sábado, 27 de febrero de 2010

Comentario sobre "El proyecto Vietnam" de J.M. Coetzee*. Por Gustavo Dessal

NO ESTA LOCO QUIEN QUIERE

Precisamente porque la locura es el acontecimiento humano que más hondo se interna en el turbulento corazón del lenguaje, a menudo el loco y su delirio son los que mejor saben reflejar las significaciones de la época y la historia con las que a duras penas logran convivir. Eugene Dawn, el protagonista de esta nouvelle con la que el magistral Coetzee se interna en su carrera literaria, es sin lugar a dudas un paranoico. Su locura no es una metáfora, puesto que el autor no se propone extraer un propósito moralizante o ejemplificador. No obstante, y más allá de la extraordinaria crónica del derrumbamiento subjetivo de un hombre, se alza como un fondo de escenario el acontecimiento Vietnam.
Vietnam no es simplemente una guerra más en la extensa serie bélica de los Estados Unidos. Vietnam es el nombre de un acontecimiento traumático en la historia de ese país. Un trauma que no se ha borrado, un verdadero desgarro en la estructura mitológica de esa nación, y Eugene Dawn es su alegoría viviente.
El atentado a las Twin Towers no fue un auténtico trauma, a pesar de la tremenda conmoción social que produjo. Kuwait, Afganistán, Somalia, Irak, no son traumas. Vietnam lo fue, y no debido a la derrota. Al revés, fue el trauma el que produjo la derrota. ¿Qué dio lugar al trauma? No fueron los miles de muertos americanos, sino la culpa. La única guerra en la que los Estados Unidos perdió la certidumbre de ser la verdad. Eugene comprende eso muy bien. Él está tan próximo a lo real que lo comprende todo muy bien. Sabe que la compasión debilita la potencia, y que una potencia debilitada abre la puerta de la culpa, y el fermento de la culpa es un augurio seguro de la derrota. Por lo tanto, la única solución debe ser kantiana: obrar sin que ningún sentimiento personal contamine la acción debida.
“El Proyecto Vietnam” es un tratado sobre el padre. Me permito resumirlo de este modo,
aunque resulte abrupto, porque no encuentro un concepto mejor que pueda condensar la lógica de su argumento. El Padre. Es evidente que Coetzee conoce muy bien el psicoanálisis, y sin duda el mito freudiano de “Tótem y tabú”, y es este el mito que se trasluce a lo largo de toda la historia. Mucho más difícil para mí es entender cómo ha conseguido percibir la conexión entre el Padre y la voz, dado que la voz es el objeto privilegiado e ineludible que atraviesa la narración.
De entrada, en la primera frase, somos informados de la coyuntura dramática que desencadena el cataclismo del protagonista, provocando una herida mortal en el centro de su existencia: el desencuentro con su jefe, a quien de forma explícita Eugene identifica con la figura paterna. La sola presencia de este padre le impone una sumisión femenina. Procura agradarlo, captar su mirada como lo haría una mujer con el hombre al que ama en silencio y en la oscuridad: “si él se hubiera fijado en mí como yo realmente quería que se fijara...yo me habría entregado a él sin reservas”. Pero el Padre, lejos de reconocerlo, lo rechaza. Entonces Eugene Dawn intentará desafiarlo, y para ello recurrirá a una estrategia imaginaria, carente de toda simbolización, más bien parecida a la reacción etológica del pájaro que ante la visión de su rival despliega un comportamiento de advertencia y hostilidad. “Para la entrevista he puesto la espalda recta y he adoptado una mirada osada”. Esos pocos datos nos son suficientes para apreciar, como se comprobará después, la radical ausencia de toda integración de la figura paterna, un agujero cuyo retorno mortífero culminará en el apuñalamiento del hijo.
“De la cabeza a los pies, soy el súbdito de un cuerpo en rebelión”. Eugene libra una batalla cotidiana con su cuerpo, demasiado vivo, demasiado real, demasiado presente. Un cuerpo al que la humanización de la palabra no le ha quitado ese exceso de vida que lo vuelve insoportable, invivible. Todo en la existencia de Eugene Dawn adquiere un carácter bélico, incluso (y fundamentalmente) la relación con su esposa: “una batalla continua por mantener mi estabilidad mental pese a los asaltos histéricos de ella y la presión de mi cuerpo enemigo”. Eugene vive asediado, y la acechanza del enemigo viene tanto del exterior como de dentro, lo cual vuelve difícil toda esperanza de escapar.
A pesar de todo -y allí tenemos por cierto una prueba de la valentía del sujeto- no se rinde. Mantener esa estabilidad mental lo obliga a ser un estratega, y el capítulo 2 de la obra consiste en la exposición de un delirio disfrazado de Informe, en el cual los conocimientos sobre mitología y antropología se ponen al servicio de restituir la función del Padre encarnada en su Voz, orden superior, implacable e inmisericorde, capaz de instaurar la obediencia y asegurar la victoria sobre las fuerzas rebeldes. Este capítulo es una obra maestra de penetración en la psicología de las masas, y una demostración de la secreta alianza existente entre la psicosis y el discurso científico. Al respecto quiero citar un párrafo que justifica sobradamente el epígrafe con el que Coetzee encabeza el segundo relato, una frase de Flaubert que dice “Lo que es importante de la filosofía de la historia”, lo cual es una clave para comprender la diferencia entre la gran literatura y la literatura mediocre: no el argumento, ni el estilo, ni la construcción de los personajes, sino la filosofía. Muchos escritores escriben, pero no todos son filósofos. Voy, entonces, a la cita:
“Cuando la tierra conspira de manera incestuosa con sus hijos, ¿acaso no deberíamos recurrir a los brazos de esa diosa de la techné que surge de nuestro cerebro? ¿Acaso no es hora de que la madre-tierra sea suplantada por su fiel hija, engendrada sin participación de mujer? Así amanece la era de Atenea. En el teatro de Operaciones de Indochina, lo que estamos representando es del drama del fin de la era telúrica y el matrimonio del dios celeste con un hija-reina partenógena” (pág. 46).
¿Qué significa todo esto? Significa que Eugene Dawn ha comprendido que la guerra de Vietnam no es simplemente una guerra colonial, una guerra de intereses políticos, estratégicos, y en definitiva económicos. Es la guerra entre dos concepciones del mundo, una concepción del mundo articulada al mito edípico, y por lo tanto subsidiaria de la historia y la tradición, y una concepción del mundo donde la técnica se postula como la representación exclusiva de la verdad, una verdad partenógena, es decir, una verdad sin deuda ni culpa, que se afirma a sí misma por el puro poder de su eficacia. “Las acusaciones de atrocidad carecen de fundamento cuando no se pueden demostrar -argumenta Dawn en su informe. El noventa y cinco por ciento de las aldeas que borramos del mapa nunca estuvieron en el mismo”. Solo lo racional es real, piensa Eugene parafraseando a Hegel, y lo racional es aquello que se despoja de cualquier temor y temblor, de cualquier vacilación debilitante. “El problema de la victoria es un problema técnico”. Se trata, entonces, de proporcionar el mito que mejor se adapte a las ventajas de la técnica.
Asomado a los tres frentes donde se despliega su guerra (su cuerpo, su mujer y Vietnam), Eugene Dawn es consciente de que no puede claudicar, que se debe a una misión, que está al servicio de la ley superior de la Verdad: “tengo un deber hacia la historia que no puede esperar”, y ese esa percepción megalomaníaca de su papel en el mundo lo que lo mantiene temporariamente a salvo de la caída.
¡Cómo retrata el recuerdo infantil con el que comienza el capítulo 3 lo que para Eugene supone la experiencia de su cuerpo! Es un recuerdo luminoso que dice así: “Tenía en mi habitación un jardín de cristales: agujas y láminas... que se erguían frágilmente desde el fondo de un frasco de conservas, estalagmitas que obedecían su fuerza vital de cristales muertos”. Este terrible oxímoron (“fuerza vital de cristales muertos”) es la auténtica representación del propio Eugene. Él es sin duda ese cristal frágil y muerto, asediado por una fuerza vital que lo consume. ¿Qué hacer, pues, ante esta vivencia de desmoronamiento? ¿Cómo sobrevivir “sin alma” al caos de un organismo sin gobierno? Sin el Padre como Nombre, muy pronto descubre el valor de la enciclopedia: se convence de que la ordenación alfabética del mundo es superior a todas las demás. Con el orden y el estudio algo se consigue: fabricarse un alma. El problema es ese encuentro con Coetzee, el jefe. Un encuentro que no augura nada bueno, porque se trata de un tipo que “no puede entender a un hombre que experimenta su yo como una funda que mantiene juntas sus partes corporales mientras por dentro arde sin cesar”.
Si el Informe no va a ser aceptado, si el esfuerzo empeñado en sostener el cielo de las significaciones se demostrará vano, entonces no hay más remedio que darse a la fuga, batirse en retirada, para expresarnos en el mismo tono bélico de todo el relato. Es una retirada táctica, destinada a reunir fuerzas y reorientarse: “Más importante para mí que el problema marital, descubro ahora, es el problema de los nombres. Como tanta otra gente de talante intelectual, soy más especialista en relaciones que en nombres”. Podríamos dedicar una larga disquisición a esta sola frase, cuyo alcance probablemente excede lo que el autor pretendió escribir, y de lo que por supuesto no sabemos nada.
Pero lo que dice es muy cierto: cuando falta el Nombre, el Nombre del Padre como anudamiento del aparato del significante, entonces existen los nombres. Los nombres (en plural) sirven para fijar las cosas, y el defecto del Nombre en la paranoia desemboca en una “especialización de las relaciones”. Un delirio puede muy bien ser definido de ese modo: una estructura semántica donde reina la especialización de las relaciones entre las palabras, los significados y las cosas, en detrimento de la virtud fijadora del nombre. El desarrollo hiperbólico de las conexiones convierte cualquier cosa en un signo elocuente. En contraste, los nombres inmovilizan y ordenan: “Sería un saludable correctivo aprender los nombres de los pájaros cantores, y también los de una buena selección de plantas e insectos (los nombres de los mamíferos ya me los aprendí en la infancia). Los insectos me resultan fascinantes, todavía más fascinantes que los pájaros. Me impresiona la invariabilidad que alcanzan en su conducta”. La huida al motel con su hijo es para Eugene Dawn el desesperado intento de abandonar la vía de la techné recomendada en el Informe, para refugiarse en la regularidad inmutable de la naturaleza, ahora que el desencuentro con Coetzee ha provocado que “la guerra y mi discurso sobre la guerra se vuelvan contra mí y me envenenen”. La certeza acaba por imponerse: “Yo sé perfectamente lo que ha consumido mi hombría desde dentro, lo que ha devorado la comida que me tendría que haber nutrido. Es una cosa, un hijo que no es mío: antaño un bebé achaparrado y amarillo encogido en el centro exacto de mi cuerpo, que me chupaba la sangre y crecía con mis residuos. Y ahora, en 1973, un niño mongol repulsivo que extiende sus brazos y piernas por dentro de mis huesos huecos, me roe el hígado con su sonrisa dentuda y vacía su inmundicia biliosa en mis sistemas. Y que no se quiere marchar. ¡Quiero que se termine! ¡Quiero ser libre!” (pág. 61 y 62).
Todo se precipita con los golpes en la habitación del motel.
El final (capítulo 5) es la esperanza de curación basada en la cooperación con los médicos, y la asunción de principios morales sanos, simples y normales: el clásico higienismo del sentido común. Pero la esperanza (nos lo palpitamos) es el preámbulo del suicidio. Todavía late en Eugene Dawn el orgullo de la inocencia paranoica, el sentimiento de que por debajo de la comedia de sumisión a la norma que está dispuesto a representar, subyace la convicción megalomaníaca de ser alguien distinto, excepcional, alguien sobresaliente, que pondrá todo su empeño en averiguar quién ha sido el culpable...
*Incluido en Tierras de Poniente. Mondadori, Barcelona 2009
Gustavo Dessal

viernes, 26 de febrero de 2010

Ciclo de encuentros literarios "El escritor y sus fantasmas" organizado por el Instituto de Cultura de Fundación Mapfre


Se inicia el ciclo de encuentros literarios "El escritor y sus fantasmas" que organiza el Instituto de Cultura de FUNDACIÓN MAPFRE en su auditorio (Paseo de Recoletos 23) del 2 al 25 de marzo.

Javier Cercas, Rosa Montero, Carmen Posadas, Luisgé Martín, Clara Sánchez, Soledad Puértolas, Vicente Molina Foix, Julio Llamazares y Luis Mateo Díez hablarán en estos encuentros sobre las obsesiones que pueblan sus novelas: cómo aborda cada uno de ellos la búsqueda y el desarrollo de los temas, la estructura, los personajes...

Todas las sesiones comenzarán a las 19.30 horas y tendrán la entrada libre hasta completar aforo.

Martes, 2 marzo Inauguración: Javier Cercas en conversación con Pablo Jiménez Burillo

Jueves, 4 de marzo Rosa Montero en conversación con Fernando Olmeda

Martes, 9 de marzo Carmen Posadas en conversación con Santos Sanz Villanueva

Jueves, 11 de marzo Luisgé Martín en conversación con Antonio Fontana

Lunes, 15 de marzo Clara Sánchez en conversación con Fernando R. Lafuente

Jueves, 18 de marzo Soledad Puértolas en conversación con Javier Rodríguez Marcos

Lunes, 22 de marzo Vicente Molina Foix en conversación con Winston Manrique

Martes, 23 de marzo Julio Llamazares en conversación con Jesús Ruiz Mantilla

Jueves, 25 de marzo Clausura: Luis Mateo Díez en conversación con Jesús García Calero


Más informaciones en http://www.fundacionmapfre.com/fundacion/es/exposiciones/cultura/el-escritor-y-sus-fantasmas.shtml