miércoles, 7 de enero de 2015

Marguerite Duras: la escritura como acto. Por José Ioskyn

Tal vez Marguerite Duras haya pasado de moda. A algunos lectores de ahora no les gusta tanto, la encuentran demasiado siglo XX, un poco afectada en su modo de endurecer las frases o hacerlas contundentes, o no les cuadran las situaciones extremas en las que se introduce sin mediación. La plenitud existencial que plantea ya no causa la misma impresión. No es nuestra sensibilidad. Estamos apegados a lo tangible, lo inmediato. Los saltos al vacío que Marguerite Duras practica requieren hoy una prudencia especial. Nuestra época está escrita por relatos más sencillos, plausibles, recorridos por frases legibles de inmediato. Escribimos en una especie de réplica del lenguaje comúnmente hablado. Tendemos a la sencillez, quizás animados por el sueño de que despojarnos de artificios nos haría más accesible la verdad. ¿Cuál verdad sería esa, que no va acompañada de la particularidad de un estilo?

En el relato actual se trata de lo mínimo, aunque no del minimalismo. Este último requería un artificio que simulara un despojamiento, una limpieza extrema, dejando sólo aquello que era en realidad un poco menos que lo imprescindible. Esto, que fue una reacción al neobarroco, ya es historia también. Ahora resulta exagerado. El gesto debe ser el de la falta de gesto. El estilo es no tenerlo. La estrategia, si la hay – siempre la hay – sería la de disimularse, camuflarse, de hombre común, aunque no haya hombre común. Dado cierto estado de la lengua, el de hoy y ahora, se parte desde allí, tratando de no gritar demasiado ni hacerse notar, sin estridencias, ni alardes, ni desesperación. Tranquilidad, perfil bajo. No es un gran ideal, pero es una guía, tan válida como cualquier otra.

En las antípodas de la sencillez, Duras, desde este punto de vista, incurre en el pecado de ser aquella escritora increíblemente buena en la que su estilo, tan reconocible de inmediato, tal vez  repugne en una era de sobriedad sin sobresaltos. Su estilismo tan personal introduce al lector en el mundo durasiano ya desde el primer párrafo. Desde las primeras páginas hay que tomar la decisión: quedarse adentro, o salir. Muchas generaciones estuvieron adentro, se quedaron. Mi sensación es que esta elección disminuyó muchísimo.

Para los psicoanalistas sigue siendo una autora especial por el escrito que Lacan le dedicó, que es uno de los pilares de la conexión entre el mundo del psicoanálisis y el de la literatura. En él Lacan denosta sin piedad a los analistas que hacen interpretaciones salvajes de un autor a partir de sus textos, que aventuran conclusiones acerca de la persona que escribió un relato a partir de la lectura de un libro.  Lacan propone un ejercicio difícil: tomar al pie de la letra un escrito, sin imponerle nuestro aparato de saber previo, sin engrillarlo en un discurso, ni interpretarlo en distintos sentidos. Justamente, lo más complicado sea tal vez resistir a la tentación de no aplicar sobre la obra un sentido previo, sino continuar con la propuesta del autor.

Como cuestión preliminar, planteo la siguiente consideración: en los textos de Duras algo que no se sabía se termina sabiendo ¿Qué es? No se trata de un saber articulado, no es un saber del orden de la represión y el retorno de lo reprimido. Esto las histerias lo hacen mucho y muy bien. Acá, sin embargo, es otra cosa. No es el mismo procedimiento. No hay trucos, no hay el efecto sorpresa característico del inconsciente. Es otra cosa ¿Cómo definirla? Para saberlo se podría partir de un texto inmenso que tiene tan solo unas pocas páginas, y que se llama –justamente– Escribir. Duras se sale de los procedimientos del inconsciente, de la literatura del Otro y sus retoños: la neurosis “común”, el descubrimiento de toda una zona a la cual se accede por el sentido oculto que el autor (o el analista, o el analizante) proporciona.

El terreno de Duras es el de la oscuridad en la cual se derrumba lo sólido, la labilidad de la que un sujeto pende. Algunas de sus novelas transcurren en una zona en la que la subjetividad se puede perder de manera definitiva. Esto que no se sabe a veces se presenta ¿Qué sucede cuando no se sabe nada? ¿Cuándo eso que no se sabe invade, trastorna, enloquece? ¿Cuándo eso mismo aspira hacia su vacío, lleno de inquietud y horror? Respuesta provisoria: para no hundirse el sujeto interpone una barrera. Eso que se traza a modo de baliza, de muro, de límite, es la escritura. Esto vale para un escritor, o para cualquier sujeto, aunque no use lápiz, papel, o computadora, aunque sea iletrado, aunque no sea afecto a escribir ficciones o crónicas para un medio. ¿Cómo se vive esa escritura para el sujeto? ¿Cuál es la vibración subjetiva que la acompaña, o que es el signo de la escritura, cuando ocurre?

Este signo, el de la escritura, es el de la certidumbre de que eso que se traza es necesario. Es la única posibilidad de seguir existiendo. No hay duda, no hay inconsistencia neurótica, vacilación, división. La escritura es del orden del acto. Se hace. El litoral se marca y construye con palabras. Se sale de la inermidad, la invasión, el derrumbe, y se sabe que ese recurso es el único, el último. No es un saber articulado a la manera del inconsciente. Se sabe con el cuerpo, con el ser. Eso que se hace es la posibilidad de continuar y salvar la subjetividad, como Lol V. Stein, como la amante de la china del norte, como Anne Desbaresdes en Moderato Cantábile. La certidumbre en la ejecución de un acto. La escritura de una letra que hace barrera a la anulación del sujeto no se transmite, no se enseña; como todo acto se hace sin saber nada que se pueda decir. Pero sí testimoniar, que es lo que sucede con este libro, Escribir.

La escritura no es un acto en el cual se construye una defensa frente al goce, es el intento de ponerle nombre a lo que es innombrable. Si se tratara de una construcción “frente a”, sería una defensa. La escritura constituye un límite, pero no es “frente a”, sino “con” el goce ¿Quedaremos en una de nuestras paradojas nuevamente? En Duras no hay paradoja, escribir salva de la nada, pero se trata de escribir esa misma nada. No es cuestión de aludirla, no es conocerla. Es escribir para no perderse. El riesgo es la nadificación, la anulación. Si no existiese la escritura se perdería, se vería arrastrada hacia la muerte, tal vez voluntariamente, o al alcoholismo, o al vacío de la existencia que se llena cada vez con un goce que es una autopista hacia lo ilimitado. La escritura, la que merece llamarse así, es la escritura de este vacío que la aterroriza y a la vez la aspira.

Escribir es un libro errático, recorre su vida, su casa fuera de París, donde está sola, algunas de sus relaciones, recortes de escenas al azar – la precisión del azar, dice en su Moderato cantábile –, historias mínimas cuyo eje es la escritura: los hábitos de escribir, los ritual que la circundan, la imposibilidad de escribir y de no escribir, el valor que emerge de la escritura, como un tablón de madera en el océano.

Ese es el contexto temático del libro, que es breve, y que va tanteando su materia al avanzar. De a momentos roza el núcleo de la cuestión, para luego desviarse por alguna vía anecdótica y volver a comenzar. Esta modalidad presta una trama deshilachada para un tema duro y en parte inabordable, haciendo sentir en el esfuerzo de acercamiento la dificultad misma del objeto que trata. Su particularidad es la de hacerle sentir al lector la cuestión ardua que está trabajando, tanto que se hace difícil su lectura. No se lee de un tirón, es necesario, como le ha sucedido a Duras al escribirlo, tomarse pausas en la lectura. Duras obliga a pausar la lectura y a detenerse en cada palabra: poesía.

Ese es el paradigma de muchas situaciones, como el episodio de la mosca. En esa ocasión, ella estaba esperando a la cineasta que le haría una entrevista filmada; Duras la espera en la despensa, un lugar “tranquilo y vacío” de su casa en el que le gusta estar, sin hacer nada. Mientras espera, ve a una mosca común, aferrada a la pared, enredada en la tierra y el cemento que se han acumulado en el muro, sin poder volar. Duras transmite el patetismo del momento: la muerte de la mosca es la muerte. No hay chiste, ni minimización. Es la muerte que la mosca seguramente percibe: su llegada, la toma de posesión de su cuerpo, el abandono de sus fuerzas y de su resistencia. Aferrarse lo más posible a la pared es un drama. Duras percibe que darle esa relevancia a la mosca es un gesto de locura común y se resiste. Se lo cuenta a la cineasta, que cree que es una broma, y se la festeja con una risa. La mosca cae muerta.

¿Que hace con ese drama completo, la muerte de una mosca en la despensa de su casa? Lo escribe. Al escribirlo, lo registra, lo anota, y ya no se pierde en el mar de los hechos, de las circunstancias volátiles del mundo cotidiano. El texto adquiere una gran precisión en este punto: “La muerte de una mosca: es la muerte. Es la muerte en marcha hacia un determinado fin del mundo, que alarga el instante del sueño postrero. Vemos morir a un perro, vemos morir a un caballo, y decimos algo, por ejemplo, pobre animal... Pero por el hecho de que muera una mosca no decimos nada, no damos constancia, nada. Ahora está escrito. Es esa clase de derrape, quizá – no me gusta esa palabra, es muy confusa – en el que corremos el riesgo de incurrir. No es grave, pero es un hecho en sí mismo, total, de un sentido enorme: de un sentido inaccesible y de una amplitud sin límites. (…) Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos, un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra.”

El episodio evita recalar en el tópico de la finitud. Por una vía distinta, lleva a la muerte como una analogía de lo que tiene un sentido inaccesible – es decir, un sentido que es a la vez un sinsentido en sí mismo. El sentido no puede hacer de límite, salvo que contenga un sin sentido entrelazado. Dentro del sentido se halla lo que no tiene nombre ni posibilidad de ser nombrado. Es entonces, un real. ¿Que se hace con eso? Aquí viene la solución durasiana: se lo escribe. Pero no en el disco urso corriente, que implicaría una degradación, y a la vez se perdería la posibilidad de atrapar y solucionar el problema. La escritura es la “alusión exacta” – un oxímoron –, o la “precisión del azar” – otro oxímoron – que puede brindar una localización y una ubicación precisa, la posición de ese real en relación al sujeto, y eso mismo, ese acto, el trazo de esa marca, pacifica. Estemos alertas los psicoanalistas con respecto a la solución durasiana.

La escritura, podría decirse, es. Aunque tal vez no signifique. Duras despliega en un hermoso párrafo el hallazgo al que ha arribado de la mano de su amiga la mosca: “Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes, la mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque.  La escritura de la mosca podría llegar a llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es. Un día, quizás, a lo largo de los siglos venideros, se leería esa escritura, también sería descifrada, y traducida. Y la inmensidad de un poema legible se desplegaría en el cielo.”

José Ioskyn