viernes, 6 de mayo de 2011

Mª José Martínez nos reseña "Linda boquita y verdes mis ojos"

Bajo este título, que al leerlo por primera vez se nos antoja juguetón, se esconde este relato escrito hacia 1948, uno de los nueve que Salinger publicó en la revista New Yorker, en junio del cincuenta y uno. Él fue junto a Carver y Fitzgerald, uno de los que más influyó en la nueva narrativa norteamericana, y es por este relato que podríamos pensar, que nuestro amigo se había convertido en un hombre apático y aburrido.


Así es seguramente como quedó después de luchar en la segunda guerra mundial el autor del Guardián entre el centeno, el hombre que permanecía allí cuidando a la juventud norteamericana para que ninguno de sus chicos se despeñara por un precipicio. Y tal vez fue así, y por eso luchó en Normandía, el que dio vida al personaje del libro que ya se cuenta entre los clásicos del s. XX.


Nacido en Nueva York en 1.919, fue un reflejo sutil de la sociedad de su tiempo, contándonos de ella a través de las vivencias y palabras de un joven, un poco raro, que parecía ser muestra patente de parte de aquella juventud. Pero en este relato, la joven que permanece acostada junto al hombre mayor, casi no dice nada, porque con su lenguaje cinematográfico nos habla de una indolente sociedad donde los valores se difuminan como si estuviesen al borde del sueño. Así la vemos incorporándose sobre el brazo derecho, así es cómo nos enteramos por teléfono de que Joanie se ha perdido, que su marido, Arthur, la ha perdido, que la busca, pero que nadie sabe dónde está, porque ella estaba junto a él en una fiesta tonta y en un cierto grupo, donde en algún momento todos se llenaban “de esa horrible alegría digna de Conecticut”. Y si leemos con cuidado hasta el final, quizá pensemos que esa chica, en Conecticut, no se habría perdido. Porque ahí estaba la otra cara de la moneda, la cara ñoña de la sociedad de aquel tiempo.


–Y ¿se la llevaron por la fuerza? –le pregunta al marido el amigo del teléfono que tiene a su lado acostada a una chica.


Y resulta que no, porque nunca hizo falta la fuerza para llevar a ningún lado a la buena de Joanie, que no es inteligente sino simple y que en cuanto bebe un poco se restriega con el primero que llega a la cocina. Eso es lo que le aclara el bueno de Arthur a su amigo para que vayamos conociendo a su mujer, a la que fácilmente identificamos con la chica acostada con el hombre canoso.


–Pero esta vez va en serio, –dice el marido enfadado–. Y entonces todos pensamos que el hombre mayor, que va a beneficiarse a la muchacha, es un amigo cínico y desalmado que le da consejos a Arthur y que no deja de decirle que se tranquilice porque tal como está, “así no vamos a ninguna parte”. Ese es el latiguillo que se repetirá varias veces durante el relato, con lo que el amigo quiere decirle, que nada se arregla con quejarse. Ni con nada. Pero es que además, en esa conversación, le vamos a oír decir al marido, que ha tenido una conversación muy brillante con la chica que cuidaba a los niños. Tal para cual.


Finalmente el marido se define como un hombre débil que ya no sabe si quiere o no a su mujer. Y es en esos dos personajes masculinos y en el de la chica indolente, donde Salinger refleja a esa sociedad norteamericana por la que extrañamente siente devoción. Y el marido, que no para de hablar en una verborrea estúpida e inútil, afirma que a veces ella es una chica estupenda. Es curioso ver como es aquí cuando, a la vista de tanta estupidez, el amigo le da una cierta explicación y le comenta que al final “todos somos animales”.


Hay que pensar que el autor siempre deja su huella en la obra a través de algún tipo de reflexión, y creo que la tenemos aquí, porque este es el curioso y cínico comentario del personaje tras el que se esconde el autor. Así es cómo nos deja constancia de la idea elemental y del resumen final que cierta juventud norteamericana está sacando de la vida. Y creo que en este sentimiento ha tenido mucho que ver lo que el autor ha vivido en la guerra, porque, evidentemente, él habría podido ver, después del desembarco de Normandía, que todos somos animales.


Sigue el relato, y en medio de todo ese discurso los dos hombres hablarán de otra cosa, mientras él sigue dándole consejos al marido y sugiriéndole que es él quien provoca esa conducta en su mujer. Y mientras sigue con el brazo debajo del cuerpo de la chica, le dice que Joanie ya es una mujer adulta. Seguro. Luego Arthur quiere presentarse en casa del amigo con lo que aumenta el suspense del relato sobre lo que se pudiera descubrir. A todos nos ha llamado la atención el comienzo del relato cuando el hombre canoso le pregunta a ella si quiere que conteste o no al teléfono, porque parece que ambos saben de dónde procede esa llamada.


Mientras discurre el diálogo va pasando la noche, y en un momento donde ya nadie espera nada, Arthur llama para decir que Joanie ha aparecido. A pesar del susto del amigo, tan significativo, pensamos que todo esto pudiera ser un truco de suspense, y que la chica acostada con el “hombre canoso”, un hombre cualquiera, bien pudiera ser también otra chica, una chica cualquiera. Y así será, seguramente, y así pudiera ser, si nadie viene hasta nosotros para explicarse y decirnos que el pobre marido ha querido disimular su nocturna vergüenza. Por ejemplo.


Pero llega el final y todos seguimos con la duda de si la mujer de Arthur es la misma chica del amigo. Salinger no expresa nada de forma clara, porque el amigo es falso, irónico, escurridizo e incapaz de decir algo serio. Pero también podemos apreciar, perfectamente, la mella que la tal conversación hizo en él. Esa es, tal vez, la prueba de la traición. O el simple can­sancio. Porque el amigo es cínico y duro pero ya está aburrido. Y porque cinismo y amistad no casan, es por lo que su amigo Arthur le arruinó la noche.


El relato en tercera persona es puro artificio, y si no fuera porque es del anguloso y astuto Salinger, pudiera darnos la impresión de ser el ejercicio literario que un día se propuso a unos alumnos para aprender a entretener el tiempo de una narración. O para disimular una realidad. Hay en él recovecos inútiles del lenguaje, algo de cansancio, reiteraciones, pero todo eso formó parte de su estilo.

Y el tal ejercicio le salió bien, como no, a Jerome David Salinger, hijo de un comerciante judío, casado con una conversa, que dedicó toda su vida a contarnos de esa joven sociedad norteamericana, rica y snobista, que pasada la Segunda Guerra mundial quiso seguir jugando a ser original, cínica y algo despreocupada.

Mª José Martínez

lunes, 2 de mayo de 2011

Un homenaje a Ernesto Sábato


La casualidad quiso que, en el momento en que regreso de un viaje que me llevó al inigualable Valle del silencio –“silencio”, esa palabra que tantos quisieran borrar del ámbito de lo humano—la escritura me convoque, más allá de todas las certidumbres, para recordar la figura de Ernesto Sábato. Sólo dos días después de su muerte me llega la noticia. Mientras tanto, bajo la lluvia inmensa que caía sobre aquellos valles, y sobre los balcones melancólicos de sus casas de piedra, reviví el silencio vital que forjé, entre otros lugares, desde su literatura.

Quiero recordar a Ernesto Sábato reivindicando al ser humano. Para ello me sumerjo en lo que, de su universo simbólico, constituye también mi propio universo. Pues con él comprendí, antes que con Rimbaud, que mi originalidad consistía en ser otro. Adopté como propias, palabras suyas que llegaron a mi ser para merodear por sus alrededores y anudar, así, mi propio devenir:

La literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma –quizá la más completa y profunda— de examinar la condición humana

Esta misma frase la evocábamos en el inicio de Liter-a-tulia. Como homenaje al maestro yo añadiría dos verbos más, además de examinarla, promoverla y reivindicarla. Me parecen las tres acciones que configuran los desvelos de su escritura ante el afán de objetividad y cientificismo que agobian la vida. Sábato sigue siendo una palabra excelente para ensalzar lo humano sobre las obscenas tachaduras que tratan de sepultarlo.

En ese sentido, cada uno toma del Otro lo que puede. Yo tomé lo que me parecía una ética que fluía por sus escritos. Una ética de hombre disgregado, impuro, incoherente, sin síntesis posible. Tomé una literatura que rescata al ser humano de la ingenuidad encorsetada en los prejuicios de una dudosa y trivial realidad, en las débiles certidumbres de la objetividad y de la lógica. Me recuerdo en el inicio, desplazándome hacia la enorme potencia de las intimidades que operaban más allá de la razón. La inadaptación se escribía, ya no como morada extraña, como incapacidad, sino como uno de los provechosos atributos, en tanto era la forma y el eco en que resonaba nuestra extraña verdad. Me parecía una ética singular, diferente, esa especie de indagación en la individualidad, pues, paradójicamente, se me revelaba más potente que la universalidad vacía, para construir la vida. Así, creer en su ficción es creer en el lazo social que el otro, tú, yo, aquél y todos, tratamos de cohesionar a través de los sueños con los que escribimos la existencia. Fue así como, en múltiples trechos de su obra, pude articular la literatura y el psicoanálisis, pues Sábato, no dudando de la existencia del inconsciente, lo muestra como una construcción, la más original, y por tanto, la más digna de ser indagada por su autor, el sujeto, y por la literatura.

El homenaje al maestro, en este pequeño escrito, consiste por tanto en evocar la sabiduría que lo tomó, en tanto supo enseñarnos la vitalidad que anida en el silencio de nuestro drama existencial. Después de transitar por las universalidades trágicas, que de forma obscenamente sonoras se pretenden válidas para todos, Sábato permite la detención, la demora en la multiplicidad de registros subjetivos de los que da cuenta la inmensa e inabarcable literatura, eso que el limitado cálculo nunca podrá objetivar.

Ahora cualquiera sabe que las regiones más valiosas de la realidad (las más valiosas para el hombre y su destino) no pueden ser aprehendidas por los abstractos esquemas de la lógica y de la ciencia. Y que si con la sola inteligencia no podemos siquiera cerciorarnos que existe el mundo exterior, tal como ya lo demostró el obispo Berkeley, ¿qué podemos esperar para los problemas que se refieren al hombre y sus pasiones? Y a menos que neguemos realidad a un amor o a una locura, debemos concluir que el conocimiento de vastos territorios de la realidad está reservado al arte y solamente a él"

¿No resuena el eco de una responsabilidad que Ernesto Sábato tomó para sí de forma consciente? ¿No es un llamado al despertar del hombre, mostrándole que el drama de sus pasiones es su propia vida? ¿No nos hace ver que la literatura es, incluso, una misión, una voz que se alza contra los afanes de universalizar lo humano?


Trataremos de estar a la altura del maestro.


Miguel Ángel Alonso