viernes, 18 de noviembre de 2011

Rosa López abre la segunda reunión de LITER-a-TULIA dedicada al odio a través del relato "Confesión encontrada en una prisión en la época de Carlos II"


Quiero comenzar subrayando lo extraordinario de la posición existencial desde la que habla el protagonista, todavía entre los vivos, pero a punto de entrar en el mundo de los muertos. Esa extraña zona entre la vida y la muerte, que hace que el sujeto tome la palabra para confesar “Toda la verdad”, eso que se pide en los juicios cuando se obliga a jurar sobre la Biblia que se va a decir: la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Solo que la verdad no puede decirse toda, aún cuando esta sea la intención de un sujeto, que por otra parte ya no tiene nada que perder. No puede decirse toda, ni puede decirse nada más que la verdad depurada completamente de la dimensión del engaño. La verdad es mentirosa y parcial por estructura. Seremos los lectores quienes recibamos esta confesión y tratemos de comprender algo más con los pocos, pero esenciales, elementos que nos ofrece el relato.
Tenemos al protagonista que se define como un hombre cobarde, desconfiado y hosco y tenemos al hermano, quien, por el contrario, atesora las virtudes que al él le faltan: generoso, viril, de buen corazón, más guapo, vital y sobre todo amado. Ambos hermanos son de naturaleza tan diferente que el mensaje que los otros le transmiten  al protagonista cuando le conocen es que no se puede comprender cómo tienen tan pocos puntos en común. La comparación siempre es odiosa, sobre todo cuando uno sale tan mal parado frente a la imagen del otro. El hermano encarna el ideal masculino, mientras que él es un ser despreciable que nos confiesa, de entrada, dos sentimientos: la indiferencia ante la muerte del hermano, probablemente tan deseada, y esa enconada envidia que siempre sintió en su corazón.  Creo que tenemos aquí la clave de todo el drama. De la envidia feroz en la infancia, pasando por el deseo de muerte del otro, hasta llegar al odio, que es el tema de esta reunión.
Tanto la filosofía como el psicoanalisis se han preguntado cuál es el sentimiento más arcaico del ser humano, si el amor o el odio, llegando a la conclusión de que primero es el odio y después el amor. Para el psicoanalisis el odio es precursor del amor y constituye el vinculo primario con los otros. Más precisamente, lo que se comprueba  a través de la clinica, es que el origen de las relaciones sociales se encuentra en los celos con el hermano. En la fraternidad se dará el amor, sin duda, pero son los celos los que constituyen el pivote al rededor del cual se conforma el destino de cada sujeto en el registro de lo social. El reconocimiento en la infancia de la existencia del hermano produce un fuerte sentimiento de intrusión. San Agustín en sus Confesiones nos ofrece una imagen paradigmática de este drama inicial de la vida: “He visto con mis ojos y observado a un pequeño dominado por los celos.  Todavía no hablaba y no podía mirar sin palidecer el espectáculo amargo de su hermano de leche”.
De esta encrucijada vital se derivan dos caminos diferentes: o bien el sujeto se queda  en el odio y la consecuente necesidad de destruir al intruso, o comienza a amarlo y a identificarse con él. Generalmente el odio y el amor se conjugan como las dos caras de una misma moneda, de manera que el amor más fuerte puede bascular hacia el odio y viceversa.
El relato de Dikens tiene una lógica implacable que muestra la sabiduría del escritor acerca del funcionamiento del alma humana. El protagonista se casa, pero no con cualquier mujer, sino precisamente con la hermana de la esposa de su hermano. Dos parejas de hermanos de distinto sexo se dan cita en el texto para duplicar el efecto del drama de la fraternidad. Este casamiento no le acerca más al hermano por la vía del amor, sino que se desliza ya irremediablemente hacia el odio mediante un desplazamiento del mismo sobre la figura de la cuñada. Creo, por otra parte, que en  la trama no vamos a encontrar la ambivalencia común entre el amor y el odio. Decimos, sin equivocarnos, que no hay amor sin odio, pero la frase no es reversible, pues muy bien puede suceder que haya odio sin amor. Pienso que este es el caso de nuestro protagonista y es lo que origina la gravedad de sus sentimientos y del acto que se deriva de los mismos. Cuando el odio no está neutralizado por el amor, lo que se pone en juego es la necesidad de destruir al otro, ese otro que se nos torna insoportable, que nos persigue con su mirada, que conoce el núcleo miserable de nuestro propio ser. La mirada del otro se hace omnipresente y atraviesa la barrera del semblante hasta descubrir lo que hay detrás de las apariencias.  Si el amor se dirige siempre al semblante, el odio apunta al ser del otro. 
Cuando el odio cobra este carácter extremo estamos, sin duda, en el campo de la enfermedad mental. El enfermo experimenta la existencia del kakon (palabra griega que significa “mal”). Ese espíritu maligno que lo amenaza desde el exterior, pero que a la vez lo habita en lo más intimo. La experiencia es tan insoportable que para liberarse de la misma el sujeto pasa al acto, en este caso homicida, aunque podría haber sido suicida, porque en definitiva el enfermo quiere asesinar en el otro el kakon de su propio ser.
Volvamos a la historia; parece que la fortuna hace que la cuñada muera, liberando al sujeto de su mirada escrutadora y amenazante. Sin embargo, es imposible liberarse de algo que se proyecta fuera estando a la vez dentro, por eso muerta la madre el mal retorna bajo la figura del hijo como una replica de la muerta. El niño es portador de una mirada que lo persigue con un propósito y un significado que el sujeto dice saber.
Si pensamos este crimen como los detectives que vemos en las peliculas empezaríamos preguntándonos por el móvil del mismo. Quid pro quo? ¿A quién beneficia?  Me parece que el autor nos lanza un falso señuelo al mostrar que la muerte del niño convertiría al asesino en heredero y que el motivo pudiera ser el interés económico. Pretendo demostrar que el pasaje al acto homicida está comandado por el odio en su expresión más radical, depurado de todo sentimiento amoroso, un odio que solo puede saldarse con la extinción del objeto que lo produce. Si seguimos las pistas a la letra nos encontramos con la siguiente secuencia:
“Siempre que salía de mis pensamientos melancólicos lo encontraba mirándome con fijeza”
Primero: el sujeto dice estar inmerso en sus pensamientos melancólicos, es decir es presa de un mal que le aproxima a la muerte, muy frecuentemente bajo la forma del suicidio. El melancólico siente que su ser no es más que un deshecho que no merece seguir vivo. Esto no es un dato exclusivamente clínico, desde hace siglos la melancolía ha sido materia de la literatura y de la sabiduría popular y siempre aparece  ligada al suicidio.
Segundo: cuando sale del horror interno de sus pensamientos lo que encuentra es el horror exterior de una mirada acusatoria, que lo desprecia nuevamente como un ser indigno. Quiero subrayar el carácter reversible del conflicto, lo insoportable se presenta basculando del interior al exterior y su erradicación solo puede obtenerse mediante el suicidio o el homicidio.
Tercero: de la mirada que viene del niño hacia su persona se pasa progresivamente a la mirada de él sobre el niño. Lo miraba durante horas, escondido detrás de un árbol, después miraba la escena del niño con su esposa como si esta fuera una madre, o por las noches miraba como dormía. No puede parar de mirarlo con una fascinación malsana que le hace sentir como un “infeliz culpable” a punto de ser sorprendido por una mirada que lo miraría mirando. Es su propia mirada la que va teniendo un propósito aniquilatorio hacia el niño y al mismo tiempo proyecta ese sentimiento como una amenaza que le viene del otro, por eso nos dice “sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua”
Quinto: en el momento del acto homicida se produce un estado alucinatorio, retorna la mirada de la madre en los ojos del niño y luego se multiplica por doquier, todo el universo se transforma en mirada ante la que no hay ocultamiento posible y entonces, el cobarde y poco hombre aniquila a aquel que provenía de una sangre valiente y varonil (la del hermano).
Después queda preso de la obsesión absoluta de ocultar su acto (todo lo demás no le importa), pero no se puede esconder nada cuando la mirada amenaza por todas partes. Matas unos ojos tratando de eliminar su mirada y está vuelve con más potencia. No hay manera de ganarle la partida, es ya la mirada de Dios la que le observa, el ojo de fuego sin soporte humano eliminable.
“Los trabajadores debieron de pensar que estaba loco”. Es que efectivamente lo estaba, porque a fin de cuentas mientras el mal estaba localizado en el niño el sujeto se sostenía en el odio, ahora el mal está sin localizar y se arrepiente de haberlo matado no tanto por compasión como por parar esta locura insufrible, el terror continuo de que lo oculto se destape. Ya no puede dormir, ni comer, ni vivir, porque  el muerto puede salir de su tumba.
La visita del conocido y su compañero le hace perder lo poco que le quedaba de juicio. Sentado sobre la tierra que oculta el cuerpo muerto, escucha la siguiente frase “¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?”. Él todavía mantiene cierta tranquilidad, pero entonces, como viniendo de otro mundo surge la presencia de dos perros sabuesos que descubren su presa a través del olfato. Es fantástico este giro que encuentra Dikens pasando de la mirada al olfato, ese sentido que se orienta sin ver y del que los humanos nos apartamos al hacernos bipedos.
El asesino es descubierto por los dos perros y apresado por los dos hombres, en una escena en la que definitivamente muestra su locura. Finalmente confiesa y pide el perdón. Despues, en esas horas previas a la muerte, vuelve a confesar, sin compasión, ni consuelo alguno, completamente solo respecto a cualquier compañía humana, pero absolutamente acompañado por su espiritu maligno, ese kakon que trato de eliminar en el otro y que no lo abandonara jamás.
 Rosa López

Lo Inevitable; un comentario de Alberto Estévez sobre el relato de Dickens; "Confesión encontrada en una prisión en la época de Carlos II"


Lo que les propongo hoy es que concentren su atención en una frase del texto, una frase que encierra un misterio; el misterio viene dado por el hecho de que se trata de una pregunta y el autor nos escamotea la respuesta, no nos la sirve de manera explícita. Me incliné por esa frase porque, para mí, encierra la esencia de este cuento magistral, mi valoración fue in crescendo a cada lectura nueva que hacía.


Seguro que recuerdan el momento en el que los investigadores deciden visitar la casa del asesino, y él los recibe sentado justo encima de donde ha cavado la fosa en la que enterró el cadáver de su sobrino. Por cierto, ¿observaron que esta palabra no aparece en el texto? El niño, que es la palabra que se repite incesantemente, con la que esta narración en primera persona se refiere a él, el niño, es hijo de su hermano, por tanto es sobrino directo si puede decirse así. Pero pienso que de manera intencionada, el narrador, que es y no es Dickens, este el efecto que consiguen las narraciones en primera persona, en este caso acentuado además por el hecho de ser una confesión escrita. Bien, el autor de ésta, no puede darle ese rango familiar al niño, no puede situarlo en el lugar de hijo, porque aún siéndolo biológicamente de su hermano, la mujer lo adopta como propio, y él consiente a ello, quedando en el lugar de padre, pero es un lugar del que no sería suficiente decir que nuestro protagonista no lo puede encarnar, es que no hace alusión a dicho lugar de padre, como si ni siquiera lo pudiera imaginar, como si esa consecuencia lógica para él no lo fuera en absoluto, algo del orden de una imposibilidad. Es muy fino este relato, no le hace falta explicitarnos, prefiere insinuar, y nosotros vamos entresacando, por eso tiene tanta riqueza, uno no cesa de descubrir.

Considero central esta puntualización respecto de lo que creo que es una imposibilidad para asumir la función paterna en la persona del asesino, pero estábamos en ese momento de la visita de los representantes de la ley, que Dickens decide que sean hermanos, y quería revelarles la frase que me inquietó, que es el momento en el que se dirigen a él y le dicen: ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño? Pues bien, ahí el texto enmudece, y en realidad hace bien, porque será nuestra tarea deducirlo; eso es en mi opinión lo que propone Dickens, y que les traslado, quiero plantearles ¿qué gana este hombre asesinando al chiquillo?

Bueno, no es cierto que no haya respuesta alguna, Dickens hace un formato de respuesta que no se dirige a los investigadores, sino a nosotros, y dice: Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío. Con este formato de respuesta nos ha pasado el testigo a nosotros, nos hemos convertido en los investigadores, y somos los responsables de deducir, con los elementos de los que disponemos, qué gana este hombre haciendo desaparecer al muchacho.

Contrariamente a lo que se piensa, Freud no descubrió el complejo de Edipo a partir del amor, sino a partir del odio, es decir, no se trata tanto del amor del hijo a la madre cuanto del odio al padre. Debiéramos estar ya acostumbrados los lectores de Freud, porque muchas de sus enseñanzas no van exentas de cierta polémica, pero parece que con él no hay forma de estar prevenido o vacunado contra la perplejidad. Por ejemplo, cuando nos habla del duelo por una persona amada, él percibe un odio inconsciente en la persona que lo padece, un odio hacia el difunto.

Luego tienen esa relación de las mujeres con sus madres, que es seguro que vamos a poder analizar a lo largo de este curso. Una relación que contiene elementos de una pasión y de otra, es decir, en el mismo vínculo podemos constatar la presencia de amor y odio. Freud dice que este odio es inconsciente, yo creo que en algunos casos no lo es tanto, incluso diría que resulta bien visible. Pero fíjense cómo opera Freud, por eso les decía que no hay posibilidad de que su pensamiento resulte predecible; no se trata de que obtengamos las pruebas de ese odio de la hija hacia la madre en las escenas de gritos y en los enfados que se saldan colgando el teléfono, no, para él, en las reacciones en las que observa un exceso de ternura, o en las que se confiesa la presencia de la culpabilidad hacia la madre o hacia un surrogado de ella, ahí tenemos la prueba de la presencia de este odio inconsciente.

Los hombres que forman pareja estable con las mujeres conocen perfectamente la salida que suele tomar este odio, y los que además de tener una pareja estable, leen a Freud, saben que ellos son los herederos de ese odio de la hija hacia la madre, y aquí volvemos a sorprendernos, porque siempre se ha tendido a pensar que el marido es el heredero del vínculo de la mujer con su padre, y Freud nos contradice afirmando que en realidad están mucho más presentes las actitudes con la madre, y que con el hombre se tiende a reeditar las coordenadas del vínculo maternal.

Trato de hacerles notar algo que nos va a servir para pensar los relatos que este año versen sobre el amor y el odio, el del otro día de McCullers y el de hoy de Dickens, y es que ambas pasiones son inseparables, odio y amor están juntos siempre, y allí donde perciban la presencia de uno, el otro no anda lejos. Y una de las pistas que podemos tomar de la mano de Freud es observar el exceso, cuando hay un amor excesivo, ya estamos prevenidos, hay un odio inconsciente muy activo, y la sobrecompensación amorosa trata de mantenerlo a raya. Lo dice muy bien uno de mis autores preferidos, al igual que Freud, resulta revelador, pero en el terreno literario, cuando en su obra “La Mujer Justa” Sándor Márai nos revela: No se puede amar tanto, no se debe amar tanto a nadie, ni siquiera a los propios hijos.

Ahora volvamos al relato, tenemos un sujeto de naturaleza desconfiada y que confiesa estar poseído por un espíritu maligno. Sin lazo social, es alguien que no experimenta el lazo fraternal como vínculo alguno, si acaso lo interpreta como algo amenazador, y esto no es algo que se quede en un proceso interno, más típico del neurótico, sino que resulta bien visible a los demás, la cuñada lo escruta con la mirada porque lo teme, y el hermano, en su lecho de muerte lamenta la distancia que los ha separado, pero se encarga de dejar todo bien atado, y la herencia del niño, si le sucediese algo, será para su cuñada, en ningún caso para nuestro protagonista. ¿Qué significa si le sucediese algo? Son otros tiempos, de elevada mortalidad infantil, se pueden buscar causas para ese supuesto que no apunten al protagonista del relato, pero reconocerán que habrá que hacer un esfuerzo para desvincularlo, porque todos saben que el niño corre peligro con el tío que le ha tocado. Hasta el protagonista, en las últimas horas de su vida, horas de confesión, nos dice algo que contesta esta cuestión. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. ¿Y qué canta el pobre pequeño inocente camino del lago y de su terrible muerte? Cecea una cancioncilla titulada “Que Dios se apiade de mí”

No soy tan lector de Dickens como para saber si el pensamiento que mueve al autor en este relato es algo del lado del determinismo, de lo inevitable, de que da igual cómo situemos las piezas, finalmente se ordenarán en un único sentido, pero sí es cierto que el cuento deja una cierta sensación de que las situaciones fuesen confluyendo unas con otras hasta el fatal desenlace.

Volviendo a la pregunta que les formulé; ¿Este posible determinismo podría contestarla? ¿Nos daría las claves que permiten conocer qué gana él asesinando al pobre niño? Porque si hubiera sido evidente que hay una temática de celos, que el niño amenaza con la pérdida de las atenciones de la mujer hacia él, la pérdida en suma del ser amado, estaríamos en una dimensión mucho más abierta a la circunstancia, menos determinista, pero por el contrario, aquí lo que tenemos es la mirada, ojos que miran, incluso ojos de fuego, y no rivalidad neurótica.

Por tanto, respecto de las formas de odio de las que les hablé, debiéramos distinguir otro odio más, el odio paranoico, un odio delirante que resulta ser respuesta a la vivencia del otro como enemigo y amenaza, y de esta manera, se constata el odio en esos ojos que miran, y que a su vez hacen surgir el propio. Es este un terreno mucho más determinista, en el que la certeza fulmina cualquier libertad de posibilidades, quizás en esto podamos encontrar una diferencia con el amor, que suele encarnar una pasión mucho más contingente, inprecisa y vacilante; en suma, una pasión caprichosa.


Alberto Estévez

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El advenimiento del sujeto en Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II. Por Miguel Ángel Alonso

Al igual que ocurrió con la novela que analizamos en la anterior tertulia, también aquí resulta complicado circunscribir este relato de Dickens a una sola cuestión, el odio. Cuando se elige un cuento, es evidente que no se trata de encontrar en él la pureza de un tema, eso no existe, se trata, más bien, de articular la cuestión que nos convoca con aquellos territorios que por su propia esencia se sitúan fronterizos con ella. Y en este cuento de Dickens, el odio, la envidia, el rencor, fluyen desde el condenado, para desparramarse por el campo de lo imaginario, es decir, por el campo de las relaciones con la imagen del cuerpo del otro, con el semejante, para regresar hacia ese mismo sujeto desde el territorio de lo real, desde el sinsentido, ya no como odio, sino trasformado en mirada como una alteridad poco concreta. Pero, además, ese flujo de odio y rencor desemboca en una presentación del sujeto al que la confesión sitúa ante su verdad.

Es decir, me interesa destacar del texto ciertas particularidades que están sustentando la fenomenología del odio. Respecto a la trama, podría decirse que es bastante clásica. Aparecen los otros como imágenes siempre fascinantes; a continuación surge el odio proyectado sucesivamente hacia esos otros, el hermano, la cuñada o el niño; para desembocar en la muerte supuestamente liberadora, sea natural o por asesinato, de esos otros especulares. Pero una de las circunstancias que me parece que otorga su indudable valor a este cuento es el surgimiento del condenado, no como reo, sino como sujeto ante su verdad subjetiva y ante la ley.

Y cuando digo sujeto, no me refiero a un yo de la conciencia dueño de sí mismo, todo lo contrario, me refiero a que el reo es una figura literaria que encarna la idea de división, de escisión, por sus conflictos. Conflictos que se desarrollan en su conciencia, el odio y el rencor que le provoca la imagen del otro, del semejante; también el conflicto como imposibilidad de fijar el momento y la causa que hacen surgir su acción delictiva; división entre la norma y el goce de las pasiones; y encarna el conflicto como sujeto pasivo de esa mirada omnipotente que lo vigila y sabe todo sobre él: “Hay ojos por todas partes”.

En este ámbito, creo necesario resaltar la relevancia y el carácter definido de la confesión, pues es ella la que tiene la función de iluminar al condenado como sujeto. La confesión no la hace para explicar el sentido del acto, para ofrecernos una comprensión razonable del mismo –aspecto que sería el deseable para la ley— sino para poner en juego su deseo, la satisfacción de sus pasiones, la precariedad de su verdad, y para ilustrar algo muy interesante, y es que en su acto, como en todo acto del sujeto, siempre hay una decisión que tiene algo de insondable.

Todo aquello sucedía en mi interior

Para ahondar en la división del sujeto, en la confesión hay también una reflexión implícita sobre la verdad. El condenado no puede establecer una linealidad que lo lleve desde la causa hasta el momento del asesinato. En ese sentido, sólo puede transitar discontinuidades. En ningún momento puede hacer coincidir la verdad con lo real. Y eso, como digo, es lo que ocurre en cualquier acto subjetivo. Esa sería la precariedad propia de una verdad subjetiva que nada tiene que ver con la legal. La diferencia entre estas dos verdades, más que expresarse, es sugerida en ese sonido seco y cortante del final del cuento. La verdad legal, a diferencia de la verdad subjetiva, suena categórica, sentenciosa, porque no contempla lo que de indecible hay en el acto del condenado.

Caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado”.

Vuelve a confesar la verdad, la repite dando vueltas sobre algo que no se le revela, porque para un sujeto la verdad nunca es exactitud. Esa sería su posición como sujeto. Pero es juzgado por el crimen, por el acto, es otro plano, el de la ley. En la confesión observamos la distancia del acto delictivo y del sentido pleno, dejándonos ver al condenado en sus vicisitudes como sujeto ante la verdad y ante la ley que tipifica su acto como delito.

Pero el desconcierto del condenado en relación con la verdad se hace más evidente cuando la confesión nos enseña como por detrás de las palabras, y sin una precisa conciencia, aparece la sustancia de sus pensamientos, que, ¡oh sorpresa!, es el odio, el rencor, la envidia. Es decir, la satisfacción de esas pasiones dando consistencia al acto, parasitando el pensamiento, impidiendo el advenimiento de planteamientos morales y obligando a la satisfacción pulsional de pasiones como el odio:

La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia… luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho”.

Y la idea de división se me presenta también entre la visión y la mirada. Si la visión es meridiana en el terreno de la conciencia, es decir, se ve al otro como imagen provista de ciertos caracteres que suscitan el odio y el rencor, la mirada, en cambio, surge como una certeza en un brillo que atrapa, que petrifica, pero es independiente de la visión de los ojos, pues también aparece en esa luciérnaga que brilla como si fuera el ojo de Dios, o surge desde la misma tierra que cubre el cadáver del niño, así como en el momento final en el que el prisionero redacta su confesión, cuando tanto él, como los otros imaginarios a los que se confrontó, están más que muertos.

Otro elemento de división, como turbación, como angustia, nos lo ofrecen los sueños del protagonista. Despertándose sobresaltado ante la repetición de las mismas pesadillas. Es la misma mirada que no hace sino detener el tiempo en la repetición de la culpa.

Este sería, fundamentalmente, el campo de la división que se encarna en la figura literaria del reo como un conflicto esencial que, de forma más o menos radical, soportamos todos los seres humanos. Y en ese conflicto lo que observamos es que el campo aparentemente consistente de la conciencia no puede sino someterse ante la consistencia, cuasi omnipotente, de los elementos inconscientes que, sin duda, rigen y determinan la acción del reo, como la de todos los seres humanos.

En definitiva, el cuento de Dickens me parece un gran texto, porque no se detiene en consideraciones psicológicas que justifiquen y nos hagan entender razonablemente el acto delictivo. La confesión lo sitúa como un texto claramente metapsicológico, que va más allá de la conciencia y de un yo cognitivo, para poner en juego el dinamismo de diferentes fuerzas en conflicto, así como el carácter insondable que, en último término, preside los actos determinantes de la vida de los sujetos.

Miguel Ángel Alonso

La ley y el pasaje al acto en Confesión econtrada en una prisión de la época de Carlos II. Comentrio de Luis Seguí

Una vertiente del drama que vive este sujeto tiene que ver con que va a morir sin haberse liberado de la culpa. Ya se apuntó algo en relación con la ley, y efectivamente, para el derecho que lo juzga hay un hecho, un culpable hay una sentencia. El derecho desconoce el inconsciente, le tiene sin cuidado, se limita a los hechos, a establecer quién es el causante de los mismos y actuar en consecuencia. Hasta ahí la parte jurídica y legal.

El drama solamente podría haber tenido una solución que el protagonista no encuentra. Se produce en el sujeto una spaltung, una disociación. Y es que, por alguna razón, no puede este hecho en su historia. Hace una serie de consideraciones sobre cómo se va formando en su cabeza el asesinato del niño, pero no lo vincula con la relación con su hermano, con lo que le pasó a su cuñada o a su propia mujer, aparece el interés material por la herencia, pero sabemos que eso no es decisivo.

Lo que surge es un pasaje al acto. Y éste, por definición, es una salida de escena, significa para el sujeto romper un status quo precipitándose en lo real. Por lo tanto, esa imposibilidad de inscribir el acto en su historia es lo que lo va a conducir a la muerte sin remisión de la culpa y sin entender por qué se ha producido ese pasaje al acto.

Luis Seguí

La culpa y la mirada en Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II. Comentario de Miram Chorne

Quiero comentar dos cuestiones, hacen referencia a la culpa y a la mirada en este cuento de Dickens. Hace un tratamiento muy acertado de la culpa. Tiene que ver con el hecho de que, para ocultar el cadáver, el personaje elige ese lugar del jardín que va a tratar de disimular sembrándolo. Tanto él como los empleados se afanan en el trabajo. Pero él parece un loco, continuamente instando a los trabajadores a que aceleren el trabajo. Me recordaba de la figura de Lady Macbeth lavándose las manos. Un movimiento frenético en el que surge el afán de borrar la huella de un crimen que no se deja borrar de ninguna manera.

La segunda cuestión en relación a la culpa es la repetición. Si se creía a salvo porque los obreros terminaron de plantar el césped, puede comprobar, cuando se va a dormir, que la culpa reaparece. Dice que no puede dormir como los hombres que se sienten alegres, sino padeciendo sueños vagos y sombríos en los que reaparece la parcela sembrada de hierba. Es decir, lo que ha conseguido “superar” en la vigilia retorna por la noche en la pesadilla. De la parcela emerge un brazo, una pierna, una cabeza, es decir, el cuerpo fragmentado del niño.

Impresionante el momento en el que cuenta que se levantó para mirar por la ventana y asegurarse de que aquello no había ocurrido. Sin embargo, la pesadilla volvía una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento.

Me parece que está muy bien realizada esta exposición de la culpa y la relación con el inconsciente, pues esa culpa retorna bajo la forma de una pesadilla que lo hace despertar para luego volver a soñar lo mismo.

Y en relación con la mirada, hay un fragmento del texto donde se ilustra perfectamente la separación de visión y mirada. Es cuando cuenta que él se queda observando:

“no podía soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba… mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo”.

Vemos como pasa de la visión a la mirada en el momento en que se experimenta como culpable en tanto el ruido de la hoja hace presente la mirada del Otro.

Miriam Chorne

Otras cuestiones surgidas en la tertulia sobre el cuento de Dickens, Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II

La infancia de Dickens
Se contextualizó mínimamente la infancia de Dickens, la pobreza económica de sus padres, su posición autodidacta y su inclinación a proyectar en sus obras las miserias de los niños como marca de su escritura. Se mencionaron sus trabajos en una zapatería y en los periódicos. Y también se señaló el hecho de tuvo que hacerse cargo, desde muy joven, de las deudas de su padre arruinado, lo cual es una forma de hacerse cargo de la culpa del padre.

Dickens y Poe
Partiendo de que el cuento fue tomado como una exquisitez literaria, no pasó desapercibida la gran similitud entre este cuento de Dickens y El corazón delator de Edgard Alan Poe. El de Dickens, sin embargo, es anterior en el tiempo, publicado alrededor de 1840, mientras que el cuento de Poe fue publicado en The Pioneer en enero de 1843.
El hermano
María José Martínez planteó que el protagonista sentía un desprecio por sí mismo al verse inferior al hermano. Expresamente manifiesta que ve mejor al hermano, éste proyectaría la superioridad de la belleza moral sobre la física, precisamente lo que el protagonista no encuentra en sí mismo. Ese sería el motivo de su desprecio, y no se le ocurre que pueda imitar al hermano, no toma esos datos de su familia, no es digno ni siquiera de eso. El hermano, de esa manera, le recordaría lo que sintió de niño hacia él.

Articulación del odio y del amor
Rosa López evocó la teoría freudiana para dilucidar la cuestión de si era primero el odio o el amor. Si bien, en principio, para Freud lo primero era el amor, pronto se dio cuenta de que, por el contrario, el germen inicial en los estratos más elementales de la constitución subjetiva, tenía que ver con el odio. Es decir, el yo se defendería, en esos primeros estratos, de todo aquello que le puede resultar amenazante: el mundo exterior. En los primeros estadíos de la formación subjetiva, el mundo se divide entre el yo y el exterior, y es ahí donde surgiría el odio hacia ese exterior.

Pero el amor se encabalga muy rápidamente y se estructuran las dos categorías, se conjugan, de tal manera que son indisociables en casi todos los seres humanos. Freud tenía una concepción del ser humano que podía tener algo de pesimista, pero, en realidad, el ser humano es capaz de lo más bajo y de lo más sublime.

A veces se llegan a situaciones como la del protagonista de este cuento, algo que tiene que ver con la enfermedad mental, con algo de lo que no se inscribió en la subjetividad. Porque para que lo amenazante del mundo exterior deje de serlo, tienen que producirse una serie de circunstancia para que la relación con el otro no sea adversa y hostil, sino que se pueda establecer y necesitar de ella.

Antonio Hernández evocó a Jean Paul Sartre en El infierno son los demás –L'enfer, c'est les autres—, porque en relación al odio, el otro nos quita un espacio, nos borra de alguna manera de la existencia, al menos en parte, nos quita sitio. Es lo que observamos en la cotidianeidad de las vidas, en la conducción de todos los días, en el momento de estar en una cola de supermercado. La frase “Perdone, no le había visto”, indicaría bien a las claras de lo que se trata, en este contexto: no existimos para el Otro.

Pero lo significativo es que, a la vez que ocurre esto, la vía del amor y de la identificación nos permite estar juntos. El otro, a la vez, es el que confirma la existencia propia.

Dada la imposibilidad de separar odio y amor y que nos esforzamos para ser capaces de amar, ¿habría algún tipo de proporcionalidad y de reversibilidad entre el amor y el odio?

En este contexto, Gustavo Dessal consideró que en el combate entre odio y amor, la única manera de poder resolver algo del odio es a base de que el amor pueda triunfar. Esta cuestión estaría muy bien planteada en la filosofía de Levinas, discípulo de Heidegger. Hay, en ese filósofo, una preocupación por convertir la relación con el otro en signo de lo que acoge, de lo que recibe. Si el otro tiene como prototipo un carácter hostil que experimentamos todos los días como lo que se llama complejo de intrusión, estamos ante algo que va más allá de la envidia, más allá de la rivalidad, porque el otro es un cuerpo extraño en nuestro espacio, que llega extendiéndose hasta los límites propios de la superficie de nuestro cuerpo. Y en Levinas, como decimos, hay una preocupación por convertir la relación con el otro en signo de lo que me acoge, de lo que me recibe. Lo cual muestra que para la filosofía la cuestión que tratamos sobre el odio, también es un problema. Es una manera de verificar, desde otras orientaciones, que nos gusta pensar que hay una tendencia natural hacia el amor.

En resumen, en la articulación del amor y el odio todo se proyecta en el campo de lo que llamamos la civilización, la cultura, la educación, la humanización de las relaciones, el complejo proceso mediante el cual uno consigue que la criatura humana se defienda de ese sentimiento que pretende aplastar rápidamente al otro. Es claro que si las personas avanzan en el territorio del amor, eso favorece que el odio, al menos, se pueda atemperar

Por su parte, Ana Castaño señaló que hay otra lógica que puede traerse a colación en relación al odio y al amor. Sería la lógica de no todo amor, no todo odio. El odio toca al ser, el amor al semblante. Y se podría, dentro de esos planos, conseguir cierto equilibrio. Es decir, es bueno que uno sepa de su odio para que éste no sorprenda al sujeto y pueda tener un control sobre él.

Rosa López, además de insistir en el señalamiento de que el odio es ineliminable, habló del amor como formación reactiva en el caso de los obsesivos. En ellos, muchas veces observamos que están llenos de odio, pero lo convierten todo en un carácter amable y generoso, de lo más bondadoso. Formación reactiva porque es un uso de los semblantes del amor que no es contrario al odio. Ese odio estaría encapsulado como una fiera que, en cuanto el sujeto pierda esa defensa, sale a la palestra. De lo que se trataría es de encontrar un amor que fuese más allá del semblante y acepte el ser del otro. Porque el amor es engañoso, mientras que el odio es el sentimiento más lúcido que hay porque saca del otro lo que éste no quiere enseñar. Si se puede amar, aún con esa parte del otro, la cosa irá mejor.

Lo siniestro
La mirada reaparece en este apartado de la tertulia. Si bien se podría pensar en el alivio que pudiera haber advenido con motivo de la muerte de la cuñada, por el contrario, la mirada reaparece como algo siniestro, es decir, en el seno de su propio hogar mirándolo todo el día. Lo que era festejado, en realidad produjo una vuelta de tuerca y se torna como presencia constante que conduce al acto. Y como ocurre en muchas películas, se usa a un niño para encarnar lo siniestro.

El asesinato del niño
Se trae a colación la frase de la confesión en la que el protagonista habla de un hombre hecho y derecho matando a un niño. En realidad, no sería un hombre hecho y derecho matando a un niño, a veces, el asesino es como un niño que se siente indefenso, desamparado y en peligro frente a la imagen de la criatura.
Hay una palabra clave. Se dice a sí mismo cobarde, concretamente:

Yo el cobarde mato al de la sangre viril y valiente”.

O sea, la sangre viril y valiente estaba en el niño. Es decir, sólo cuando esa sangre se prolonga en un ser débil, aquel cobarde que nunca se hubiera atrevido con la madre, sí se atreve con el niño.

Habría que pensar que si no llega a existir el niño, quizá no se cometiese el asesinato, porque hay algo que está contenido, algo que está delimitado en esa envidia, en esos celos y en ese odio, pero lo que estaba contenido se desparrama en la debilidad del niño. Su posición de debilidad es la que posibilitaría el acto criminal, algo que el protagonista no podía afrontar anteriormente con la madre ni con el hermano.

La culpa y el castigo
Graciela Amorín destacó algo que en el cuento resulta inverosímil. El hecho de que alguien mate a un niño y lo entierre en el jardín, un lugar donde sin duda lo van a descubrir tan pronto. Pareciera como que, junto al crimen, buscase el castigo inmediato. Organiza el crimen asegurando que el castigo llegue pronto, porque la culpa está articulada al mismo sentimiento del odio.

Al respecto, Rosa López añadió una reflexión en relación a los pasajes al acto que, desafortunadamente, estamos viendo continuamente en las noticias, hombres que matan a sus mujeres y luego, o bien se suicidan inmediatamente, o se dejan coger, se entregan. Es ahí precisamente donde se marcaría una frontera muy lábil entre homicidio y suicidio. Mueres matando o matas muriendo, las dos cosas no se pueden disociar. Entonces, lo que parece inverosímil se muestra así con una lógica implacable.

María José Martínez planteó que aquí residía la fuerza del problema. El protagonista estaría tomado por un determinismo. Quisiera no cometer el asesinato, pero se ve impelido a llevarlo a cabo. Por eso desea que se descubra. Sería la forma de quedarse tranquilo, de sentir alivio, de poder descansar, que lo descubran para poder cumplir la pena.

Rosa López situó al protagonista inmerso en un sufrimiento difícil de dimensionar desde posiciones de sujetos más o menos cuerdos. Es un sufrimiento, una locura imposible de soporta. De ahí que el propio enfermo trate de curarse de la enfermedad intentando erradicar ese goce extraño como sea. Y, ciertamente, se sabe que el castigo viene muy bien en algunos casos de psicosis, porque pacifica a algunos sujetos que, por fin, consiguen un poco de calma en una vida difícil de soportar.

Finalmente, en este apartado se volvió a evocar a Edgard Alan Poe, de quien se dijo que en muchos de sus cuentos organiza los crímenes escondiendo el cadáver de forma sofisticada, pero cuando viene la policía a investigar, él se las arregla para que se descubra el crimen, para delatarse.



Liter-a-tulia

martes, 15 de noviembre de 2011

Confesión encontrada en una prisión en la época de Carlos II; comentario de Mª José Martínez

Haciendo lo que era frecuenteen nuestros escritores del XVI, Carlos Dickens nos traslada una confesión encontradapor azar en una de las prisiones de la época de Carlos II de Inglaterra. Deesta forma se ocultaban los autores de miradas y lecturas indiscretas, y así escomo Dickens nos cuenta los recuerdos que afloran a la mente de un condenado amuerte que nos dice, que ya desde niño tuvo “una naturaleza desconfiada,reservada y hosca”, y que tenía envidia de su hermano por ser “generoso, decorazón abierto, de mejor aspecto físico, más satisfecho de la vida y engeneral, amado”. Todo ventajas.


Y con esta declaración entramos en el tema, porque esta apreciación sobre su hermano ya es sintomática. Y salvo lo de estas dos líneas del relato, no se nos vuelve a hablar de su infancia, ni de la relación con su hermano cuando eran niños, salvo el hecho posterior de que lo dos se casaran con dos hermanas lo que sirvió para apartarlos más, pues su cuñada conocías sus rencores secretos.¡Qué miedo tiene que dar una cosa así!


Y precisamente porque seexcluye cualquier otro dato sobre él, el relato nos está diciendo que el sujetose encontró desde niño con su subjetividad bien construida y bien servida, comosi esta le fuese dada sin que nada mediara en su hechura, como si apareciera porarte de magia. Vemos, pues, que el autor no participa de ningún tipo deNaturalismo que nos explique la construcción del sujeto, sino que estáinstalado en un oscuro Romanticismo, de donde nace una predeterminación que destinaal protagonista eficazmente a la muerte. Así es que nuestro hombre, sujetopasivo de resultado malvado, sólo escuchó las com­paraciones que hacían entreél y su hermano, y por eso es que se sufre a si mismo en tanto que, de ciertamanera, justifica el odio que sentía.


¿Es la falta de palabras queconstruyen al sujeto, la génesis de este odio?


Eso es lo que nos dice Dickens alcontarnos cómo el pensamiento del protagonista circula por vías extraviadas eincomprensibles que lo llevarán acometer un horrible crimen.


La historia contada pareceestar retrasada en el tiempo. Se asemeja a una película muda de terror, cuandoel protagonista apuñala al niño que lo intuye detrás, cuando mira a sualrededor con los ojos espantados, cuando lo entierra y cuando luego vigilapara que nadie encuentre su cuerpo. Nuestro hombre parece ser un desconfiado delos bienes ajenos que tal vez nunca se vio digno de ellos, y cuando él tieneque ser bueno, cuando ha de cuidar de su sobrino, no sabe hacerlo. Y vuelve aver en sus ojos la desconfianza que él mismo proyectaba sobre su cuñada cuandonos dice que ella lo adivinaba y lo despreciaba “instintivamente”. Con estaexpresión, el protagonista piensa realmente en algo propio que él proyectasobre su cuñada, pero que para él no ha tenido explicación ni génesis alguna, osea, que el autor no nos explica la formación de la subjetividad. Tal vez loque Dickens, gran estudioso de la subjetividad, quiere decirnos, es que él aveces no ve esa construcción, que no la hay, porque a veces se ha encontradocon personas inmersas desde siempre en una terrible predisposición, casiinnata, a la que él llama instintiva.


Obsesivo puro, el protagonistanos comenta que la venganza y la muerte del niño la había imaginado fácil, dadasu fragilidad, casi igual a como luego la realizó; y añade como justificación,que la herencia de su hermano no le venía nada mal. Estos dos aspectos ligadosentre sí, nos hablan ahora de algo práctico, de un plan que lo favorece, puesno sólo se trata de odio, sino de un odio al que se luego se le busca unautilidad.


Manía persecutoria, ruindadmoral y un odio atrincherado en su alma que toma cuerpo y se materializa en laidea de matar, porque toda tentación necesita de materia que la sustente. Y elniño cae en la trampa y él se ve en sus ojos como un fantasma. Es curioso comoDickens, que tuvo que enfrentarse a la vida sin tener cerca a su padre, nosdice que el protagonista ve ojos por todas partes y también que Dios lo mira através de una luciérnaga, “con un ojo de fuego que suplicaba a las estrellasque lo mirasen”.


Estrellas como lágrimas, digo yo. Poética descripción de la culpa cuando el hecho está consumado. El protagonista no pudo apartar de sí aquella idea y hubo de matar para descansar, porque aquella idea lo perseguía. De la idea de matar al acto de matar no hubo espacio, no hubo razonamiento alguno, ni nada de aquello de lo que hubiera sido capaz una subjetividad más rica, una subjetividad habitada por un ser humando construido con dudas, desde luego, pero un ser humano que pensase, que desease, que se cuestionase a sí mismo y a su entorno, que se hubiera planteado algo en la vida sin dar por buena esa determinación que él dice que le habitaba, o sea que tomase las riendas de su propia construcción, tan necesaria como ineludible, pero hecha no con intuiciones sino con palabras, con las mismas palabras que en este relato Dickens, muy acertadamente nos quiso escatimar.


Mª José Martínez Sánchez