jueves, 20 de octubre de 2011

Los personajes y la naturaleza en La balada del café triste, de Carson McCullers. Comentario de Ignacio Castro

Ignacio Castro comienza leyendo un párrafo de La Balada del café triste, en la página 14 de la edición de Seix Barral, y también en la 14 de la edición de bolsillo de Austral. Es el párrafo que comienza y termina de la siguiente manera:

Y eso no es todo. Ya es cosa sabida que si se escribe un mensaje con zumo de limón… …pero la verdad ha salido a la luz: ha calentado su alma y ha podido ver el mensaje que estaba oculto en ella

Éste es el párrafo que elegí para abrir la tertulia, entre otros que tenía en mente.

Esta novela corta me ha producido sensaciones contradictorias. La primera virtud de Carson McCullers es la sobriedad en el lenguaje, una sobriedad, en principio, no sentimental, amoral, para describir un panorama, sino desolador, bastante desértico, salvo la naturaleza que brilla con su sombra propia. Los personajes humanos realmente son dibujados casi como en cartón piedra, con una profundidad mínima.

Me imagino que Carson McCullers, posiblemente, quería vengarse de un pasado en el sur no precisamente fácil, dada su complejidad individual. En todo caso, no es arriesgado decir que detrás de esta especie de síntesis prodigiosa que tiene con su lenguaje, se esconde la perplejidad profunda que le han producido esos paisajes desérticos del medio oeste o del sur.

El café –y ocurre así en casi todo el relato— nace por accidente, como una única isla dentro del desierto humano y casi natural que lo rodea. Hay una frase de Valle Inclán perteneciente a una sonata, y con el humor que le caracteriza se define a sí mismo como feo, católico sentimental. Por el contrario, la escritura de esta mujer pretende describir un paisanaje y un paisaje feo, protestante y no sentimental.

Llama la atención una significativa falta de profundidad en todo el mundo, excepto quizá en el jorobado. Fíjense que nadie vive de frente. Lo cual quiere decir que el que no miente tiene joroba, el que no tiene joroba no se sabe lo que piensa, el que no se sabe que piensa es híper tímido. Es el escenario de un café triste, es un escenario de espectros que cruzan con algún pequeño atisbo de humanidad.

Juraría que Carson McCullers –y esto no creo que sea un error de estrategia— dibuja con más personalidad a la naturaleza en poéticos rasgos extendidos aquí y allá, que a los personajes humanos. No hay profundidad ni belleza en ellos. Y no hay una nota de color personificada en la gente de color, salvo los extranjeros y el cocinero. Los personajes son todos blancos del sur, con esa blancura del sur que es muy norteña.

Apenas nadie deja entrever nada. La profundidad está en la naturaleza, los sujetos se singularizan casi por sus defectos, por sus pequeñas monstruosidades, bizquear, mentir, tener joroba. Se singularizan también por un misterio que tiene que ver con el hecho primero y final de que no se expresan. Porque no sólo el amor no se expresa –que a lo mejor es su función, no expresarse— pero prácticamente no se expresa nada. Intuimos lo que está en juego por el tránsito de los personajes, pero ninguno de ellos es particularmente expresivo, ni siquiera particularmente malvado. Quizá en algún momento Marvin Macy, pero son excepciones.

No creo que esta descripción desértica del desierto –podía ser una descripción no desértica— sea ajena a una concepción que tenemos de Estados Unidos, no sólo de Estados Unidos, pero en particular. Es decir, la gran migración que constituye la nación y que, en cierto modo, establece un corte en la memoria, de tal manera que el alma que tuvieron los ingleses –Dios les perdone— o los europeos de deshecho o no, o emigrantes forzados por el hambre que van allá, queda atrás. Es como si los personajes funcionasen de manera operativa en un teatro de operaciones, pero sin trasfondo, sin una trastienda que permita adivinar de qué van.

Juraría también que la autora hace curiosas y significativas incursiones filosóficas, aquí y allá, para compensar un poco, a veces a contrapelo, ese desierto humano que caracteriza la evolución de los personajes. Creo que éstos están singularizados por su deformidad. La joroba, el que delinque, el que miente, el que bizquea, el que se encharca de alcohol, el que a penas puede hablar por su timidez. Personajes átomos, insípidos conectados por la acción, que no es la del oeste, pero sí la del trabajo, la de un juicio, la de una demanda, la acción de una amenaza, la de una pelea, la acción que produce el whisky que saca a flote aquello que en las almas apenas explota, la acción del amor, el amor como una de las pocas islas de excepción que consigue cambiar, intervenir quirúrgicamente a unos seres humanos que son opacos en su naturaleza.

Es muy típico de la cultura media norteamericana, o quizá de la primera cultura norteamericana, esta atomización del individuo, híper individualista, hermético, inexpresivo, y su conexión a través de la acción. Me llama la atención que el amor aparezca también teñido, no con su halo de misterio –claro, si amo a alguien, lógicamente no voy a hacer una tesis doctoral sobre eso— pero me llama la atención que el amor de Miss Amelia por el jorobado, o el amor de Marvin Macy por Miss Amelia, apenas aparezca insinuado. ¿Por qué ese amor que apenas aparece en la punta de un iceberg –valga la metáfora— cambia a Marvin Macy y lo hace un hombre respetable? ¿Por qué cambia el pequeño monstruito, o no tan pequeño, de Miss Amelia y la hace humana y tratable? Queda un poco en el aire, no creo que sea un error de la escritura.

Acabo diciendo que, como intelectual que soy, incluso en literatura desconfío de la visión que los intelectuales tenemos de la comunidad de los mortales. Quiero decir que no sé si esta visión de la aspereza –que me consta que fácticamente se da no sólo allí, también en cualquier otro lugar del mundo— sea la visión más fiel de esa aspereza de la cual venimos que es nuestra madre.


Ignacio Castro

miércoles, 19 de octubre de 2011

MªJosé Martínez Sánchez reseña "La Balada del Café Triste"


¿Qué fue lo que llevó a la musculosa miss Amelia a despreciar a un hombre de su tamaño para enamorarse luego del jorobado enano Lymón?

Esto es lo que le preguntamos hoy a Carson McCullers en este feliz día en que se inaugura un nuevo curso de la ya conocida y afamada tertulia psicoliteraria “Liter-a-tulia”. Y la buena de Carson nos explica con paciencia, y no se si con mucha convicción, que todo fue por causa del wisqui, el famoso wisqui que la propia miss Amelia fabricaba y bebía sin pudor, en la  cena, mientras palpaba la musculatura de su brazo para comprobar ahí su propia masculinidad. Así fue como empezó aquel día alojando en su casa al enano en uno de aquellos dormitorios encima del almacén, y enseguida quedo todo tan oscuro como el pueblo. Eso nos dice ella y en verdad que nos ha dejado una historia bastante oscura. Miss Amelia se había casado con su primer marido sin saber por qué, tal vez porque había visto de lejos, y en otros, el reflejo tangencial de esa luz que emana del amor, pero sin que a ella llegase a rozarla. Tal vez fue así, pero no le gustó la experiencia; y ella no paró hasta llegar a pegarle y a echar de allí al pobre hombre. Esta es la primera parte de la historia.     

En el siglo XVII , la corte española estaba bien poblada de enanos, bufones, tarados mentales, enfermos, contrahechos y demás personajes raros que vivían en el palacio real, que fueron causa de risa y entretenimiento para los reyes y la nobleza. Se les llamaba “las sabandijas de palacio”, y estaban allí porque nadie sabía dónde ponerlos, y porque servían de contraste a los sanos para que estos se sintiesen superiores. De ellos, de su papel en la corte española y en otras cortes europeas, hay libros enteros dedicados a estudiar sus figuras y personalidades. Estos también eran llamados “Hombres de placer”. Pero esto ya pasó.

Yo no se qué reguero de inspiración o que reducto de misterio y curiosidad fueron los que llegaron hasta Novokov o hasta Carson McCullers, que bien pasado el XVII vuelven a hablarnos de enanos en relación con el amor. Tal vez sea la gracia o la curiosidad que suscita el pensar en la ridiculez de ellos, tan pequeños, trepando por el cuerpo de un adulto normal, para comparar y ver qué desgraciados son esos seres frente a los que por suerte no padecen o padecemos tal deformidad. O tal vez sea porque el amor es el único Absoluto que nos sigue a todas partes, junto al Absoluto de la nada y de Dios.

Así es que la historia se repite y los enanos nos sirven, tal vez, para que nosotros nos sintamos mejor con la comparación. Pero hay algo más que estos dos escritores han querido tocar, y se trata de pensar en si con esos seres deformes es posible el amor. En esto Novokov fue más explícito y llegó hasta el final del juego amoroso cuando nos hablo del Elfo Patata que fue abandonado con tanta crueldad; en cambio ahora, Carson McCullers, deja pasar todo el relato sin casi hablarnos de dicho juego, para presentarnos un final rarísimo donde vamos a conocer a un ser, el  Primo Lymón, frío, calculador, y tal vez vengativo.

¿Vengativo? Pudiera ser, pero ¿de qué se vengó?

La escritora que hoy nos reúne en la tertulia, crea el espacio del café, fabrica el ambiente de su pueblo, recrea la atmósfera en cada caso, y eso la hace estupendamente, pero no nos aclara si entre el enano y miss Amelia hubo o no una relación sexual. Tal vez no tenía ganas de hacerlo, sin duda hasta la repugnaba, y nada dice que nos acerque a la escena amorosa nocturna que por otra parte parece no existir dado lo que de cada día y cada noche nos va relatando. Sólo en un momento de la narración nos dice que “dejó abierto el pestillo de abajo”. Y ahí es desde  donde podemos transferir la idea a que en algún momento ella deja abierto el pestillo o cierre de su dormitorio. Desde ahí ya valen todas las conjeturas.

Miss Amelia exhibió su cara de enamorada, y el enano campeó a sus anchas por la casa. El final, rarísimo, nos muestra de nuevo a la hembra machorra del principio que nada menos que se le ocurre ponerse a pelear con su ex marido. Pero es muy difícil saber lo que Carson nos quiso contar; en un momento de la narración nos pide que no olvidemos la historia de amor que se desarrolla en el corazón de ese primer amante, el marido, pero luego no dice ni desarrolla nada más hasta llegar a ese final incomprensible para nuestra mentalidad europea. Y es ahí cuando el enano, que parecía ser amigo de su primer marido, se decanta en la pelea por uno de los contendientes, “cae encima de la espalda de miss Amelia, y le apretó el cuello con sus deditos como garras”. Luego los dos le echan veneno en la comida. Tal vez ahora se está riendo y vengando de ella. Tal vez los dos hombres, grande y pequeño, hombres al fin, se están riendo. Pero ¿por qué? Misterio. Podemos aventurar. Podemos hablar mucho sobre lo insondable y raro que es el corazón humano, sobre el enorme misterio de la identidad., sobre el amor y sus caricaturas, sobre el esperpento humano, tan triste. La intriga nos acompañará mucho tiempo.

Y dentro de esta historia contada, más larga que intensa, el pueblo volvió a quedarse tan triste y melancólico como al principio oyendo cantar, afinadamente, a la cuerda de presos que pasaban cerca de la carretera.

Siglo XX. De nuevo el sur.


Mª José Martínez Sánchez. 

¿Ama el amor sólo lo bello? Nota a pie de página sobre La balada del café triste de Carson McCullers. Por Gustavo Dessal

Como descuento que las lecturas y comentarios sobre esta obra nos darán esta tarde muchas satisfacciones, he preferido centrarme en un punto del relato que sorprende no solo por su profundidad poética, sino por la extrema sensibilidad psicológica de una autora que tenía por entonces menos de veinticinco años.

Si algo sabemos los psicoanalistas, es sobre el amor. Ello, por desgracia, no nos vuelve más aptos para la vida amorosa, ni más hábiles para la conquista. ¿Habremos rebajado el amor al convertirlo en un objeto de nuestros conceptos, al desmenuzar sus componentes y mecanismos con el bisturí de las palabras? De ninguna manera. Al emplazar el amor en el centro de nuestra experiencia, hasta el punto de reconocerlo como el secreto y verdadero poder de la cura, no hemos hecho más que ponerlo a resguardo de aquellos que pretenden reducirlo al automatismo de algunos circuitos neurológicos, accionados por el intercambio de mensajes hormonales.

Pero no voy a fatigarlos hoy con una exposición sobre el modo en que el psicoanálisis concibe el amor, sino que quiero llamarles la atención sobre algo tan sencillo que escribe nuestra autora: “En primer lugar -nos dice- el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas”.

Ignoro si Carson MacCullers había leído a Platón en aquellos tiempos, y si por tanto conocía esa tradición griega que distingue al amante del amado. ¿Quién ama más? ¿Alcestes, que se ofrece a los dioses para morir en el lugar de su marido, o Aquiles, quien no duda en sacrificarse para vengar la muerte de Patroclo? Para los griegos, estas preguntas no eran ociosas, y si los dioses consideraron más grato a sus ojos la muerte de Aquiles, es porque él era el amado, mientras que Alcestes era la amante. Y el amor -eso lo supieron los griegos mucho antes que los psicoanalistas- el verdadero amor, es aquel que transforma el amado en amante.

Es muy oportuno que MacCullers nos recuerde esta disimetría entre el amante y el amado, porque precisamente lo imaginario del amor consiste en creer lo contrario, que el amor supone una relación en la cual uno encaja en el otro. Y nada más lejos de la realidad, porque como lo escribe la autora, el amor es un amor solitario, algo que aguarda arrellanado en el fondo del corazón, que espera el momento propicio.

Es lo que llamamos el encuentro.

Y por esa simple y llana razón de que el amor no es correspondencia, ni afinidad, ni simetría con el otro, sino pura suposición, es por lo que -como lo expresa MacCullers de modo tan bello, el amado puede presentarse bajo cualquier forma, incluso bajo la forma de un enano deforme. “Es solo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor”, y cualquiera que sea capaz de abrir los ojos a la realidad del amor, estará de acuerdo con que esa valía y esa cualidad generalmente se corresponden bastante poco como el ser amado, y que por sobre todas las cosas no elegimos en función de nuestra conveniencia sino de nuestro síntoma.

Hay algo en el amor, en el amor verdadero, que limita con la inconveniencia y el error, por eso amar es siempre fallar, no dar en el blanco, aunque por un instante podamos creerlo. En el fondo, como lo escribe nuestra autora, el amado sabe bien que se presta a un juego peligroso, el juego de ser quien en verdad no se es, y teme y odia al amante, teme y odia la posibilidad de que un buen día, como en las fábulas, el amante despierte y el amor retorne a su silenciosa soledad originaria.

A veces no sucede, pero nunca se puede estar seguro.

Gustavo Dessal (14-10-11)