viernes, 12 de octubre de 2012

El informe de Brodeck. Comentario de Miguel A. Alonso

No cabe duda de que “ningún hombre está a la altura de sí mismo”. Y la sensación que me queda como resto tras la lectura de El informe de Brodeck, es que ningún lector puede estar a la altura de la Historia que narra esta novela de Philip Claudel. Y ello porque, al igual que ocurre ante toda Historia literaria que, sin rodeos, se ocupe de la verdad, la historia particular de cada lector es un retal dentro de aquella.   



En otras palabras, la verdad —que es uno de los elementos de los que se ocupa El informe de Brodeck— siempre desborda al ser humano. Es una forma de expresar que sólo podemos decirla a medias, escribirla a medias, mediodecirla y, sobre todo, tratar de biendecirla: o sea, articularla a una ética que tiene que ver, no con el bien y la moral, sino con el acto en cuestión, en este caso, el Ereignis.


La sensación que queda es que Brodeck, en su tortuoso laberinto, en el que, sin duda, trata de biendecir, transita por la decisión y la indecisión, la dignidad y la indignidad, por muchas dudas y algunas certezas, idas y vueltas –como no puede ser de otra forma— en las que merodea, penosamente, por la verdad que se revela, y alrededor de lo que parece eternamente aplazado, algo que no cesa de no escribirse: su vacío, su cráter, su Kazerskwir (El informe de Brodeck, Página 22. Ed. Salamandra)


Pero, pese a todo su tormento, Brodeck tiene una actitud valiente y decidida. Porque abre la puerta de lo humano para echar un vistazo y, como tantos otros, descubre tras ella la inmundicia. Su valentía consiste en que él no cierra la puerta. Pese a la angustia que le produce, la deja abierta un buen rato para observar los movimientos del amor, del odio, fidelidad, de la amistad, de la culpa, del perdón, etc., cuando por encima de ellos se extiende la hediondez de esa particular locura que padecen los hombres cuando visten los ropajes de una pulsión de muerte que, paradójicamente, los entretiene. Esa mirada hacia la verdad –que fulmina todas las referencias legales e imaginarias— y su biendecir, termina por ofrecerle un nuevo sentido a su ser, un lugar particular dentro de su irremediable soledad.

Ética y biendecir. El informe de Brodeck nos introduce en la elaboración de un discurso en donde se ponen en juego la historia de un sujeto –la de Brodeck—su particularidad, su subjetividad, la lógica del lenguaje en la que está inmerso, los caminos por donde es conducido desde la propia palabra, los impasses de los silencios, las decisiones y las responsabilidades sobre su acto, para, finalmente, desde el mismo vacío, desde el mismo cráter, desde el mismo Kazerskwir que lo abismaba, que lo hería, poder fundar otra vida.

Una novela cargada de simbolismo

Es cierto que toda la acción se dirime en un escenario físico al que, incluso, podemos poner un paisaje, un país, un tiempo, una fenomenología, etc. Pero la novela parece solicitarnos una mirada más allá de los fenómenos, de todas las imágenes espeluznantes, de todas las imposturas, de todos los odios. Hay, podríamos decir, otra escena.

Estamos ante un conglomerado de elementos, el pueblo, el Anderer, la naturaleza, el Ereignis, la historia, el nazismo, los campos de concentración, la represión, la culpa, la censura, el olvido, etc., que, a la vez que nos trasmiten su potencial, grave, a veces inimaginable, inalcanzable para la sensibilidad de los seres humanos comprometidos con un mundo de lenguaje, nos precipitan hacia un escenario ético en el que se produce el encuentro desgarrador con la verdad.
 
Los escenarios se ofrecen, también, como susceptibles de transformarse en elementos conceptuales. 

Ereignis

Un escenario lleno de connotaciones filosóficas. Es el lugar desde el que el narrador y protagonista, edifica la novela, el acto desde donde la responsabilidad de cada uno parece solicitar una respuesta. De hecho, la novela comienza así:

Me llamo Brodeck y no tuve nada que ver. Necesito decirlo. Tiene que saberlo todo el mundo(El informe de Brodeck, Página 229. Ed. Salamandra)

El Ereignis es lo que viene a producir la dislocación, el corte, la brecha en el orden imaginario establecido en el pueblo. Además de eso es, para Brodeck, el acontecimiento, el evento, la oportunidad de enfrentarse a la verdad para producir un renacer, aunque eso va implicar el tránsito por la soledad, por la desnudez, por la caída de los ideales y la disolución de todo su imaginario. Sólo después de ese tránsito parece que es posible, para él, una rectificación, un nuevo sentido para su ser.

Por tanto, el Ereignis no es cualquier acto. Es “el acto”. Punto de partida y punto de llegada.    

El Anderer, el Otro

Anderer es el personaje que parece exterior pero, a la vez, parece demasiado próximo a cada uno de los habitantes del pueblo. No tiene nombre, es Otro y es Brodeck, es Otro y es el pueblo entero, es misterioso y claro, pertenece al mundo y no pertenece, está en el espacio pero no es de ningún lugar, está en la historia y no está en la historia, está en el lenguaje pero no habla, es todos y es nadie, existe y no existe. Pero sobre todo es, dentro del lenguaje, “el que calla”, lo cual angustia, desestabiliza, abre brechas para producir la pregunta fundamental: ¿Qué quiere el Otro de mí? ¿Qué quiere el Anderer del pueblo? Lo vamos a saber inequívocamente.

Se teme a quien calla. A quien no dice nada. A quien mira y no habla. ¿Cómo saber qué piensa quien permanece mudo?(El informe de Brodeck, Página 229. Ed. Salamandra)

Hay un lapsus que está escrito en la novela, no por casualidad, sino para precisar esta paradójica puesta en escena del Anderer que revela su condición de extraño, pero también de cercanía al pueblo. Y es que el Anderer conoce a todos, incluso desde antes de que habite en el pueblo, lo cual nos deja la sensación de que todos conocen al Anderer. El lapsus se produce cuando Schloss cuenta la llegada del Anderer diciendo que se dirigió a él con estas palabras: 

Le deseo muy buenas tardes señor Schloss(El informe de Brodeck, Página 139. Ed. Salamandra)

Me parece la confirmación de que el Anderer es algo perteneciente al pueblo desde siempre. Pero sólo ahora, después de acontecido el Ereignis, se manifiesta en todo su potencial.

Por otra parte, una interesantísima definición del Anderer en su función de otro, en este caso con minúsculas, imaginario, la encontramos en las palabras del cura Peiper:

Este hombre era como un espejo... Devolvía su imagen a cada uno. O tal vez fuera el último enviado de Dios, antes de que echara el cierre y tirara la llave. Yo soy la cloaca, pero él era el espejo. Y los espejos, Brodeck, acaban rompiéndose”.

En esta frase se recoge toda una lección sobre la cuestión de la identificación y el motivo del odio. Es el otro en su aspecto imaginario. Si el Otro es un espejo, quien se ve reflejado en él es uno mismo. Anderer = Otro = yo. Pero, en este caso, la imagen que devuelve el espejo, la propia, es fascinante y hostigante. Podemos decir que el Anderer es simbólico y es imaginario. Simbólico en el sentido de que es el Otro enigmático que calla, que encarna el silencio, pero que inscribe en nosotros la pregunta ¿qué quiere el Otro de mí?, pero también es el que produce una especie de fascinación ambivalente, de atracción y rechazo a la vez.  

Brodeck y la verdad

Estamos, por tanto, ante un personaje, el Anderer, que encarna la posibilidad de confrontación con la verdad. Vamos a ver como surge la posibilitad de rescate para aquellos que quedaron atrapados en lo real, en el agujero, en el Kazerskwir. 

Desde este presupuesto, podemos valorar la valentía de Brodeck ante la verdad. Brodeck, es el único que se alegra de la presencia del Anderer, o lo que es lo mismo, es el único que desea ver la verdad. Ve esa posibilidad como un renacer y una vuelta a la vida. Y sabe también que no todo el mundo acepta la confrontación con la verdad porque, ésta, es dolorosa:

“... era el único en el pueblo que se alegraba de que hubiera llegado un forastero. Tenía la sensación de que señalaba un renacer, una vuelta a la vida... Pero no me paré a pensar que a veces el sol resulta molesto, que sus rayos, que iluminan el mundo y lo hacen resplandecer, no pueden evitar que se revele también lo que se intenta ocultar”. (El informe de Brodeck, Página 142. Ed. Salamandra) 

Una de los escenarios en que se nos presenta la verdad, tiene que ver con lo real. La marca real de la verdad es evocada en la leyenda inscripta en la entrada del campo de concentración. Duele en la misma piel:

Sabemos que no somos nada(El informe de Brodeck, Página 144. Ed. Salamandra) 

Así rezaba la fatal e inhóspita leyenda. La contraposición es evidente en tanto se establecen dos formas distintas de hacer con esa nada. Por un lado, el campo de concentración la toma al pie de la letra para reducir al hombre y hacerlo habitar esa nada inhóspita e inmunda, fuera del lenguaje, como un perro arrastrado por la tierra. Es la indignidad que cae sobre Brodeck en el campo de concentración. Por otro lado,  encarnar la nada en el silencio –que es lenguaje—es la posición propia del Anderer. Una posición, a mi modo de ver, muy humana, porque no reduce lo humano, por el contrario, es un silencio que permite encontrar palabras propias para rodear esa nada y dignificar la vida. 

La candidez

Uno de los hechos más dolorosos de la novela es observar cómo Brodeck soporta, como resiste las atrocidades y la indignidad en el campo de concentración. Es cierto, como sostiene la novela: “A los hombres no les corresponde juzgarse unos a otros. No están hechos para eso(El informe de Brodeck, Página 195. Ed. Salamandra). Pero es inevitable escuchar la pregunta que surge inmediata. ¿Cómo puede un ser humano soportar esas vejaciones?

Esta pregunta me llevó hacia ese gran libro de entrevistas que Philip Roth realiza a sus colegas escritores, judíos, entre ellos Primo Levy, Aharon Appelfel, Ivan Klima, Milan Kundera, etc. El libro se llama El oficio. Un escritor, sus colegas y sus obras. Allí podemos ver la candidez de los judíos, su creencia de que el saber los podía salvar de la masacre que se avecinaba.

  Aun hoy en día se sigue aceptando, en general, que los judíos somos gente hábil y refinada, que tiene acumulada toda la sabiduría del mundo. Pero ¿no es fascinante observar la facilidad con que nos engañaron? Utilizando unos trucos sencillísimos, casi infantiles, nos juntaron en guetos, nos mataron de hambre durante meses, nos sostuvieron a base de falsas esperanzas y al final nos enviaron a la muerte por vía férrea. Tuve muy presente esta candidez durante todo el tiempo que duró la redacción de Badenheim. La ceguera, la sordera de los judíos, su obsesiva preocupación por ellos mismos, son partes integrales de su candidez(Philip Roth. El oficio. Un escritor, sus colegas y sus obras. Página 41. Ed. Contemporánea. Libros de Bolsillo)

Hay un momento en la novela, cuando Brodeck y Simon Frippman son llevados del pueblo hacia el campo de concentración, donde vemos revelarse la candidez, la ingenuidad, como si el acto que sufrían fuese algo pasajero. En realidad era el momento en que las mariposas Rex Flammae, es decir, la gente del pueblo, dejaba a su suerte a las otras mariposas, Brodeck y Frippman, ofrecidas como alimento para sus depredadores. 

El buen humor de Frippman, de su inconsciencia, de su incapacidad para comprender lo que nos estaba sucediendo y lo que irremisiblemente iba a pasarnos... Frippman no estaba desesperado en absoluto. Mientras caminábamos no dejaba de hablarme de las mismas cosas, las semillas, la forma de la luna y los gatos... era un alma bendita... Una mañana hicieron una selección. A Frippman le tocó el grupo de la derecha, a mí el de la izquierda... Hasta pronto Brodeck, nos veremos en el pueblo(El informe de Brodeck, Página 215, 216. Ed. Salamandra) 

El lenguaje

Hablamos de discurso. Es evidente que las dos historias en las que Brodeck se siente implicado, nos sitúan, de lleno, en el territorio del lenguaje. En El informe de Brodeck encontramos una extraordinaria reflexión implícita sobre el mismo. La palabra adquiere todo su valor. Primero, por su pérdida, lo cual hace surgir la locura, la pulsión de muerte que barre a la humanidad. Segundo, por su función contraria, la de permitirnos un distanciamiento de esa pulsión de muerte en un regreso al lenguaje, único lugar donde se hace habitable la vida. En tercer lugar, para mostrar su elasticidad significante, lo cual implica estar atento a las múltiples significaciones de las palabras. Y por último, su función de guía, cuando el que la porta permite, en un ejercicio de escritura mediado por la asociación libre, que la palabra plena dirija los pasos del protagonista hacia la verdad.

Ya desde el comienzo de la novela, el lenguaje aparece mediado por una palabra comprometida con el mismo cuerpo:

El dialecto local, una lengua sin serlo, pegada a la piel, al aliento, al alma de quienes vivimos aquí”. (El informe de Brodeck, Página 12. Ed. Salamandra)

Además, se le atribuye al lenguaje una función purificadora, sanadora. Es el momento de regreso al lenguaje como el escenario humano por excelencia.

“Regresar a la lengua, la lengua tras la que, postrada, débil, todavía enferma, había una humanidad que lo único que podía era sanar”.  (El informe de Brodeck, Página 74. Ed. Salamandra)

Importante esta frase en tanto sitúa enfermedad, la locura, en un lugar que nada tiene que ver con la lengua. Hablan de “Regresar”. Lo cual podemos tomar en dos sentidos. Uno para confrontarse con la verdad, para lo cual se necesita la decisión del sujeto, en este caso de Brodeck. El otro sentido tiene que ver con dejar la inmundicia, distanciarse de la pulsión de muerte que, a la vez que entretiene al hombre, lo barre de la faz de la tierra. Distanciarse de esa pulsión de muerte implica regresar a la lengua para sanar dejándose envolver por ella:

Sentía un extraño placer dejándome envolver por sus palabras (El informe de Brodeck, Página 74. Ed. Salamandra)

Pero ese regreso tiene sus caminos, lo que implica estar atento a la elasticidad de las palabras, a su función significante. Porque son muchos los laberintos que hay que atravesar, laberintos en los que uno puede quedar apresado y perder el camino. Veamos sino como un ejercicio semántico, le permite a Brodeck adoptar una posición respecto al Otro:

“Wi sund vroh wen neu kamme” puede significar “nos alegramos de que venga alguien nuevo”. Pero también puede interpretarse como “nos alegramos de que pase algo nuevo”, que no es exactamente lo mismo. Lo más curioso es que vroh posee dos significados distintos según el contexto en que se emplee, “contento, feliz” pero también “atento, vigilante”. De modo que, si se opta por el segundo, nos encontramos ante una frase extraña e inquietante, en la que en su momento nadie reparó, pero que luego no ha dejado de resonar en mi mente como una especie de advertencia que lleva ya en su seno un atisbo de amenaza, como un puño que se alza o una hoja de cuchillo que al moverse reluce al sol”. (El informe de Brodeck, Página 150. Ed. Salamandra)

Y si nos detenemos en observar a la palabra en su función de guía, hemos de detenernos en la misma narración que Brodeck usa para contar su historia. No se caracteriza por su linealidad, sino más bien por los diferentes saltos de un lugar hacia otro. Algo que puede evocar, muy bien, lo que conocemos con el nombre de asociación libre. La novela está plagada de ejemplos. Uno de ellos se produce en la página 36 cuando está en la casa de Orschwir, conversando sobre un tema determinado y, de repente, se produce una asociación cualquiera y Brodeck salta a narrarnos su dificultad con el habla y su preferencia por la escritura. Él mismo se encarga de confirmarnos esta utilización de la asociación libre:

Avanzo retrocedo, me salto el hilo temporal como quien salta una cerca, me voy por las ramas y sin quererlo, quizá no explico lo esencial(El informe de Brodeck, Página 101. Ed. Salamandra)

 O bien:

Acabo de releer mi historia desde el principio. No me refiero al informe oficial sino a esta confesión. Le falta orden. No ceso de divagar... Las palabras acuden a mi cabeza como las limaduras de hierro a un imán y las vierto en la hoja sin preocuparme de nada(El informe de Brodeck, Página 179. Ed. Salamandra)

Esa asociación libre es la forma que tiene Brodeck de dejarse llevar por el lenguaje, la forma de un discurso ético encaminado hacia su verdad.

El advenimiento de la verdad en Anamorfosis

Puede que todo lo que dibuja sean símbolos y cosas por el estilo... y que sea una manera de explicar lo que es cada uno y lo que hizo en otros tiempos (El informe de Brodeck, Página 98. Ed. Salamandra) 

¿Cómo lo hace? Resulta extraordinario introducirse en la fonda de Schloss en el momento de la exposición pictórica. Es toda una lección de arte la que nos muestra Brodeck en su escritura. Divide la escena en dos campos: campo de la visión, y campo de la mirada. En una primera visión, los habitantes del pueblo no ven sino la armonía de los paisajes, de las perspectivas. El Anderer parece invitar a todos a un paseo sin ningún interés por los paisajes que son del pueblo, de sus gentes. Hasta parece natural que nada de esas pinturas los conmocione. Todos están hartos de ver.

Sin embargo no contaban con la mirada. Eso que los detiene, que los angustia, que los petrifica, que los deja sin aliento. Basta un simple movimiento de la visión, un cambio de posición en el espacio, para que esos ojos se encuentren con su mirada, que es la propia, pero que está puesta en el campo del Otro, el Anderer. Es desde ahí desde donde se produce la mirada propia de cada uno de los habitantes del pueblo. Ahí la armonía se transforma en pesadilla, al modo de Los Embajadores de Hölbein, cuando desde una posición determinada, lo que parecía una mancha debajo de la armonía del saber, se transforma en una calavera, símbolo por excelencia de lo efímero. Lo mismo ocurre en la fonda:

Si inclinabas un poco la cabeza para mirarlo(El informe de Brodeck, Página 242. Ed. Salamandra) 

¿Qué ocurre en ese movimiento? Cada uno se vuelve testigo de su ser más inhóspito, de su inmundicia, de su culpa, que, ya sin velos, coincide, de forma absoluta, con la historia particular de cada uno. Es la desnudez de la verdad. Imposible de soportar.   

Toda una lección de arte. Los objetos cotidianos, los paisajes, extraídos de su escenario natural, son llevados a la superficie opaca de una tela para evocar, dentro de una ilusión de armonía, la Cosa, lo más siniestro que habita en cada uno de los hombres. Es el arte como fuente de verdad, diluyendo la apariencia, la ilusión armónica que, inscribiéndose en una inocente superficie, no parecía mostrar nada. ¿Sólo eso era lo que el Anderer, el Otro, tenía que mostrar? No, el Anderer, el Otro, es también el lugar de la mirada. Cada habitante del pueblo es, en el Otro, en el Anderer, su propia mirada.  

Nombre del padre

Tenemos en la novela un juego de existencia y no existencia del Padre como regulador legal de la historia particular. Si ya tratamos de atrapar lo que nos dice sobre la función del Anderer como Otro, también el texto ilumina la función de un Otro legal, por “conocido”, más evidente. Es el caso de Dios, de la muerte de Dios. Como si el valor que tuvo como función reguladora se hubiese diluido. Dice el padre Peiper en una conversación con Brodeck:

Voy a ayudarte un poco haciéndote una confidencia: Yo ya tampoco creo demasiado en Dios... Ahora sé que no existe, o que se ha ido para siempre, lo que viene a ser lo mismo: estamos solos. Eso es todo. No obstante, sigo con la función, está claro que mal, pero todavía tiene público. Eso no perjudica a nadie, y aquí viven unas cuantas almas viejas que estarían aún más solas y más abandonadas si cerrara el teatro. Cada representación les da un poco de fuerza...” (El informe de Brodeck, Página 123. Ed. Alfaguara)   

Ir más allá del padre a condición de servirse de él. El nombre del padre, en su función reguladora, se diluye. Sin embargo, el cura Peiper, aún no creyendo en él, se da cuenta de que es uno de los recursos imprescindibles para aplicar en el interior del aparato social. Es decir, puede ahí cumplir su función de atadura de lazos sociales. El padre Peiper es la garantía de que sus feligreses puedan sostenerse en un mundo simbólico. Él sostiene un deseo, consiente a sostener esa función y trasmitirla.

Pero también, el hecho de haberse quedado solos, y saberlo, implica, para Brodeck, una nueva posibilidad que se le abre. La de que él mismo pueda hacer algo con su soledad. Sin duda, hacerse con su nombre propio, como bien queda significado en el último párrafo de su discurso. Lo vemos a continuación.

El pueblo: imagen, simbolismo, caída

Es uno de los escenarios que se traslada, desde su lugar físico, hacia la otra escena, más cargada de simbolismo, y más apropiada para el advenimiento de una verdad. Ese cambio se produce retroactivamente, en el último tramo de la novela, cuando el mismo Brodeck nos dice:

“... el pueblo se me apareció bajo una nueva luz; de pronto lo vi como el último lugar, al que acuden quienes han dejado atrás la noche y el vacío; no como un sitio donde se puede empezar de nuevo, sino simplemente como el lugar donde quizá todo acaba, o donde todo debe acabar”. (El informe de Brodeck, Página 192. Ed. Salamandra)

Donde todo acaba, o donde todo debe acabar

Sólo acaba para quien se comprometió en el discurso con el biendecir. Efectivamente, poco a poco se va derrumbando el edificio imaginario tras el que se ocultaba la verdad. Todo se acabó. La historia del pueblo, el acto, en definitiva, el informe, pareciera que se pretendiese palabra vacía, un nuevo velo para ocultar la responsabilidad. En este sentido, Göbbler, el vecino, parece encarnar la misma represión, y el alcalde Hans Orschwir la misma censura. El informe, no siendo palabra vacía, no podía, sino, acabar en la hoguera. Sólo para sus habitantes, el pueblo continúa siendo algo físico, el mundo imaginario que nada quiere saber de responsabilidades ni verdades. Sólo ahí es posible mantener una impostura que recubre al mal. 

El Nombre Propio

Por el lado de Brodeck, el derrumbe imaginario implica la disolución de toda impostura. Se traslada, todo él, a otra escena. Por no quedar, ni siquiera le queda el pueblo en pie:

Por más que he mirado no he visto nada. No había niebla, ni nubes ni bruma. Pero allí abajo no se veía ningún pueblo. El pueblo, mi pueblo había desaparecido por completo. Y con él todo lo demás, las figuras, el río, los seres vivos, los dolores, las fuentes, los senderos que acababa de recorrer, los bosques, las rocas... Como si a medida que avanzaba alguien hubiera ido desmontando el decorado (El informe de Brodeck, Página 280. Ed. Salamandra)

Toda una descripción del derrumbe imaginario que lo velaba todo, que ocultaba la verdad, que impedía el surgimiento de la singularidad de Brodeck. Ahora, el panorama es diferente. Su singularidad queda cernida por un nombre: Brodeck.

Y no es cualquier cosa poseer un nombre. No tenemos más que fijarnos en la conversación que Brodeck mantiene con Schloss en la fonda, cuando hablan del hijo perdido:

El niño nació sin nombre, y desde entonces no he dejado de reprochármelo, casi como si fuera eso lo que lo mató. Sueño, y yo no puedo gritar ningún nombre, no hay ninguno que pueda pronunciar para lograr retenerlo (El informe de Brodeck, Página 136. Ed. Salamandra)

Vemos en este inmenso párrafo la importancia de construirse un nombre. Brodeck también es un desvalido, sin padre originario, sin madre originaria, por lo cual la cuestión del nombre no es baladí para él. Su recorrido por la palabra, a la vez que le permite deshacerse de todo el peso de lo imaginario y aliviar el peso insufrible de lo real, le permite, finalmente, reivindicar un nombre, hacerlo suyo:  

Me llamo Brodeck y no tuve nada que ver. Mi nombre es Brodeck. Brodeck. Recuérdenlo, por favor. Brodeck(El informe de Brodeck, Página 280. Ed. Salamandra)

Es el norte para volver a empezar en un mundo lleno de Otros, que sabe que no existen, pero que, pese a todo, pueden cumplir su función. Brodeck, efectivamente, se quedó sin Otro. Está en la intemperie, en la soledad, pero está, paradójicamente, en el buen lugar para producir la rectificación, para volver a empezar más allá de la impostura de cualquier Fratergekeime o de cualquier Rex Flammae.

Puede que vivir sea saber que lo real no lo es totalmente, puede que sea elegir otra realidad cuando la que hemos elegido adquiere un peso insoportable(El informe de Brodeck, Página 268. Ed. Salamandra)
 
Miguel Ángel Alonso

martes, 9 de octubre de 2012

Sobre "El Informe de Brodeck", por Gustavo Dessal

Creo que la gran literatura universal puede muy bien recibir con los brazos abiertos a Philipe Claudel, y reconocerlo como un autor excepcional. Entiendo por gran literatura universal aquella que no solo entretiene, sino que enseña, que abre nuestra visión del mundo, y que por lo tanto se sostiene tanto en la imaginación como en el pensamiento. La gran literatura universal es, en el fondo, una reflexión moral contada con la perífrasis de la ficción. En ese sentido, y dado que la amoralidad es la tendencia que prevalecerá cada vez más en nuestro mundo, una obra como El informe de Brodeck merece un lugar de honor en nuestra tertulia. Por supuesto que no le doy al término “amoralidad” la connotación que suele tener en boca de quienes juzgan el comportamiento de los otros llevándose las manos a la cabeza, o señalándolos con el dedo. Le doy a la palabra su significado literal, es decir, esa ausencia, retirada o abandono de la dimensión moral de las cosas, que se dirimen, se negocian, se manipulan, y se reparten siguiendo una metodología burocrática exclusivamente centrada en la eficacia y el logro de un determinado objetivo, sin que la dimensión moral interfiera en los fines que se persiguen, ni en los medios que se disponen para alcanzarlos. Sobran razones para afirmar que es esta la dirección en la que avanza la realidad contemporánea, y extenderse en ello sería en esta ocasión superfluo. Por ese motivo necesitamos libros como el que hoy comentamos, libros que nos hablen de la vergüenza, una reacción humana que languidece y se extingue, mortalmente herida por la indiferencia que avanza como una marea tóxica.

La vergüenza y la culpa son los temas esenciales de esta novela, construida alrededor de una metáfora que consigue atrapar uno de los interrogantes más cruciales sobre la naturaleza humana. El mal, pese a los incontables estudios aportados por la filosofía, la teología, la sociología, la psicología social y la antropología, sigue conservando un misterio jamás resuelto por completo. Tampoco Claudel logrará resolverlo, pero al menos acierta a tratarlo con las armas de la poesía, sin ahorrarnos la enorme complejidad del problema, ni la espantosa verdad que nos refleja. Tampoco el psicoanálisis podrá saldar de un modo definitivo las cuentas con el mal, pese a que sus instrumentos conceptuales son poderosos, y se apoyan fielmente en una experiencia que se esfuerza por asumir lo sublime y lo execrable en sus auténticas proporciones. En el mal hay, en última instancia, algo inexplicable, indecible, algo que desborda todos los marcos de análisis, lo cual no es razón para renunciar al esfuerzo de atrapar su lógica y los mecanismos de su causalidad. 

Que Brodeck inicie su confesión proclamando su inocencia, es un comienzo demoledor, puesto que nos prepara para lo que inevitablemente vendrá. No es suficiente con habernos divorciado de la idea de Dios para librarnos de una instancia a la que todos estamos sometidos, tanto las víctimas como los verdugos. Porque incluso los verdugos no actúan jamás en su propio nombre, sino que se autorizan en aquello a lo que sirven: una idea, una misión, un líder. Nadie es lo suficientemente autónomo como para obrar en su propio nombre, aunque así lo crea. Y a pesar de ello, nadie, ni siquiera Brodeck, puede afirmar su absoluta inocencia. 

En la historia del mal, esa historia que Borges recorrió bajo el epígrafe de la infamia universal, existe un punto de inflexión. No sabemos si habrá otro, no es algo que pueda descartarse, pero lo seguro es que el siglo XX conoció uno que cambió definitivamente esa historia, y descubrió para siempre la verdad. Desde la antigüedad hemos sabido que el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades, pero siempre hemos creído que tales aberraciones estaban producidas por los instintos salvajes que la civilización no puede jamás extirpar del todo. El siglo XX nos demostró que estábamos equivocados. La más lograda realización del mal no fue el producto de las pulsiones desbocadas, sino el resultado de una obra civilizadora ejemplar, una labor racionalmente diseñada y llevada a cabo sin pasión, sin odio, casi sin implicación afectiva, con el mismo estado de ánimo en el que una comunidad decide poner manos a la obra y ejecutar un proyecto colectivo que requiere esfuerzo, sacrificio, sentido del deber, y sobre todo enormes dosis de racionalidad, como podría ser la eliminación de todas las malas hierbas que crecen en un inmenso territorio. No es cuestión de lanzar a todo el mundo a tontas y a locas a arrancar hierbajos. Las cosas no se hacen así cuando el objetivo es una limpieza total con el mínimo de gasto y el mayor rendimiento. Es necesario planificar, organizar, economizar, distribuir las fuerzas. Es lo que se llama una burocracia. La burocracia consiste en la capacidad de gestionar una tarea sin que las personas implicadas puedan apreciar el conjunto de la labor, por lo que es preciso convertirlos en meros engranajes de una gigantesca maquinaria, piezas aisladas pero perfectamente ensambladas una a otra. Solo unos pocos tienen conocimiento de la maquinaria en su totalidad, y quienes poseen ese conocimiento se sitúan por lo general a una distancia considerable respecto del objeto que la burocracia gestiona. En el siglo pasado sucedió algo especial, algo que no tuvo antecedentes. Lo nuevo no fue en modo alguno el número de las personas implicadas, aunque dicho número alcanzó un récord desconocido. Lo nuevo fue de índole cualitativa, porque nunca antes la muerte había tomado posesión de la vida bajo los auspicios de la más estricta racionalidad científica. Tan nuevo fue aquello, que todavía la Humanidad no ha podido fabricar la palabra adecuada para nombrarlo, puesto que lo que sucedió tuvo una magnitud que desbordó por completo los límites mismos del lenguaje, y desde entonces se han escrito cientos de miles de páginas, se han filmado centenares de películas, y pintado innumerables cuadros, se han recitado versos y cantado canciones, todo ello en el vano intento de nombrar lo innombrable, porque seguimos sin encontrar esa palabra. Por eso, muy sabiamente, Claudel propone denominar Ereigniës al suceso del que Brodeck tendrá que informar. En ese dialecto que el autor inventa, fraguando términos que combinan el alemán y algunas raíces anglosajonas, Ereigniës significa exactamente “acontecimiento” (Ereignis, en alemán). Dado que el acontecimiento no puede nombrarse, se llamará entonces como tal: acontecimiento. El Ereigniës es el nombre que Philipe Claudel propone para nombrar aquello que no tiene nombre, que nunca lo tendrá, que representa un agujero, ese cráter al que Brodeck le da vueltas todas las noches durante su estancia en el campo, un hiato al que solo podemos rodear con palabras, cientos de miles de millones de palabras que no podrán en ningún caso rellenar el sentido que falta. 

A mi juicio, el gran logro de Claudel no consiste solo en narrar una historia extraordinaria con un lenguaje soberbio, de una densidad poética que conmueve por su delicadeza y a la vez por su terrible brutalidad. Creo que el mayor mérito es haber podido crear una escala, una proporción que permite atrapar al lector sin ponerlo previamente sobre aviso. Lamentablemente, los seres humanos poseemos sentidos precarios y de alcance limitado. Carecemos de la capacidad para percibir las cosas cuando se nos presentan en cantidades abrumadoras. Las grandes cifras, las superficies inmensas, la acumulación a gran escala de datos, circunstancias y acontecimientos, escapan por completo a nuestra comprensión sensible. Se hicieron innumerables películas sobre la Segunda Guerra Mundial y el desembarco de Normandía. El mérito de Spielberg, con su Salvad al soldado Ryan, fue lograr traducir toda la barbarie de la guerra y condensarla en un único soldado. Salvar a ese soldado, uno entre cientos de miles de infelices, se convierte no solo en la aspiración de un comando militar, sino en la esperanza que late en el corazón de cada uno de los espectadores. Debemos salvar a Ryan para salvarnos a nosotros mismos, del mismo modo que al matar al Anderer hemos cometido un crimen contra la Humanidad. Nuestra mezquina naturaleza nos permite entender mejor lo pequeño que lo grande. La magnitud del firmamento y la de la barbarie acaban por anestesiar nuestros sentidos, y nos sentimos más próximos a la muerte de un niño que a la tragedia que roba la vida de miles. Es probable que Claudel haya pensado en eso al condensar el acontecimiento en la historia de una pequeña aldea, y al convertir el exterminio de millones de seres en el asesinato de uno solo. 

El ser humano es extraño. Participa constantemente en un agotador combate entre la memoria y el olvido. Necesita perentoriamente ambas cosas: recordar y olvidar, dejar constancia de sus actos, de su presencia en el mundo, y a la vez borrar sus huellas, apartarse de su historia. Sufre una división crónica entre la afirmación y el repudio de sí mismo, y se ve arrastrado por ese empuje que lo condena a la repetición, incluso cuando cree cabalgar en la ola del progreso y la superación de los errores. El ser humano es un animal curioso que, con la inmensa diversidad de sus posibilidades, en el fondo acaba por hacer siempre lo mismo. 

La esencia es el Informe. Es absolutamente fundamental que el Acontecimiento quede circunscripto en un orden. Está claro que ninguna autoridad real presentará una reclamación por lo sucedido, ni exigirá una rendición de cuentas, ni pedirá una investigación. Uno de los aspectos más apasionantes del Holocausto, si se consigue suspender por un momento el impacto emocional que provoca su conocimiento, es el hecho de que en ningún momento se abandonó la racionalidad, ni se perdió de vista la necesidad de que el proyecto se llevase a cabo procurando en todo momento mantener a raya cualquier clase de pasión humana, a excepción de la absoluta alienación al sentimiento del deber y el orgullo de servir a una causa superior. Todo debía ser perfectamente documentado, registrado, contabilizado y asentado en números, cifras, cálculos, presupuestos y balances. El alcalde Orschwir no puede permitir que lo sucedido se pierda en la deriva del rumor, o se evapore como si se tratara de una mala resaca de la que uno se deshace con el paso de las horas. Por supuesto, no lo mueve el afán de la verdad, ni el deseo de establecer las responsabilidades correspondientes y en consecuencia hacer justicia. Orschwir es el alcalde, y tiene plena conciencia de su deber simbólico. Su único propósito es que el Acontecimiento quede atestiguado en la legitimidad de las normas burocráticas, cuyo sentido es por completo ajeno a la dimensión moral de la verdad. En realidad, el informe de Brodeck se descompone en dos partes: una, la que se oculta a la luz de la razón pública, y otra la que el protagonista dará a ver. Sobre esta última el autor no nos proporciona la más mínima información. Brodeck disocia su escritura, compone un informe oficial, una falsa memoria despojada de toda consecuencia (al punto de que puede desaparecer en las llamas sin que nada cambie), y una memoria oficiosa cuyo destinatario no es nadie, sino la verdad misma como lugar donde algo de la dignidad humana pueda preservarse a pesar de todo. 

Este desdoblamiento de la memoria tiene su correlato en un doble retorno: primero es Brodeck el que vuelve del lugar de donde nadie regresa. En un segundo momento, es el Anderer quien hace su entrada en el pueblo. Ambos comparten algo fundamental: son Fremdër, extraños o extranjeros. Brodeck es un Fremdër que había sido adoptado. La extrañeza de su origen pudo ocultarse durante mucho tiempo en la superficie de la convivencia, y sobre todo en el hecho de que se le adjudicó una humilde función administrativa excéntrica al circuito mercantil del pueblo. Brodeck es el otro al que se conoce, y al que se mantiene debidamente localizado cumpliendo un servicio secundario para la comunidad. El Anderer, en cambio, es un Gekamdörhin, El que vino de allí. ¿Dónde es allí? No se sabe. Sin duda es otro mundo. Con este otro Fremdër hay un grave problema: es demasiado opaco, no se conoce su nombre ni su oficio, ni el lugar de donde viene, ni cuál es su misión. Esconde mucho más de lo que muestra. Es evidente que Claudel ha fundido aquí dos acontecimientos históricos que marcaron para siempre la historia de la Humanidad: la muerte de Cristo, y el exterminio judío. El Anderër es de entrada inquietante, porque se instala en el lugar de un enigma. No quiere nada, no busca nada, no pide nada, a excepción de un cobertizo para sus animales y algo de comida para él, que paga con dinero cuya procedencia se desconoce. ¿Es un dios o un demonio? Sabemos cómo Claudel aprovecha la estructura psicológica y social de los pequeños pueblos, que alimentan su miserable existencia con cualquier circunstancia que pueda alterar el curso agónico del tiempo. ¿Habrá venido el Anderër para recordarles a los hombres su crimen? ¿Acaso no sabe él cuál es el destino que le aguarda, y no será precisamente lo que se propone buscar? En cualquier caso, hará todo lo necesario para caminar por el estrecho filo que divide la fascinación por el semejante y el deseo de su destrucción. Es evidente que los dibujos son mucho más que una exposición de sus habilidades como dibujante, y que el deseo de exhibirlos obedece a un propósito que no es inocente. Si algo han percibido bien esos hombres de vidas terribles es que, desde luego, la visita del Anderër no es para nada inocente. 

Brodeck y el Anderer son, en última instancia, la misma cosa. Declinadas en la trama de distinto modo, ambas figuras están condenadas a la muerte, la expulsión, el rechazo. Brodeck se marcha por donde vino hace decenas de años, y el Anderer también. Que uno muera y el otro sobreviva, no son más que avatares de algo que está en el corazón de la historia. Ambos encarnan aquello que Zygmunt Bauman describe a propósito del judío como aquel elemento que ha franqueado todos las circunscripciones, clasificaciones, definiciones, fronteras y límites que la modernidad ha impuesto con su implacable maquinaria de emplazamiento. El judío era la abstracción más dotada de esa “opacidad multidimensional y esta misma multidimensionalidad era una incongruencia cognitivamente inasible, ajena a todas las otras.” Lejos de presentarse bajo la figura piadosa del Rostro, esa manifestación del Otro al que según Levinas no puede menos que responderse con el amor gratuito, carente de finalidad alguna, Brodeck y el Anderër se convierten en el Rostro al que no se puede mirar, porque todo aquel que se asome a ese espejo verá lo que debería permanecer oculto. “Los retratos del Anderër resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados vivos”, “...contaban cosas que no convenía contar”. Hacer pedazos los dibujos, incluso reducirlos a cenizas (con toda la connotación que en este contexto posee esta palabra) responde a una acción espontánea, emocional, un signo de la barbarie que puede dominarnos en un acceso de furia, incluso de desesperación. La cremación del informe en el horno del Alcalde es algo muy distinto. Es el resultado de una lógica meditada, planificada y llevada a cabo con los instrumentos de la razón, y no con la intensidad bruta del comportamiento pasional. Nadie odia verdaderamente ni a Brodeck ni al Anderër, y sin embargo ambos serán sacrificados por revelar “verdades que se habían enterrado”. 

Brodeck no debería haber vuelto y el Anderër no tendría que haber llegado, eso es todo. Ninguno de ellos ha venido solo. Cada uno (y en el fondo uno y otro son lo mismo), trae algo consigo. Algo terriblemente peligroso, una materia codiciada e inflamable: eso que se llama la causa del deseo. Aquí debo explicarme un poco, debo recordar que la causa del deseo es algo que enloquece a los hombres, algo que de tanto en tanto, y apremiados por determinadas circunstancias, tienen que entregar en sacrificio para intentar calmar en vano el deseo de los dioses. Como escribe Claudel: “Si las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador les ha soplado la receta”. Los hombres no pueden vivir sin amo, ya que para ello se requiere una subversión que muy pocas veces se alcanza. Lo más frecuente, es que el derrocamiento de uno no sea más que el prolegómeno de la instauración de otro. ¿Por qué nuestros protagonistas encarnan la causa del deseo? Porque son inasimilables, porque no son más que la “sustancia episódica” de lo imposible, de lo innombrado, de lo impronunciable. De ellos solo puede decirse “que no son como nosotros”. Pero para que alguien pueda encarnar la causa del deseo, es necesario que esta afirmación se complemente con otra: “hay algo en ellos que es de nosotros”. La tensión entre ambas proposiciones puede mantenerse constante, aliviarse en ciertas circunstancias, o por el contrario desequilibrarse en otras. El horror y la fascinación, el rechazo y la identificación, son polaridades que pueden anudarse o descomponerse. El guardián del perro Brodeck, ese simple funcionario y padre de familia, ignora que la cadena con la que humilla a su prisionero lo mantiene unido a él. 

Claudel es un maestro de la prestidigitación, puesto que construye su relato haciendo surgir a cada paso un giro que derriba el sentido que por todos los medios el lector busca imperiosamente equilibrar. Como los habitantes del pueblo, necesitamos concluir quiénes son los buenos y los malos, los verdugos y las víctimas, los culpables y los inocentes. Y no es que esas distinciones estés ausentes del relato, solo que el autor las retuerce hasta el límite. Brodeck inicia su historia declarando su inocencia, y la concluye confesando su culpa, la culpa de haber decidido vivir. Robar unas gotas de agua supuso “el gran triunfo de nuestros verdugos”, dado que no existe nada más deshumanizante que empujar a un ser humano a no ser otra cosa que el cálculo de su propia conservación. 

La moraleja, como era de esperar, es aquella que ninguno de los innumerables y extraordinarios estudios sobre el mal puede extraer nunca, porque todo análisis basado en el contrapunto indiscutible entre racionalidad y ética se estrella indefectiblemente contra un real, ese real que, como lo expresó en una ocasión Lacan refiriéndose al Holocausto, ninguna teoría basada en las premisas hegeliano marxistas puede en modo alguno siquiera adivinar: que la destrucción del otro no está basada en el “empeño por existir” del individuo, ni siquiera del grupo. El goce, eso que no sirve para nada, y menos aún para la supervivencia, no está directamente emparentado con ninguna locura especial. Vive en el interior de cada uno de nosotros, y lo más sorprendente de todo este cuento, es que sea la razón la que de tanto en tanto lo irrite hasta hacerlo salir de su madriguera. 


Gustavo Dessal

lunes, 8 de octubre de 2012

Reunión LITER-a-TULIA Noviembre 2012

En nuestra próxima cita comentaremos la premiada novela 
"El Mapa y el Territorio"
del polémico Michel Houellebecq.




De nuevo un festivo nos obliga a adelantar una semana nuestra reunión que pasa a ser el primer viernes de noviembre, día 2, a las 18 horas, en nuestro querido Este o Este, calle Manuela Malasaña nº9.

www.liter-a-tulia.blogspot.com


Feliz lectura:

LITER-a-TULIA