miércoles, 1 de mayo de 2013

Graciela Sobral abre la tertulia sobre El ruido de un Trueno de Ray Bradbury

En primer lugar quisiera agradecer a Miguel Ángel, a Gustavo y a Alberto la invitación para abrir la tertulia de hoy, pero en particular a Alberto Estévez, que me insistió bastante y me ofreció esta pequeña joya.

Soy aficionada a la ciencia ficción, me gusta mucho Ray Bradbury, que es uno de los primeros autores de este género que he leído y no conocía este texto, así que me dispuse a su lectura como a un delicado festín, del que debía dar cuenta después con un comentario. Pero me encontré con un cuento que, de entrada, por lo menos, no es nada fácil de comentar. Su lectura aturde como el ruido de un trueno: algo real, sin sentido, amenazador, que produce desconcierto y congoja. Quedé anonadada, no sólo por la lectura en sí, que es muy impresionante, sino porque debía hablar sobre él y su efecto fue dejarme sin palabras.

Entonces recurrí a internet para informarme sobre el ruido del trueno, la teoría del caos y el efecto mariposa. Ray Bradbury, estudioso autodidacta, estaba muy al tanto de los avances científicos y escribió este cuento en 1952 (publicado finalmente en su libro Las doradas manzanas del sol). La teoría del caos aparece en los años 60, a partir de las investigaciones de un meteorólogo llamado Lorenz. O bien Bradbury se adelantó genialmente a estos estudios o bien estaba al tanto de ellos. En cualquier caso, pensó que el mundo cambiaría muchísimo en un siglo, ya que esta increíble historia transcurre en 2055. Estamos todavía lejos de semejantes adelantos científicos, o tal vez no, y no lo sabemos.

En primer lugar, se puede pensar que su relato es una especie de homenaje a esta investigación y que la utiliza como escenario para poner en juego una idea sencilla: el hombre, con el auxilio de la ciencia y de la técnica, cree que puede controlar y manipular, en nuestro caso, la naturaleza, el tiempo y la vida misma, pero los actos tienen consecuencias y éstas son incalculables aunque se intente tener todo bajo control. Por otra parte, sugiere la idea de que nuestro mundo podría haber sido, tranquilamente, otro. Algo tan aparentemente nimio como la vida de una mariposa puede cambiarlo todo.

¿Qué nos dice el cuento? Habla de la omnipotencia y, también, de la tontería del hombre relatando una historia mínima que nos llena de inquietud. El hombre construye y destruye su propio mundo, en muchas ocasiones, de la manera más banal.

La historia mínima tiene cinco personajes, de los cuales, dibuja el perfil de dos, o tres: Eckels, el cazador; Travis, su guía y Lesperance, que pertenece también a la compañía Safari. Ésta es una empresa que se dedica a organizar expediciones de caza muy particulares: mediante una especie de túnel del tiempo llevan a los cazadores a la época histórica en la que pueden encontrar el animal elegido, y les permiten capturar su presa, siendo éste un animal a punto de morir. Es decir, ofrecen la posibilidad de la caza de tal forma que es como si, en el registro de la historia, ese hecho no hubiera ocurrido, como si ese animal no hubiera sido asesinado, como si el hombre no hubiera intervenido allí de ninguna manera. Una especie de operación quirúrgica perversa. Sin embargo, la empresa sabe de su osadía. Al comienzo el oficial dice: “no garantizamos nada, excepto los dinosaurios.”

El ruido de un trueno

El trueno se desplaza mediante ondas explosivas (y no mediante ondas acústicas). Estas ondas explosivas son más rápidas que el sonido, y llegan desde un lugar remoto. Un trueno fuerte y brusco, que se oye inmediatamente después de la fulguración, es engendrado por una onda explosiva que aún no se ha destruido, que permanece viva, actuando en la distancia. El ruido del trueno puede alcanzar una cantidad de decibelios que lo sitúa en el umbral del dolor para el ser humano. Es decir, podemos pensar el ruido del trueno como la voz espantosa e insoportable de algo remoto y vivo.

Eckels

Eckels emprende su aventura después del tranquilizador triunfo del demócrata Keith sobre el tirano. Pero su pieza más preciada, el tyrannosaurus rex se transformará en su peor pesadilla y en su camino al horror y a la muerte.

El miedo de Eckels, por otra parte, es lo que va a agujerear la omnipotencia del proyecto. Eckels dice que no puede matar al tyrannosaurus, ¿se trata del encuentro con un límite? Entiendo que sí. En ese sentido Eckels  representa lo “humano”, es el que se divide frente al monstruo, el que teme, el que se equivoca, el que hace fracasar todo. Porque los otros participantes, más desdibujados en el relato, parece que pueden moverse en ese otro mundo como si no fuera “otro”, respetando las reglas, haciendo lo correcto. Por otro lado, si bien Eckels representa lo humano, representa lo peor de lo humano, lo más pusilánime, lo más mediocre.

Entonces, frente al hecho del encuentro con ese ser tan real, tan inasimilable, Eckels se asusta, aturdido sale fuera del camino que debía llevarlo a la Máquina y pisa la tierra prohibida. Al volver al presente, con barro en los zapatos y la mariposa muerta, descubre, con horror, que las cosas son distintas. Algo que llega rápidamente de un lugar remoto, afecta nuestro presente; algo sinsentido como un ruido amenazador. Pudo parecer que lo amenazador era la naturaleza: el rayo, el tiranosaurio, ¡hasta la misma mariposa! Efectivamente, hay algo incalculable y, por lo tanto, atemorizante, en la naturaleza que el hombre pretende dominar. Pero no se trata fundamentalmente de eso.

El monstruo (o el dios) que Eckels no pudo matar le reaparece, como una pesadilla, en el presente. Con la misma espantosa sorpresa que produce el ruido de un trueno, o la presencia de la bestia, encuentra un mundo distinto. La ortografía ha cambiado, las palabras se escriben de otra manera, lo que estaba escrito se reescribe. Él, con su desobediencia de las normas, con su miedo, ha reescrito la historia de la peor manera.

El texto dice, al final: “Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa con dedos temblorosos. - ¿No podríamos – se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina, - no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…? No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba. El ruido de un trueno.”

Este párrafo me evocó algo que ya comenté en otra ocasión, en relación al cuento El rastro de tu sangre en la nieve, de Gabriel García Márquez. Eckels, en el último momento, pretende reparar la herida, pero la herida ya se ha producido, no se puede volver atrás ni aún disponiendo de la Máquina del Tiempo. Como he dicho más arriba, las consecuencias de los actos son incalculables e imborrables.

En este caso, el hombre pretende intervenir en la naturaleza, que es una metáfora de los orígenes, que es el comienzo de la historia, como si no lo hiciera, como si eso no tuviera consecuencias. Eckels quiere volver atrás y animar a la mariposa, para recuperar su mundo y su propia vida. Pero eso es imposible.

La maravillosa descripción que hace Bradbury del mundo prehistórico me recordó a la película Blade runner, sobre todo, al monólogo final del replicante Roy Batty, “hora de morir”, cuyas palabras forman parte de la historia del cine y de una poética. Dice: “Yo…he visto cosas que vosotros no creeríais… atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”

Cada momento de la vida, de la historia, se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia, salvo que alguien pueda contarlo, escribirlo, hacerlo trascender. Ambos, Eckels y Roy Batty, vieron mundos imposibles, el pasado y el futuro. Eckels no es un replicante, es un ser vivo. Pero él no tiene la dignidad ni la grandeza final del replicante, él no vio nada de todo lo que hubiera podido ver. Estuvo en otro mundo, ciegamente, buscando un objeto, una pieza más, la más importante de su colección y cuando vio algo, se horrorizó. Ceguera y miedo. Ambos mueren. Uno, arrepentido, culpable y, a la vez, sin entender nada. Al otro, al replicante, le llega la hora de morir pero antes tiene algo que decir. Sin ser humano, no pasó por este mundo en balde. Cierra un ciclo, puede dar cuenta de algo.

Para concluir este breve comentario quisiera comentar cierta semejanza estructural entre lo que ocurre en el cuento y el psicoanálisis.

La experiencia analítica nos enseña que “volver” al pasado, pensarlo, repensar los acontecimientos y nuestro lugar en ellos, cambia el presente (porque nos permite ver y experimentar las cosas de otra manera) y permite abordar el futuro desde otro punto de vista. Aunque ya no se trata del “efecto mariposa” sino de la lógica del inconsciente y del dispositivo analítico. Poder ver la propia historia desde otro punto de vista cambia el futuro. Aunque, evidentemente, no se trata de la experiencia siniestra que relata nuestro cuento.

Graciela Sobral

Comentario al cuento "El ruido de un trueno", de Ray Bradbury, por Alberto Estévez

Nuestro planeta es un lugar excepcional para la Ciencia; reúne una serie de condiciones que han favorecido la aparición de eso que conocemos como “la vida”, y digo excepcional porque este hecho no es tan común, el conocimiento científico explorando hasta los confines de un universo en expansión no ha podido aportar pruebas de otros lugares en los que se dé este misterioso hecho que es la existencia de seres con vida propia.

Posiblemente, decir vida propia sea un exceso, ya que ésta solo es concebible en un sistema que ha favorecido su surgimiento; por tanto, decir que la vida nos pertenece no hay duda que es un hecho de lenguaje,  porque por mucho que seamos seres de palabra estamos constituidos también por la materia de la que está hecho nuestro planeta, somos naturaleza, y aunque la potencia simbólica del lenguaje consiga atravesarla desnaturalizándola en nuestros cuerpos, afortunadamente el lenguaje no liquida nuestra vida, ahora bien, esa parte de vida late por fuera de ningún orden establecido.

Cuando hablamos de naturaleza tendemos a decir muchas cosas, por ejemplo, decimos que la naturaleza es caprichosa. Nos gusta decir eso a falta de un significado que nos explique el porqué de algunos fenómenos naturales que suceden sin posibilidad de control, contamos los segundos entre el impresionante resplandor del rayo y el estallido del trueno para saber qué lejos se encuentra de nosotros la tormenta, y así, por muy fuerte que éste pueda atronar nos decimos, a ver, …5,…6 segundos, por 340m/s: ah, bien, está a más de 2 kms, no hay peligro.

Bueno, no quiero asustarlos, pero sí hay peligro. Esta misma semana escuché la noticia de un muchacho que había recibido la descarga de un rayo en 5 ocasiones, si bien las dos primeras distaban en el tiempo, las otras tres sucedieron en el espacio de breves minutos, le cayeron 3 rayos seguidos. Claro, como somos seres de lenguaje empecé a pensar que quizá este pobre hombre se dedicaría a algo en relación al metal y que siempre la tormenta lo pilló trabajando, o puede que sus niveles de ferritina en sangre fueran extraordinariamente elevados, no es tan extraño, y su propio organismo atrajera la electricidad como un imán. No dijeron nada de eso en la noticia y acabé pensando, la naturaleza es caprichosa, y sobre todo la del hombre, la de este hombre, porque había sobrevivido a todas las descargas.

El tema de la naturaleza es recurrente en la literatura, mucho más de lo que en un principio podríamos pensar; este curso la naturaleza ha sido protagonista en al menos la mitad de las obras que llevamos comentadas; El Informe de Brodeck, El Mapa y el Territorio y El río del Edén son claro ejemplo, sin olvidar el terremoto que sacude a nuestro ruletista al final de la obra. Y hoy, el ruido de un trueno.

La literatura es depositaria de aquella preocupación e inquietud que la naturaleza y sus manifestaciones producían en los hombres de la prehistoria, y Bradbury recoge este testigo para aplicarle su maestría y así contar una historia que nos enfrente al misterio que supone estar vivos, poniendo en tensión lo real que la vida supone con la acción de la ciencia, o si prefieren con el intento de cernir dicho real, explicarlo y acotarlo, dominarlo en suma. En mi lectura esto está presente desde el inicio del relato, en el que el autor establece las condiciones sobre las que la trama se desarrollará colocando los raíles para que el vagón comience a deslizarse. La flema tibia, la pregunta por si regresará vivo están desde el mismo comienzo; ¿hay garantías? NO GARANTIZAMOS NADA, le dicen, pero el texto exceptúa que de algo sí podemos estar seguros por su carácter inexorable, la muerte es la única compañera fiel del hombre, y ni siquiera una máquina del tiempo que lo lleve de regreso hasta la semilla, podrá librarlo de ella.

Seguramente la mayoría de ustedes conozcan el famoso apólogo llamado “El gesto de la muerte”. Parece ser que procede de la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y también está presente en la tradición musulmana sufí de los siglos posteriores. Tiene múltiples versiones, se conoce también como “Cita en Luz”, “Salomon y Azrael”, “El jardinero de la muerte” o “Cita en Samarkanda” entre otras. Es muy breve, les cuento la versión que yo conozco: un criado acude al mercado a comprar y se encuentra con la muerte, cruzan sus miradas y el criado regresa despavorido a casa de su señor para contarle que vio a la muerte esa mañana en el mercado, y le pide un caballo para salir de viaje de inmediato porque al haber encontrado su mirada quizá la muerte haya venido a buscarle, huirá lejos, se irá a Samarkanda para que la muerte no pueda encontrarle. Su señor que lo ve aterrado le concede su permiso y el criado parte al instante, pero el señor siente curiosidad y encamina sus pasos al mercado, donde efectivamente, se encuentra con la muerte a la que se queda mirando muy fijamente, la muerte que lo nota se acerca al señor a preguntarle por qué la está mirando de ese modo, entonces él pregunta -¿eres la muerte? –Sí, ¿por qué lo preguntas? –No podía creerlo, mi criado dijo haberte visto y vino muy impresionado a la casa para contármelo. A lo que la muerte contestó –Sí, a mí también me sorprendió verlo aquí, porque tengo esta noche una cita con él en Samarkanda.

Se dice de este apólogo que busca narrar la lucha entre la vida y la muerte, yo no estoy tan seguro que exista tal lucha, más bien me parece que podemos extraer ese carácter de inexorabilidad que la muerte supone como único destino seguro para el ser vivo, y el apólogo, que efectivamente componemos con palabras, es un intento de simbolizar algo que no se presta a ello, algo que insiste en su opacidad, y que cuando utilizamos una manera menos poética que la que este apólogo nos brinda designamos con el consabido “la naturaleza es caprichosa”, a lo que ese amigo ocurrente que todos tenemos podría apostillar: “y si no que se lo pregunten al hombre del tiempo”.

¿Qué cosa más absurda pone en relación Bradbury, no? Un safari y una máquina del tiempo, uno imagina multitud de aplicaciones apasionantes para una máquina del tiempo que no un safari, casi hasta por cómo está redactado el cartel, parece un poco para tontos, aunque entiendo que alguien podría objetarme que el tonto soy yo al no darme cuenta de las ventajas que tendría evitar desplazamientos a hurtadillas hasta Botswana para matar elefantes, se sube uno a esta máquina y listo.

La ciencia siempre ha tenido ese afán más o menos velado de oponerse a algo que es real; la vida es breve para los que están vivos como nos dice Bradbury; ¿qué animales vivían mucho tiempo?, muy pocos. La ciencia se enfrenta a un abismo insondable que el texto expresa, la jungla era alta y la jungla era ancha, los sonidos que llenan el aire y todo tipo de criaturas nacidas del delirio de una noche febril, llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. Frente a esta inmensidad inconmensurable la ciencia no puede más que oponer un estrecho sendero, un estrecho sendero frente a la pesadilla.

Este sendero, de límites muy reducidos, es el camino que nos depara el cientificismo, un camino por el que debemos deambular todos, todos por el mismo, sin considerar las diferencias que nos distinguen, todos bajo el mismo mandato: NO SE SALGA DEL SENDERO. Y a esto se le suma, Bradbury no se lo deja en el tintero, la falta de posicionamiento ético: si le pasa algo no somos responsables. Comprobamos que no hace falta esperar hasta 2055 para ver cómo se ha impuesto en nuestros días este modelo, cada vez que firmamos nuestro consentimiento a una prueba o a una intervención médica exoneramos al médico de su responsabilidad, efectivamente doctor, usted no es el responsable, soy yo como testimonia mi propia firma. No es extraño que al vernos en esa situación nos sintamos como el protagonista del relato, y cuando leemos en el papel todos los riesgos a los que estamos expuestos a causa de lo que nos tienen que hacer podemos llegar a repetir palabra por palabra lo mismo que dice el personaje del cuento; ¿tratan de asustarme? No, usted haga lo que le digo, siga por el sendero sin salirse.

Los límites de ese sendero se han ido configurando a lo largo de la historia de la ciencia. En la rama que encarna la física fue revolucionario el cambio que supuso pasar del determinismo científico a un entorno más próximo al carácter probabilístico del Principio de Incertidumbre, formulado por Werner Heisenberg en 1927. Fue el paso de un pretendido conocimiento absolutamente preciso al registro de cierta indeterminación, la indeterminación que afecta a la expedición y que hace imposible predecir si volverán con vida.

Posteriores a todo esto y casi llegando hasta nuestros días, y evidentemente fruto de la formulación del principio de Heisenberg, aparecieron los desarrollos de la teoría del caos, el pionero de dichos desarrollos fue Edward Lorenz, fallecido hace pocos años. Él fue quien acuñó el término efecto Mariposa para designar lo que ocurría en ciertos sistemas dinámicos muy sensibles a las variaciones en sus condiciones iniciales. Sin entrar a la complejidad que todo esto implica porque mis propias limitaciones me lo impiden, lo cierto es que tanto la teoría del caos como el efecto mariposa están mucho más próximos a nuestro día a día de lo que en un principio pudiéramos pensar. Los desarrollos de la teoría del caos inspiran las previsiones meteorológicas, no siempre con gran fortuna, ya saben que la naturaleza es caprichosa, y el efecto mariposa ha sido muy explorado en el cine, quizá el ejemplo más popular, a parte de aquel episodio en el que Homer Simpson cambia el futuro al matar un insecto en la prehistoria, sea la película Babel, en la que varias tramas se afectan unas a otras aunque sus personajes viven en puntos muy distantes del globo.

Pero una máquina del tiempo, una verdadera máquina del tiempo le hace pensar a uno si estamos definitivamente sentenciados a no saber nada de esa inmensidad, si no hay posibilidad alguna de entender este condenado misterio que llamamos vida, que nos rodea por doquier y del que formamos parte en tanto materia orgánica viva. Una máquina del tiempo para hacer posible volver atrás y empezar de nuevo, para poder conjurar la muerte en su paso implacable y volver a vivir otra vez, una máquina que tuviera la facultad de resucitar a una pequeña mariposa.

Alberto Estévez

Miguel Ángel Alonso comenta El Ruido de un Trueno, de Ray Bradbury

El goce y el mal desprecian la gramática.

El ruido de un trueno es un texto que, por su atinada intuición, atraviesa los años sin perder nada de su vigencia en cuanto a su pensamiento. Fue publicado en 1952 –tiempo conocido como “la era atómica”— pocos años después del lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaky. Intuyó en la persona de su protagonista Eckels, y de forma clarividente, la infinita servidumbre de los seres humanos a los productos de la ciencia y la tecnología, más concretamente, a los objetos técnicos. Pero, a la vez, intuyó la devaluación que, paralelamente, iría sufriendo lo que hasta el momento es esencial en la vida de los sujetos: el lenguaje y sus productos, a saber, las lenguas y sus gramáticas.

No se trata de erigirse en detractores de los objetos técnicos y de los avances científicos, pues ellos resultan
ya indispensables para nuestra vida y para nuestro bienestar, pero sí se trata de indagar, según nos muestra el relato de Bradbury, la tensión entre la gramática, como orden de lo humano que sitúa a los sujetos en el mundo, y una vertiente problemática de estos productos técnicos, la promesa falaz que trasladan de felicidad y de goce pleno.  
En este sentido, resulta significativa y paradigmática la propuesta del safari, además de la teatralidad y gestualidad de Eckels, el protagonista. Es necesario, no sólo leer ese comienzo fulminante del relato, sino oírlo, escuchar su sonido. El cartel anuncia el safari:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA”.

Tratándose de un safari, la cuestión ni siquiera es la caza, sino “matar”. Con esa potencia suena ese “usted lo mata”, sobre todo si seguimos leyendo y escuchando lo que sigue:

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio”.

Toda una teatralidad acompañada de una gestualidad orgiástica, orgasmática, a la que el dinero añade un tinte totalmente lascivo. Es decir, estamos ante una inequívoca escena de goce pleno que se fantasea alrededor de la utilización del objeto técnico y del hecho de “matar” a un dinosaurio. Eckels se muestra como un personaje totalmente embelesado por ese objeto técnico que es la máquina del tiempo, y encarnando una expectativa de satisfacción sin límites.  

Pero hay que discernir de lo que se trata. Por parte de la ciencia y la tecnología, no de otra cosa que del afán de poder y dominio sobre la naturaleza y sobre el sujeto, y dominio del tiempo y del espacio. Por parte de Eckels, de una servidumbre a ese poder y a sus objetos a cambio de una promesa de felicidad y goce plenos. Éste sería el goce en su vertiente de servidumbre, un goce adictivo. 

Las preguntas surgen a raudales: ¿Qué hay detrás de esas promesas que, ciertamente, cada día comprobamos que actúan en detrimento de lo simbólico?, ¿qué hay detrás de esas promesas que, en gran medida, no hacen más que silenciar a los sujetos y asimilarlos a una especie de autismo?, ¿qué hay detrás de una seducción tecnológica que llega hasta a corromper el entramado político e institucional?, ¿quiénes son esos “Hombres fuertes”, esos “hombres con agallas” de los que habla el relato, situados como portavoces “políticos” de esos afanes?

Todas estas preguntas confluyen en una sola respuesta. En realidad, todo se traduce en el intento de desarraigar al ser humano de su terreno simbólico y arrastrarlo hacia el terreno del goce, como estrategia infalible de aquellos “hombres fuertes y con agallas” para afianzar el poder y el dominio. Es una cuestión de perversión “política”, o lo que es lo mismo, el goce en su vertiente de mal.

El desarraigo es uno de los aspectos esenciales que El Ruido de un trueno nos muestra. Eckels se sitúa por fuera de una realidad propiamente humana. Ya no vive en un mundo simbólico en el que, por todas partes, surgen barreras imposibles de traspasar, sino que se ve trasladado hacia un escenario sin límites de tiempo y espacio, sin límites de goce, en el que el mundo mismo se convierte en un juguete, en un objeto técnico para seducir al hombre. Ese es el espíritu que Bradbury intuyó para un futuro que, incluso, llegó a ser también parte de su propio presente, pues hace poco tiempo que se produjo su fallecimiento.

Son enormes las evocaciones que el relato de Bradbury tiene con un texto filosófico, Serenidad de Heidegger, donde se plantean, en la introducción, los problemas nuevos que se vislumbraban al albor del apogeo científico-técnico de la época. Surgen ahora las mismas preguntas que Heidegger se hacía en el año 1955, casualmente la misma era atómica en la que Bradbury escribe y publica El ruido de un trueno. Ante la irresponsabilidad del mundo científico por las consecuencias que puedan derivarse de sus inventos, o por el mal uso que se haga de ellos, ante la fascinación que el individuo, en general, siente por esos avances, ante el desarraigo al que ese sujeto se ve arrastrado por el poder de lo científico, ¿podremos conservar un escenario propio al que sigamos llamando humano?, ¿podremos incluso seguir llamándonos humanos ante las enormes transformaciones que la ciencia produce en lo real del sujeto y del mundo, o en lo que Heidegger llamaba su sustancia vital?, ¿no se está produciendo una agresión irresponsable contra la misma vida y contra lo esencial de la humanidad?, ¿no estamos asistiendo a una auténtica transformación del mundo?, ¿estamos preparados para esas transformaciones?

A juzgar por la gramática y las consecuencias políticas que Bradbury deja ver en el final del relato, parece que no estamos preparados para estas transformaciones tan radicales. Yo me adhiero a esa creencia. ¿Quo vadis humanidad?, parece sugerir ese anuncio del final, con su nueva forma de expresión, ni siquiera gramática, verdaderamente precarizada por el empuje insoslayable de un goce que sólo los canallas pueden ofrecer como plenitud para los sujetos:

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA”. 

Este anuncio es, todavía, un paso intermedio hacia la garantía de un silencio patológico, hacia la gramática de un mundo en el que los políticos desaparecerán, donde la política ya no sería ni un recuerdo, este anuncio es la señal de abandono de las raíces, una gramática del ruido, de la confusión y de la prepotencia.  

Por eso resulta descorazonador, en la época actual, escuchar a hombres de letras, a poetas, a artistas, a muchos de los que deberían de ser garantes, guardianes, preservadores apasionados de lo simbólico, de la gramática como posibilidad para el orden humano, resulta descorazonador, digo, escuchar, entreverados entre sus discursos, su rendición a la falacia de que todo lo humano es susceptible de ser exprimido por la neurología, la biología, la química, la genética, etc. No sé si esto será cierto o no, pero de lo que no me cabe duda es que si esta apuesta acaba finalmente triunfando, los rebaños de iguales, los rebaños de autómatas y obedientes, los restos carnales de algo que un día se llamó ser humano con sus singularidades individuales, dejarán de caminar por la palabra para dirigirse, con su infinita servidumbre, hacia la estupidez de lo que todavía hoy es una distopía, Fahrenheit 451. ¿Hasta cuando lo seguirá siendo?

Lean la introducción a Serenidad de Heidegger, verán cuántos ecos encuentran con El ruido de un trueno de Bradbury. Allí se propone el pensamiento meditativo frente al pensamiento calculador y planificador; allí se trata, no de la servidumbre en relación al objeto técnico, sino de servirse de él. En definitiva, tanto en la proposición implícita de Bradbury, como en Serenidad, como aquí –en el mundo humano que todavía, a duras penas conservamos— se trata de ser gramáticos, no analfabetos. 

Miguel Alonso  

Gustavo Dessal comenta El ruido de un Trueno, de Ray Bradbury


Cuando Bradbury publicó este cuento en 1952, todavía no se había acuñado la expresión "efecto mariposa" creada por el matemático Lorenz, padre de la teoría del caos.

El relato es de tal magnitud metafísica que su análisis puede ser enfocado desde múltiples perspectivas. Por una parte tenemos el misterio del tiempo. Lo que en el cuento se nos propone como ficción constituye también un problema físico matemático. La idea de un tiempo lineal se ve desbordada por la posibilidad de que el tiempo posea varias dimensiones, cuyas trayectorias no sigan el modelo de la flecha. Por otra parte, tenemos la cuestión apasionante de la causalidad. La teoría del caos, en la que se puede situar la trama del cuento, considera que ciertos sistemas están gobernados por un determinismo absoluto y que una alteración imperceptible en las etapas iniciales de un proceso físico puede adquirir proporciones gigantescas en los efectos posteriores. Travis, el guía jefe, lo explica muy bien con el ejemplo del ratón aplastado.

Lo que Bradbury nos propone es una profunda interrogación sobre cómo concebimos la causalidad. Lo que ha sido responde a una sucesión de acontecimientos contingentes que en una lectura retroactiva los consideramos necesarios. Pero todo podría ser de otra manera por la sencilla razón de que no hay posibilidad de saber a priori en qué momento vamos a pisar o no al ratón y cambiar el curso de las cosas. En cierto modo, podemos incluso pensar que Hitler no era necesario, que podría no haber nacido, que la historia responde a la teoría del caos, y por lo tanto cualquier predicción es imposible a largo plazo.

Pero lo más interesante es que Bradbury nos plasme toda esta cuestión radicalmente compleja a través de un sujeto. Lo asombroso es la decisión que toma el autor al cargar sobre la espalda de un solo hombre (Eckels) el terrible peso de la historia. Aquí es donde a mi juicio el relato se aparta de su formato de ciencia ficción (un género con el que el propio Bradbury nunca se sintió del todo identificado) para convertirse en una fábula moral.

Eckels no es cualquier hombre. Su cobardía no radica exactamente en el hecho de quedar paralizado ante la aparición del monstruo, sino en creer que el dinero podía ser un modo de compensar su irresponsabilidad. La historia del mundo, que se nos muestra por una parte como un encadenamiento de microscópicas contingencias enlazadas hasta formar una trama causal imprevisible, tiene su reverso en la decisión humana de tomar uno u otro camino. La elección es el contrapunto de la fatalidad, y el Destino de un hombre es el modo como procede frente a lo imposible. Por eso me parece que toda la obra de Bradbury está atravesada por una posición ética que puede resumirse del siguiente modo: nuestras acciones no se miden solo por sus consecuencias inmediatas, sino por su proyección en el concurso general de nuestra vida. Eckels no es, sin duda, culpable de que un tirano se haya apropiado del poder. Pero la suma de todas las pequeñas dimisiones puede terminar convirtiéndose en una catástrofe devastadora. De allí que la falta de Eckels sea imperdonable, y que el relato se convierta en el paradigma de todos aquellos momentos de la historia en los que la cobardía acaba por abrir la puerta a la llamada del mal. Hay un guiño evidente de Bradbury al hacer que el Tyranosaurius Rex reaparezca sesenta millones de años más tarde en la forma del tirano Deutscher.

Bradbury pertenece a la tradición de los pensadores consecuencialistas, los que sostienen una ética que no se basa en la universalidad de la ley moral, sino en las consecuencias de nuestros actos y nuestra responsabilidad más allá de las buenas o malas intenciones subyacentes. Esta temática ha sido muy trabajada por el autor, que en algunos de sus cuentos ha llevado la cuestión de la responsabilidad moral incluso al terreno de la infancia, mostrando que también allí existen actos que son inapelables. Recomiendo al respecto muy especialmente All summer in a day (Todo el verano en un día), donde indaga de forma magistral en la terrible crueldad que los niños pueden ejercer.

Gustavo Dessal

Una cuestión ética: ¿Qué hacer con el resto? Comentario de Graciela Kasanetz al cuento El ruido de un trueno, de Ray Bradbury


Realmente, como me ocurre muchas veces, me surge un comentario a raíz de lo que se dice en la tertulia. El lema y la propaganda del safari vienen a decir: nosotros lo llevamos, usted lo mata. Es lo que hace que la responsabilidad no recaiga sobre quienes hacen el ofrecimiento, sobre quienes organizan el safari. La ciencia te lleva, si tú la usas, es asunto tuyo.

Esto me hizo pensar que Bradbury tiene una posición muy lacaniana. Hay una palabra que no se nombró, pero está todo el tiempo en el relato: el resto. ¿Qué hacer con el resto, con el resto que deja el pasado, con el resto que nos mueve, con el resto de lo que imaginamos como futuro? En ese punto dice: cuidado porque el tiranosaurio rex es muy voraz. La bestia sin palabras es muy voraz. Y produce el ruido de un trueno.
Pero, ¿quiénes son los voraces?

Todo es posible por dinero, por ejemplo, la orgía de matar al Tiranosaurio por diez mil dólares. Y parece que pretenden  que esto, limpiamente, no deje resto: nosotros lo llevamos, usted lo mata, (tiene que matar al animal que previamente han designado porque iba a morir en unos segundos). En lo que dice aquí, como en muchísimas otras ocasiones, Bradbury se adelanta al futuro. Me hizo recordar el premio World  Press Foto de hace unos años, aquel niño retratado, un niño que se está cayendo, casi un bebé, con el buitre detrás, y el fotógrafo – que luego de unos años se suicidó— sacando la foto y ganando el premio con ella. Cuando le preguntaron por qué no hizo nada para evitar esa situación problemática del niño, dijo que el niño igualmente iba a morir unos segundos después, unos minutos después. Como si el “cómo”, que es el punto ético en el que uno puede asumir o dimitir, no tuviera ninguna importancia. No puedo recordar cómo se llamaba la película en la que aparece un reportero gráfico de guerra que va yendo de lugar en lugar y le muestran cómo fusilan a alguien. Entonces, ese reportero, ese fotógrafo dice: soy culpable porque ese hombre ha muerto para que yo saque la fotografía.

Hay que pensar que no es ninguna casualidad que la estupidez de un rex, a lo mejor tiranosaurio por lo desfasado que está —y esta es opinión mía— la institución rex (el rey español y su foto con el elefante abatido) necesitó la foto. Porque no se trata tan sólo de matar, sino que hace falta mostrar que se tiene el placer  y  el derecho a hacer eso, a matar. Me parece que el tema es ético: qué hacer con el resto que, sin duda, lo queramos o no, anima nuestros actos y además sigue estando allí, no  hay ningún simbólico de la ciencia que lo pueda cercar por completo.

Siempre hay un resto. Y ese resto hay que tratarlo desde la responsabilidad de cada uno. El mundo moderno, en relación con los diez mil dólares, me recordaba que una de las cosas que admitimos como normales es que, en el civilizadísimos mundo en el que estamos, hay unos países ricos que generan más basura nuclear y que compran, porque tienen dinero para hacerlo, las cuotas para generar basura nuclear, cuotas que corresponden a países pobres. Y se trata además de no ver qué restos generamos. ¿No estamos cada vez más con el objeto técnico que caduca inmediatamente y que deja un resto contaminante en la tierra? Pues el tema es que no pensemos en el resto. El asunto es que podemos seguir consumiendo y pensar que el coltán de nuestros móviles no tiene nada que ver con las muertes en las guerras. 

Graciela Kasanetz

lunes, 29 de abril de 2013

El ruido de un trueno, de Ray Bradbury. Comentario de Candela Dessal

Recuerdo que cuando era una niña mi padre me contó una historia:

Érase una vez un humilde campesino que transportaba leña para venderla en la ciudad. Ese día, el azar le empujó a desviarse de su camino habitual para probar un posible atajo. Mientras atravesaba el ignoto camino escuchó unos gritos de auxilio y siguió el rastro del sonido hasta alcanzar su origen: en el medio del solitario paraje un pozo; en el fondo del pozo, un niño se ahogaba. El campesino presuroso rescató al niño y lo llevó a su hogar, pero dicho hogar resultó ser la propiedad del riquísimo duque de Marlborough, quien insistió en recompensar al campesino por su proeza con una caudalosa suma. El campesino rehusó, pero ante la insistencia del duque, aceptó como retribución que sufragara los estudios de su hijo, para que éste tuviera la oportunidad de ir a la universidad. Hasta aquí, sólo una historia; pero esta historia desemboca en una poderosa moraleja sobre el azar y sus designios: el hijo del duque resultó ser Winston Churchill, y el del campesino, Alexander Fleming.

No se ha podido demostrar la veracidad de esta historia, pero para el caso da qué pensar. ¿Qué hubiera pasado si la noche en que Alois y Klara Hitler concibieron al pequeño Adolf ella hubiera dicho “esta noche no, cariño”? A primera vista parece una reflexión fútil, tan insustancial como el aleteo de una mariposa, una mariposa “brillante, verde, y dorada, y negra”, y sin embargo, nos introduce en el escalofriante mundo del verbo ser y sus posibles conjugaciones: “pudiera haber sido”, “pudiera no haber sido”, pero  “fue”, pero “es”, o “no fue” y ya “no será”. Es en ese punto en el que empezamos a perder el control de nuestra vida, de La vida, y nos preguntamos, como hizo Heidegger: “¿por qué hay ser y no más bien nada?”

Al sumergirnos en el milagro del ser (que nos remite directamente al terror del no ser y la muerte) es inevitable confirmar cuán errado está el ser humano, cómo dos conceptos que determinan su existencia, la “pulsión de muerte” y la “voluntad de poder”, han logrado distanciarlo tantísimo del verdadero ser de su existencia: el aleteo de una mariposa. Gracias a su gran genio, y a la extraordinaria metáfora del ser y del tiempo que se dibuja en “El ruido de un trueno”, Ray Bradbury hace resurgir el enigma que dio a luz a la filosofía, y nos recuerda cuán fortuita e insignificante es nuestra existencia particular, y aún así, lo difícil que es escapar a su mezquindad. 

Candela Dessal