto su forma de escribir? ¡Parece que utilizara el arte del poema para hablar de un disparo! Su mundo es pulcro, cincelado, por la claridad matinal, preciso, nítido, trazado a fuerza de aromas y horizontes. La única sombra es la de los “árabes”, objetos borrosos e incongruentes, venidos de otro tiempo, como fantasmas con un sonido de flauta como única lengua. Desde que murió su madre, este hombre, el asesino, deja de tener país y cae en la ociosidad y el absurdo. Es un Robinson que cree cambiar de destino matando a su Viernes, pero descubre que está atrapado en una isla y se pone a perorar ingeniosamente como un loro complaciente consigo mismo¿Sabes?, su crimen es de una indolencia tan majestuosa que hizo imposible cualquier tentativa de presentar a mi hermano como un mártir (chahid). El mártir llegó mucho tiempo después del asesinato. Entre  tanto, mi hermano se descompuso y el libro tuvo el éxito que ya sabemos. Y, a continuación, todos se afanaron en demostrar que no había sido un asesinato, sino sólo una insolación”.

Es extraño que ni Sartre, a pesar de su compromiso político, ni tantos otros, al hablar de El Extranjero, hicieran alusión a esa relación del pied noir con el árabe gratuitamente asesinado.

Un árabe que aparece 25 veces mencionado como tal, es decir, no hay nombre, al igual que la supuesta hermana a la que éste quiere vengar, que es nombrada como “mora” término a todas luces despectivo. “Cuando me ha dicho el nombre de la mujer, me he dado cuenta de que era una mora”-dice Meursault refiriéndose a lo que le cuenta Raymond de ella. Podemos estar de acuerdo con que aquél no sabe mentir, pero no tiene escrúpulos en participar de un engaño al escribirle la carta trampa al supuesto proxeneta. También aparece el término despectivo cuando María Cardona va a visitarle a la cárcel y se da cuenta de que está rodeada de “mauresques”.

En realidad, sin cuestionar el estilo narrativo, en el que, en palabras de Sartre, nada sobra ni falta, no podemos dejar de decir –por eso la pertinencia de nuestro spin off— que la puesta en escena es una total falacia. No es para nada creíble que un pied-noir sea juzgado, y mucho menos condenado a muerte por la muerte de un árabe en una Argelia ocupada que pagará con un millón y medio de sus hijos la ocupación francesa. Además, el abogado siempre habría podido presentar el caso como un caso de defensa propia fácilmente, y más aún teniendo en cuenta que no hay más testigo que el sol inductor en la escena del crimen.

Si tenemos en cuenta que la población no superaba los diez millones de habitantes, estaríamos hablando de un genocidio –nunca mejor dicho—que diezma  al diez o quince por ciento de esa población. Mientras tanto, Camus habla de árabes, término contra el que se rebela también Daoud. Éste dice: “Es como si al referirnos a franceses o españoles dijéramos siempre blancos o cristianos sin reconocer singularidad alguna”. Más imperdonable teniendo en cuenta que Camus nace y vive en Argelia, con lo cual conoce mucho mejor los registros que puede utilizar para referirse a sus habitantes. Evidentemente, no se juzga a Meursault por matar a un árabe. El crimen es un pretexto para sentarle en un banquillo, pero he ahí lo obsceno del asunto, caminamos despreocupadamente por encima del cadáver del árabe sin nombre.

Escribe Camus tomando al extranjero como paradigma del absurdo: “El hombre absurdo no se suicidará. Él quiere vivir, sin abdicar de ninguna de sus certezas y sin mañana, sin esperanza, sin ilusión, sin resignación tampoco. El hombre absurdo se reafirma en la rebelión. Se fija en la muerte con una atención apasionada y esta fascinación le libera. Conoce la divina responsabilidad del condenado a muerte”. Me gustaría haber tenido la oportunidad de preguntarle a Camus ni no se le pasó por la cabeza que el árabe, a lo mejor, también quería vivir para poder participar de la condición absurda de la vida, y que para ello quizás había que empezar por ponerle un nombre.

Muchas gracias por la atención

Mario Coll

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Gustavo Dessal

El extranjero fue publicado en 1942. Veinte años más tarde, Hanna Arendt escribió Eichmann en Jerusalem. Informe sobre la banalidad del mal. A pesar de pertenecer a géneros diferentes (ficción y ensayo respectivamente), ambas obras se copertenecen, y prosiguen la investigación abierta por Kafka: indagar en la naturaleza del mal, del mal que no resulta de una acción impulsiva y desatada, del mal como manifestación de una pasión irrefrenable. No hay malvados en la obra de Kafka. Solo gente que hace su trabajo al servicio de un poder superior que permanece en la sombra y presuntamente encargado de gestionar el orden y el funcionamiento de las cosas. Eso que se llama una burocracia. Meursault no es Eichmann, sin duda. Es mucho más misterioso, pero en cierto modo lo anticipa. Es una versión torpe y más modesta que el modelo Eichmann, que fue un prototipo más avanzado de deshumanización, de pieza en la maquinaria de la muerte a escala industrial. Eichmann se declaraba obediente a órdenes que emanaban de una instancia superior, y a la que se entregaba sin oponer ninguna objeción. Meursault (apellido en cuyas letras está el verbo “meurt”, “muere”) en cambio no parece obedecer a nada ni a nadie. Pero ambos personajes se reúnen en un factor común, que al día de hoy sigue formando parte de los grandes enigmas. Me refiero al problema de la causa. No hay nada en la personalidad de Meursault a lo que pueda atribuirse una causalidad explícita y clara que explique su crimen. Tampoco el informe de Hanna Arendt logra resolver el misterio de Eichmann. Uno de los aspectos en mi opinión más logrados en la novela de Camus es la manera en la que el fiscal argumenta su acusación y convence al jurado: las declamaciones son magníficos ejemplos de oratoria y, al mismo tiempo, resultan totalmente absurdas. Se demuestra la maldad intrínseca del acusado porque llevó a su madre a un asilo. Porque no recordaba su edad. La noche anterior a su entierro fumó y bebió café con leche. No derramó una lágrima. No quiso ver el cadáver. Al día siguiente, de vuelta en su casa, fue al cine a ver una comedia y tuvo un encuentro con una mujer. Hagamos el esfuerzo de imaginación y agrupemos en un conjunto a todos los hombres que han ingresado a su madre en un asilo, que no recordaban su edad, que el día de su muerte fumaron junto a su cadáver, bebieron café con leche, no lloraron ni quisieron ver el cuerpo y, para colmo, al día siguiente fueron al cine y se acostaron con una mujer. Ahora demos un paso más y nombremos a ese conjunto como el Conjunto de Seres Abominables. El ejercicio mental desemboca en algo incongruente.
         
Desde luego, Meursault ha cometido un crimen, ha quitado una vida, pero no es un monstruo ni un ser perverso. Fue precisamente eso lo que atrajo la atención de Hanna Arendt durante el juicio a Eichmann. Ni Camus ni Arendt utilizan estos términos, pero hay algo que tienen en común a la hora de trazar su personaje el primero, y estudiar el suyo la segunda: ninguno de los dos da muestras de gozar del crimen. Añado una observación de Lacan: no sabemos qué es estar vivo. Solo sabemos que un cuerpo vivo goza. No sabemos de qué gozan los cuerpos de Meursault y Eichmann. No sabemos, por tanto, si están vivos. No afirmo que no lo estén. Solo digo que no sabemos de qué gozan.

No voy a entrar en la cuestión psicopatológica. Podría hacerlo, tanto en la novela de Camus como en el informe de Hanna Arendt. La filósofa, como es lógico, no posee los instrumentos clínicos para analizar la presunta normalidad de Eichmann. Solo puede constatar que es alguien que no piensa. No es una persona mala ni buena. Es simplemente una persona que no es. Eichmann se parece mucho a una persona normal porque carece de rasgos patológicos ostensibles, al igual que Meursault. No hay en ellos ni odio ni pasión de ninguna clase. Ambos son, en apariencia, capaces de razonar. Pero a poco que se indague, descubrimos que se trata de un raciocinio particular. Los dos funcionan como mecanismos que están despojados de juicio. Los dos son modelos que adelantan una forma de subjetividad que puede confundirse con la normalidad. Más aún: una forma de subjetividad que puede muy bien convertirse en lo que actualmente se expresa como “the new normal”, algo así como “la nueva normalidad”. Nadie hoy repararía en el detalle de que alguien fume al lado de su madre muerta, o beba café con leche. Y no es que el fiscal se equivoque. Por el contrario, su perspicacia es extraordinaria. Es un clínico magistral, solo que debe sostener con argumentos de contenido banal el hecho de que Meursault puede pasar por una persona corriente, aunque en el fondo haya en él algo que lo distinga de la mayoría de las personas. Y debe apelar a esos argumentos porque, sin duda, no posee los datos que el lector sí tiene acerca de Meursault. El lector sí sabe que Meursault, aunque viva una existencia corriente, es al mismo tiempo alguien que está separado de la vida. Meursault vive en la pura conciencia de sí, y es desde esa conciencia como observa y procesa los datos del mundo. En el interior de esa conciencia está perfectamente resguardado de todo lo que lo rodea. No elige nada, no desea nada, y no proyecta nada. Su voluntad se reduce a aquello que es indispensable para la supervivencia. Es frugal, medido, no destaca, no tiene opiniones ni convicciones fuertes de ninguna clase. Se adapta a todo, incluso a la celda en la que será recluido. La costumbre es un elemento de orientación. Tiene un deseo sexual por Silvie, es cierto, pero ese deseo es a la vez algo insustancial. Ni siquiera podemos aferrarnos al deseo bajo la modalidad homosexual que en varios momentos se sugiere en la atmósfera de los diálogos entre el personaje y los otros protagonistas masculinos.

No es posible evitar la tentación de ahondar en la relación de Meursault con su madre. El dato fundamental es el hecho de que la única mención a lo que la unía a ella sea el siguiente: “Después del almuerzo, deambulé por el apartamento. Era cómodo cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y tuve que trasladar la mesa del comedor a mi cuarto. Vivo solo en ese cuarto, entre las sillas de enea un poco encorvadas, el armario en el que amarillea la vajilla, la mesilla y la cama de bronce. El resto está sumido en el abandono”. Presumimos que la vida exterior de Meursault no ha cambiado desde que su madre ingresó en el asilo. Sin embargo, algo fundamental cambió en la casa. Meursault se exilió a su cuarto, y el resto del territorio se convirtió en un desierto deshabitado. Desde la perspectiva del sujeto, podríamos decir que Meursault está cautivo en sí, y es al mismo tiempo ese desierto deshabitado. Meursault deshabita el mundo. Es allí un extranjero, pero uno que no puede darse cuenta de su extranjeridad, puesto que todo le resulta perfectamente comprensible. Solo en escasos momentos, en los que es espectador de su propio juicio, experimenta momentos fugaces de perplejidad. Pero rápidamente se repone y recobra el sentimiento de que todo aquello que lo rodea sigue un curso perfectamente trazado y una lógica a la que no cabe oponerse. Sólo lo veremos despertar a cierta forma de humanidad hacia el final, ese glorioso final que le da Camus al relato, en el encuentro de Meursault con el confesor. Por primera vez vemos al protagonista esgrimir un argumento. Por primera vez percibimos en él un atisbo de afecto, de pasión, de energía, con la que se opone vivamente a toda reconciliación con la idea de Dios. Es el único momento en el que defiende con ardor una idea, una convicción, una toma de partido. No a Dios. No quiere ser rescatado, ni salvado, ni perdonado. No está dispuesto a llamar “Padre” al confesor. Meursault es el hombre que no cree en el padre.
         
En ese sentido, Camus anticipó al sujeto contemporáneo y, como corresponde a  los grandes genios, fue un auténtico visionario.
                                                                  
Gustavo Dessal

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Miguel Alonso

La novela de Camus, El extranjero, nos permite traspasar los límites de lo que, a primera vista, se nos presenta como el territorio de especulación moral de una sociedad mojigata. Y es que la llamativa posición del protagonista Meursault –que es como una gota de aceite en el mar de esa moralidad— solicita indagar las profundas implicaciones que ella sugiere para adentrarnos en territorios muy fecundos relativos a la estructura del sujeto.

Dos planos diferenciados y contrapuestos, el del indolente Meursault por un lado, y un abigarrado plano moral que atraviesa la novela desde el anuncio de la muerte de la madre hasta la condena por el tribunal. Y lo que se nos impone no es la división entre ambos, ni siquiera la fractura, pues para ello sería necesario que en alguna ocasión estuviesen unidos. Lo que se nos impone verdaderamente es la falta de articulación, la imposibilidad de articulación que se produce entre esos dos planos. Insisto, no hay entre ellos ninguna posibilidad de articulación en una unidad indisoluble, y ello porque Meursault es, simplemente, una alegoría de aquello que no puede ser reducido por el plano moral, es lo que queda como resto del esfuerzo por reducir todo lo humano al régimen legal, religioso o científico. Algo se sustrae, y eso es lo que simboliza Meursault.  

Más allá de la atmósfera realista que pudiéramos derivar de esos lugares comunes, las amistades, los vecinos, los amores, los paseos por la playa, las instituciones, etc., etc., también puede leerse la novela de Camus, repito, como una alegoría. Porque hay algo etéreo en la novela, algo que no acaba de adquirir la consistencia de los objetos del mundo y que puede tener que ver más con una idea necesariamente abstracta. Me refiero al tedio, al aburrimiento, no de los objetos del mundo, sino un tedio del vacío del ser, del agujero, de la ausencia, de la nada, o como queramos llamarlo. Y esas ideas es lo que, a mi modo de ver, viene a simbolizar Meursault. Desde nuestro lugar simbólico podríamos pensar que Meursault tiene una relación extraña con los objetos del mundo. Lo que ocurre es que no podemos plantear que Meursault no esté en el mundo de los objetos, creo que sería más acertado decir que él es El Objeto del mundo, así con mayúsculas.

Los primeros capítulos de la novela sugieren ciertas similitudes de nuestro personaje con Bartleby el escribiente de Melville, quizá no en su absoluta radicalidad, pero en lugar del “preferiría no hacerlo”, Meursault podría decir: “tanto me da” o “me da igual”. Diría que es la página blanca sobre la que se escriben, únicamente, monosílabos lacónicos, o sintagmas que parecen serlo de ese tedio profundo del que hablaba en el párrafo anterior: “nunca respondía directamente”, “no me gusta”, “me levanté sin decir nada”, “por hacer algo”, “no me acuerdo de nada”, “nada dije”, “me daba igual”, “a mí me daba lo mismo”, “no había esperado nada en absoluto”, “me sentí un poco aburrido”, “no tenía ambición”, “no quería”, “no sabía”, “Respondí que no me parecía nada”, “no respondí”, “me callaba”, “no sé” “nadie puede saber”, “nunca se sabe”, “pensé que debía cenar”, “nada tenía que añadir”, “no se cambia nunca de vida”, etc., etc.

Todas estas frases vienen a señalar que, cuando me refiero al tedio, al aburrimiento, lo que sugiere Meursault no es un cansancio de las cosas, un cansancio del mundo, sino un tedio que tiene que ver con una alusión a ese agujero infinito del ser, indiferente al sentido de lo humano. Meursault parece acoplar todo su mundo, y su mismo cuerpo, a la forma indefinida de ese agujero, hasta el punto de confundirse con él en ese tedio que ni se ocupa de los objetos, que le son indiferentes, que no le afectan. Por eso Meursault es el mismo tedio, no de la conciencia, sino del ser y, por tanto, el objeto, la Cosa.

Para Meursault, las cuestiones morales, las convenciones, el amor, etc., etc., no son siquiera adornos superfluos. Es como si hubiera nacido fuera de las palabras, lo cual implica que no puede entrar en las instituciones humanas. En este sentido, poco puede importarle la sentencia de muerte, porque nunca estuvo vivo, pues estar vivo supone vivir en un mundo de palabras y de instituciones.

Tomado en el sentido alegórico que estoy planteando, cuál sería el auténtico estatuto de Meursault. ¿Está sujeto Meursault al lenguaje? ¿Es un sujeto de la culpa? ¿Existe en él un auténtico desarraigo, como en todo sujeto, que le haga imprescindible la recurrencia al Otro? ¿Opera en él el deseo? ¿Opera la ley?  

Diría que, como sujeto, uno siempre tiene una opinión sobre lo que está bien o mal, hasta dónde se puede llegar o dónde hay que parar cuando se está ante un hecho concreto. Y lo cierto es que, por ejemplo, cuando su amigo le pide ser cómplice en el maltrato a su amante, uno tiene la impresión de que Meursault puede hacer cualquier cosa que se le pida, independientemente de la consideración moral que merezca el hecho. Sería igual que le pidiese la complicidad en el mal como en el bien. Lo mismo ocurre en el asesinato del “árabe”, pues no apreciamos ahí animadversión, ni odio, ni siquiera surge algún afecto, sino que el asesinato, más bien parece un movimiento involuntario surgido del mismo cuerpo. Es un pasaje al acto que no parece determinado por un sujeto del inconsciente. Es decir, todo sugiere que no encontramos en él un límite simbólico o legal ante los acontecimientos. Y eso no es ser sujeto.

Insisto, desde el lugar de la alegoría, encuentro a Meursault más próximo al objeto, en el sentido  de que se sitúa en una identificación con la zona irrespirable de lo humano. En este sentido, podemos evocar una cita de Jacques Lacan cuando, en el Seminario 7, refiriéndose al aburrimiento, lo plantea como: “respuesta del ser ante el acercamiento de un centro incandescente o de cero absoluto que es psíquicamente irrespirable(J. Lacan. Seminario 7) Y, verdaderamente, Meursault parece acercarse sobremanera a ese cero absoluto.

Irrespirable para quién. Para las instituciones. Meursault representa para la institución religiosa, para la judicial, para la social, ese cero absoluto, ese objeto malo, irrespirable, ese objeto que hay que destruir a toda costa. Y ello puede ser así porque, considerando los dos planos de los que hablaba al comienzo, Meursault representa, para la moral, para la religión, para la educación, no un personaje que haya llegado racionalmente a asumir un vacío existencialista. Es que no tuvo que hacer siquiera ese tránsito, porque Meursault es, para la moral, un objeto malo, el mismo sinsentido. Él sería la misma forclusión del sentido al identificarse con el vacío del ser, con “el objeto”. 

Es evidente que para lo institucional, para todo el entramado simbólico de una sociedad, sea mojigata o no lo sea, Meursault es un agujero central que cuestiona el saber instituido. Así se presenta ante el juez religioso y ante el juez legal. Y lo potente es que el mismo párroco llega a vacilar ante ese cuestionamiento, lo cual sugiere que ningún saber instituido es capaz de coser todos los rotos que un tedio tan absoluto, central y radical, como el de Meursault, provoca en el entramado simbólico.

En este sentido, la moral que circula por la novela de Camus viene a mostrarse como esa autoridad que viene a taponar la ausencia que simboliza Meursault, esa autoridad que trata de detener la hemorragia que amenaza con dejar vacío el sentido de lo humano.

En otras palabras, la novela de Camus hay que inscribirla más allá de cualquier tratamiento moral. Traspasa la crítica sobre ese Otro moral que juzga y que carga de culpa a lo humano. Bien dice Meursault cuando dice: “no es culpa mía”. Porque Camus no nos sitúa ante el hombre de la culpa ni de la religión. Es claro que ninguna moral, ninguna religión, puede rectificar esa posición que simboliza nuestro singular Bartleby. Si acaso, lo que hace Camus en El extranjero es contraponer dos de las instancias que conforman lo humano, lo simbólico –de lo cual son guardianes las instituciones— y lo real, es decir, ese cero absoluto en el que parece moverse Meursault como pez en el agua.

Y si en el comienzo hacía referencia a la imposibilidad de articulación entre ambas, no es porque esas dos instancias no puedan vivir en el mismo personaje o en la misma institución. Todo lo contrario. Más bien, la moraleja que podemos extraer es que en el mismo centro de la institución simbólica, así como en el centro del sujeto, hay algo indecible, extraño, ajeno, extranjero, pero demasiado íntimo. Y la buena Literatura ha de proceder en contra de la ley para enseñarnos, de forma radical, nuestra zona de incandescencia como la verdad de lo humano. Y esa verdad es lo que nos hace padecer, aquello por lo que sufrimos: nuestro cero absoluto, el cero absoluto que simboliza Meursault.

Miguel Alonso