miércoles, 2 de enero de 2013

Mª José Martínez nos adelanta su comentario de "La Condena", relato que abrirá la primera tertulia del año.

Empezamos el año en Liter-a-tulia con la lectura de La Condena. A este relato nos convocan sus dirigentes con la sana intención de que nos vayamos acostumbrando a este lío Kafkiano del absurdo, de la no racionalidad, de no saber si el padre es listo o tonto y también, quizá, para que aprendamos a conformarnos, porque no puede hacerse nada de forma diferente a la que desea el padre, algo que, coincidentemente, los dirigentes de nuestro país quieren inculcarnos a diario.

Ya lo explicó en una ocasión el Sr. Rajoy, y yo me lo tomé muy en serio, cuando dijo que aquí nos habíamos comprado todos demasiadas televisiones de plasma y hecho demasiados viajes al Caribe. Y aunque entonces busqué por toda la casa y no encontré ningún televisor de esos modernos, y aunque solo me desplazo en autobús y al Caribe no llego, me dispongo hoy a comentar el texto encomendado para que nadie pueda decir que no colaboro en la solución del problema.

Pero volviendo al relato, creo que si un chico tiene un amigo, y si a pesar de todas las tonterías de su novia no la manda a paseo y sigue queriendo escribirle una carta, lo más sensato es que la escriba sin preguntar y sin buscar la garantizada desaprobación del padre; porque, además, la explicación que le dará ese personaje descaradamente manipulador, la explicación, digo, será tan estúpida, que dará rabia oírla, o sea,  indignación.

¿Es que ese padre que ostenta el poder, que se finge en posesión de la verdad, que tergiversa la historia para destruir al chico, cree que éste le obedecerá? Pues sí, ese es el tema, que el hijo ha de obedecer, que el hijo quiere creer ciegamente en el padre ya que su madre ha muerto, y quiere hacerle caso con verdadero amor. Pero realmente hoy, con lo que vamos aprendiendo, no sé yo si alguien puede tomarse en serio lo que ese padre le dice a Kafka. Yo no lo creo aunque no hay nada mejor para desmontar cualquier discurso racional, para disimular las propias faltas, que extender entre la gente la difusa sensación de una culpa. Así es como el padre acusa al hijo de no haber amado bastante a la madre, o quizá a la patria, porque pensándolo bien, España somos todos y al fin de cuentas, como todos somos pecadores, todos pudimos haber degollado de una cuchillada al bueno de Ramses. 

Y es que los Padres de la Patria son muy suyos y tienen sus rarezas como el dichoso padre kafkiano que durante el presente relato da muestras evidentes de ser un hombre perverso. Pero es curioso ver como aún llamándole mentiroso al hijo, haciéndole creer que no tiene ese amigo y que lo que dice es falso, éste reconoce la autoridad y la altura que lo aplastan simbólicamente, sin darse cuenta de que el padre se finge enfermo para luego sorprenderlo y acabar poniéndose a bailar. Esta es la ceremonia de la confusión llevada al extremo, para conseguir que el hijo acabe sin saber quién es él realmente, y sin poder tener un sentido claro de la realidad. Y por eso, antes de morir ahogado, el chico, tan duro consigo mismo, reconoce que ama a sus padres. Buen hijo, sí señor, cumpliendo con la ley de Dios, cómo debe ser, aunque el padre le estropee el domingo primaveral y hasta quiera arruinarle su boda, su legítima felicidad, despreciando y calumniando descaradamente a su novia. 

Pero a estas alturas del relato, es bueno saber que el padre de Kafka fue un judío pobre que consiguió sacar adelante un negocio familiar con mucho esfuerzo. Las teorías capitalistas se abrían paso en aquel momento histórico en que el escritor hablaba alemán sin serlo, y vivía en Praga sin ser totalmente checo, porque era judío y además, fervientemente religioso. El escritor murió de tuberculosis, pero vivió en un ambiente acomodado  recibiendo una refinada educación alemana. Y fue allí, en el seno de su familia, donde elaboró la mayor identificación negativa con su padre, justo lo que él no quería ser, pero que aún no queriéndolo, este le confundía hasta el extremo de no poder apreciar su asqueroso juego. No es casual que la obra literaria de Kafka esté llena de reproches hacia ese padre que lo destruye a él y al cariño que le profesa. Demasiada destrucción para un niño. 

Aparte de esto, yo quisiera saber qué tipo de mujer o madre se le murió a ese padre arbitrario que sólo desea descolocar al hijo que trabaja y que saca adelante el negocio familiar, al que acusa de desobediente. También quisiera saber por qué se inventa otro hijo o personaje más digno, si este hijo es suficientemente esforzado como  siempre lo fue la clase trabajadora. Porque ¿hay algo más digno que el trabajo y el esfuerzo personal para mantener adecuadamente a la familia? No, no lo hay. Pero entonces ¿por qué quiere el padre buscarse un “otro” de dudosa realidad,  colmar de favoritismos al que se fue del país con su esfuerzo, al que también usa para justificar sus métodos de trabajo? Porque él, por su autoridad absoluta, no quiere ni permite discutir otra manera de hacer las cosas. Da la casualidad, de que en este relato como  en la vida, hay un otro como referencia, ese otro en el que se ve la falta, la paja en el ojo, pero que el padre usa para destruir al chico, haciéndoselo ver como hijo ideal, de quien  confiesa ser amigo y gozar de su cariño. Así pues, el hijo ha sido sustituido en el amor del padre.

Y ante esa declaración de identificación con su viejo amigo, la pequeña fuerza de la razón del chico, cede. El hijo trabajador y legítimo se siente abandonado, pero sigue esforzándose en ayudar a ese padre caduco y senil porque cree cumplir con su deber. Y porque dentro de ese universo paterno, sigue buscándole a su existencia una solución idealizada.

Pero ¿realmente es así de inútil el atormentado hombre contemporáneo que el escritor quiso hacernos ver?  

Tal vez sí, pues eso es posible, pero yo quisiera pensar que no, que al menos hoy, no, porque ya casi nadie tolera la autoridad que condena a los hijos al silencio.

El chico le grita al padre ¡comediante!, en un acto casi heroico, para después quedarse totalmente destruido como persona. El chico se asusta de sí mismo, de su coraje incontrolado y en cuanto acaba de pronunciar la fatídica palabra, se siente culpable de haber intentado desenmascarar al padre. Eso sería dudar de él y eso no puede ser. Efectivamente, son muchos años siendo hijo sumiso para atreverse ahora.

Y ante tal desacato, el culpable es él.

 Luego el padre le llama inmaduro mientras le recrimina querer tapar con mantas piadosas su manera de defender el patrimonio familiar. Es curioso como el incipiente capitalismo y el mundo de los negocios, inciden en la relación familiar. Finalmente le llamará hombre diabólico, y lo condena a morir ahogado. Y estas estúpidas frases, son  para el hijo una sentencia en firme. Luego el padre desaparece de la escena.

No es fácil para nosotros seguir ese discurso incoherente del padre que por obra de no sé qué suerte acaba haciendo claudicar al chico. Él piensa ahora en su amigo lejano que ya le parece ser el hombre adecuado, el más eficaz, mejor que el mismo  padre. Entonces desea su vuelta y espera con ilusión al hombre que se imagina cargado de honrado sentido común. Por un momento y por obra y gracia del padre, el “otro”  ya es válido para él, ha cambiado de perfil y ya le puede servir, en tanto que él, que ni puede ni sabe buscar otra alternativa, ya no tiene para sí forma alguna.

Pero ¿es que no hay otra persona real y más útil a quien escribir pidiendo ayuda? 

Pues no lo sé, pero lo que ocurre es que de tanto esperar, ese hombre tan deseado se va pareciendo al hombre que nunca existió. Y ese, el hombre al que aún no se le ve, será el futuro padre, si es que el chico lo busca, lo llama, consigue hacerse oír y logra atraerlo a su causa.

Mientras tanto, el padre manipulador, sigue presumiendo de su poder absoluto, de su influencia con la madre y con el amigo. También presume de haberse ganado a la clientela que sostiene el negocio, a la que tiene en el bolsillo, de tal forma que aunque el chico se ríe de sus múltiples bolsillos, ya no sabe si el padre tiene razón o no, porque ha destruido totalmente su amor edípico y ha sido expulsado del universo paterno. Por eso acaba derrotado. De ahora en adelante, el chico actuará como si fuese el único culpable y merecedor de castigo, pues él obró mal, frente al hijo deseado que obró bien.

Como consecuencia de no tener ya entidad propia, acepta la condena del padre, como inapelable y se deja caer y llevar por la corriente de las aguas que ya están alcanzando la altura máxima dentro de su tragedia personal.

Y la barandilla rompe por el sitio más débil.

El chico paga la culpa con su cuerpo y con su vida. El tráfico se encargará de apagar el ruido que haga al caer, como si el chico, cuidadoso de no molestar, fuese un pobre desahuciado sin derechos. Hemos de decir, aclarando la historia, que tal muerte, no supuso prácticamente cambio alguno en la inconfesable conducta del padre.

Así, como en este relato, así es la obra del autor y su historia: un gran laberinto delirante sin cordura alguna, en donde el hombre se pierde sin remedio y en donde la muerte es la liberación.



Siempre pensé que Kafka era una persona muy rara aunque muy inteligente, pero, sinceramente, a pesar de los ríos de tinta que ha hecho correr, a pesar de haber explorado los más recónditos pliegues del alma humana, el padre que nos muestra en este relato, no me gusta absolutamente nada.



Mª José Martínez