jueves, 22 de abril de 2010

Bartleby; preferiría no. Comentario de Graciela Sobral

Bartleby es uno de los textos de mi vida.
Hay textos que resultan paradigmáticos porque muestran una situación o describen un personaje de tal manera que después de haberlos leído, dicha situación o personaje puede ser nombrada directamente con el nombre del texto: así como la autopista del sur es un nombre para referirse a algo que va mucho más allá de un atasco, a lo que puede pasar entre las personas obligadas a una peculiar convivencia; o la casa tomada es también una forma de nombrar la invasión de lo más íntimo por una alteridad inquietante; Bartleby es el nombre de la actitud o posición negativista que en mayor o menor medida todos llevamos dentro.
El poder metafórico que tiene Bartleby produce una gran fascinación.
Para los amantes de Bartleby seguramente hay también un factor más personal, vinculado a cierta identificación que podemos tener con el personaje o con la importancia que tienen el tema y su tratamiento para nosotros.

En el año 1999 escribí un artículo sobre Bartleby para las primeras jornadas de la Escuela del Campo Freudiano de Barcelona, organizadas en torno a un feliz neologismo: Lakant. Para estas líneas he retomado algunas ideas de ese texto.

¿Por qué este texto tiene la importancia que tiene?
Bartleby, el escribiente, el relato de Herman Melville, escrito en 1856, ha sido objeto, a lo largo del siglo XX, de numerosos estudios literarios, lingüísticos, filosóficos y psicoanalíticos. En el año 2000 se publicó en castellano un libro muy interesante titulado “Preferiría no hacerlo” que incluye el relato de Melville traducido por José M. Benítez Ariza y tres ensayos de G. Deleuze, G. Agamben y José L. Pardo, que tuve el honor de presentar en la Biblioteca de la sede de Madrid de la ELP junto con Eugenio Fernández.
Si tuviera que responder a una pregunta del tipo ¿Qué es Bartleby? Diría, en un sentido radical, que Bartleby logra ilustrar la pulsión de muerte, no civilizada, en ejercicio. Si muchas veces se utiliza el exceso para ilustrar la pulsión y su aspecto autodestructivo (el consumo de alcohol, de drogas, la violencia) en este caso, se trata del defecto, o del exceso de vacío, de nada (por eso en su momento lo comparé con la anorexia en su aspecto más mortífero).
Con Bartleby asistimos a la realización de la identificación del sujeto a la letra/carta muerta (dead letters), al recorrido que hace el sujeto-letra muerta hacia su destino.
El relato del abogado nos brinda la oportunidad de presenciar ese último tramo de su camino donde lleva su poder hasta el extremo posible: la muerte.
Frente a la ley, la moral convencional, el orden establecido, incluso los sentimientos humanitarios, triunfa el negativismo de Bartleby. Nadie puede con él.

Este sería mi comentario más sintético, no obstante, podría destacar 3 aspectos que me parecen de interés:
1.- el enunciado: Bartleby sostiene un enunciado muy particular que apunta más allá de cualquier objeto, y lo sitúa del lado de la potencia absoluta.
2.- la pulsión: Ilustra de forma paradigmática una posición subjetiva que podría llamar “rechazo de la alienación”.
3.- la relación con el abogado: Entre Bartleby y el abogado, dueño del bufete donde trabaja, se establece una relación muy especial: el abogado encarna la ley, el orden del mundo, la función paterna; todo esto es puesto en cuestión por el escribiente.

El Enunciado

Bartleby, extraordinario copista, es alguien que vive de las palabras; y sin embargo, sólo pronuncia dos: preferiría no, mínima expresión del lenguaje que evoca el silencio de la pulsión de muerte.
Si hacemos un análisis más detallado del enunciado, vemos que en su lengua original resulta una expresión correcta aunque poco corriente. Él dice I would prefer not to, cuando la usual sería I would rather not. Ambas tienen la misma traducción al castellano, si bien los traductores le agregan un verbo y un pronombre (hacerlo), que la completan para hacerla más literaria (preferiría no hacerlo). En inglés es usual decir "preferiría no", sin un verbo al final.
Tanto G. Deleuze como G. Agamben se detienen en este punto.
G. Deleuze lo llama "la fórmula". Una de las interpretaciones que hace de dicha fórmula es que se trata de un intento de Melville de excavar en la propia lengua una lengua extranjera, o de introducir la psicosis en la neurosis inglesa.
Se trata de una expresión, verdaderamente lograda, que no es afirmativa ni negativa; según G. Agamben, no hay en la cultura occidental otra fórmula que mantenga tal equilibrio entre afirmación y negación, entre aceptación y rechazo.
Tiene otra particularidad: deja indeterminado lo que rechaza, no se refiere a ninguna cosa en concreto, al contrario, apunta más allá de cualquier objeto. De ahí procede su irreductibilidad.
Según la doctrina que Aristóteles desarrolla en La Metafísica, la potencia es tanto potencia de ser o de hacer, como de no ser o no hacer. La potencia de ser o hacer (la potencia “positiva”) se puede fundir (o confundir) con el acto en que se realiza; por lo tanto, la verdad de la potencia radica en la potencia del no. Bartleby, en tanto escriba que no escribe, constituye una figura extrema de la potencia en estado puro.
Para la escolástica existe la potencia absoluta, por ejemplo, la omnipotencia divina, Dios podría hacer cualquier cosa; pero la voluntad es el principio que pone orden en el caos de la potencia absoluta y le permite pasar al acto. Una potencia sin voluntad no puede pasar al acto. Dios no puede hacer lo que no quiere, aunque tenga la posibilidad; sólo puede hacer lo que quiere. La voluntad regula la potencia.
De hecho, la moral occidental está construida sobre la base de esta relación entre potencia y voluntad: hay una preeminencia de la voluntad sobre la potencia, que rige inclusive para Dios. Es la idea del hombre libre, dueño de sus actos, que se domina a sí mismo por medio de la voluntad. Esto es puesto en tela de juicio por el psicoanálisis porque el síntoma muestra que el hombre muchas veces hace lo que no quiere y no puede hacer lo que quiere.
Bartleby puede sin querer, se salta el orden de la voluntad y se sitúa del lado de la potencia absoluta, que es una potencia muerta, sin vínculos. Porque no se trata de que él no quiera cotejar o no quiera copiar, si él dijera “no quiero”, seguramente provocaría otra reacción en el abogado, a éste le sería más fácil oponerse a un “no quiero”. Él preferiría, su fórmula destruye la relación entre poder y querer, de ahí su carácter radical. Desde otra perspectiva, Bartleby es como un adelantado respecto de la moral de su época, en la medida en que puede sin querer, excediendo su voluntad y la de los otros; es el testimonio de un querer que no es consciente, que lo atrapa a él y, como hemos visto, atrapa al otro.

Rechazo de la alienación

Si quisiéramos hacer el diagnóstico de Bartleby, podríamos de decir, se trata de una melancolía. Pero estamos frente a un texto y un personaje que tienen unas resonancias que van más allá. Por su carácter de metáfora es posible tomarlo como alguien que representa un aspecto peculiar de lo humano, más allá de la estructura clínica de que se trate.
Lacan explica la alienación, una de las dos operaciones que dan cuenta de la causación del sujeto, por medio de la unión de conjuntos: es un caso particular de reunión que llama elección forzada. Forzada porque no se puede no elegir, y porque se trata de una elección que incluye siempre una pérdida, de tal modo que si se elige uno de los términos se pierde todo, y si se elige el otro, también se pierde. El ejemplo clásico es "la bolsa o la vida", si se elige la bolsa se pierde la vida (y también la bolsa) y si se elige la vida, se pierde la bolsa, es decir, se elige una vida sin bolsa. En el caso de la alienación se trata de la elección forzada entre el ser y el sentido.
Hay un caso particular, extremo, que muestra el factor letal inherente a esta operación, según comenta Lacan en Los Cuatro Conceptos. Esto ocurre cuando el enunciado mismo hace intervenir la muerte como una opción, por ejemplo, "libertad o muerte". Entonces se produce un efecto de estructura diferente: el "libertad o muerte" se transforma en libertad para morir, con cualquiera de las dos alternativas se elige la muerte. Bartleby ilustra este caso extremo. Se trata de un sujeto que rechaza entrar en el juego del Otro, que busca la libertad por fuera de la determinación que le impone el mundo en el que vive.
La constitución del sujeto supone la alienación al sentido y la separación de ese lugar, con la ganancia del poco de libertad que proporciona el deseo. Bartleby tal vez prefiriera no elegir, pero eso no es posible. Él prefiere nada antes que algo, hace del rechazo la forma de su deseo.
Desde la filosofía podemos decir "Bartleby no quiere", pero en nuestros términos, su posición ilustra el rechazo del deseo en tanto es algo que le viene del Otro. Más que un sujeto articulado al deseo es un sujeto que padece el deseo como una imposición del Otro. Su rechazo del deseo como respuesta al Otro pone en juego un deseo de nada en su forma más radical. Encarna la resistencia pasiva.
Como construcción literaria, se trata de un personaje original, paradigmático, de esos que dejan una huella que llevará su nombre para siempre. En ese sentido, Bartleby, con su búsqueda radical de la libertad se pone del lado de la pulsión, que es, como sabemos, pulsión de muerte. Entre el deseo, vital pero urticante y penoso, Bartleby escoge lo mortífero del goce. Y emprende un viaje sin retorno, porque una vez que ha pronunciado su frase, una vez que ha comenzado a transitar ese camino, la fuerza de la pulsión tiene una inercia que ya no le permite volver.
Bartleby se adelanta a su época y muestra, entre otras cosas, dos aspectos de una posición frente al deseo hoy en día muy frecuentes: el deseo como rechazo y la elección del goce en lugar del deseo. El sujeto que dice no a lo que le viene del Otro y, en la medida en que no puede hacer suyo el deseo, elige el goce.

Bartleby y el abogado

Al leer el cuento resulta sorprendente la relación que se establece entre ambos. El abogado cuenta la historia de Bartleby y sus propios pensamientos, sentimientos y vacilaciones a partir del encuentro con ese hombre tan singular. En cierto sentido, relata cómo se vio atrapado, dividido y cuestionado por el escribiente que él eligió y sentó al lado de su mesa.
El abogado no puede enfadarse con Bartleby, intenta comprenderlo, se siente comprometido en esa relación hasta el punto de que en lugar de echarlo, es él quien abandona el despacho.
Hay que tener en cuenta que el abogado elige a alguien cuya figura describe en estos términos: "pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada", lo sienta a su lado y, además, espera que pueda tener sobre sus empleados la influencia que él no tiene. El abogado lo elige por unos rasgos que podríamos llamar de "moderación", pero lo moderado se torna extremo y siniestro, y le produce pavor.
Al tercer día de estancia de Bartleby se desencadena el "preferiría no", que tiene dos tiempos: primero hay una negativa en relación a cotejar las copias, es decir, a tener cualquier tipo de confrontación. El abogado, en la medida en que acepta la imposición del copista, logra mantener en un cierto equilibrio.
Hay un segundo momento, que ya no encuentra equilibrio hasta el desenlace final, que comienza cuando descubre que Bartleby vive en su despacho. Esta vez el abogado se encuentra absolutamente dividido entre la piedad y el horror (horror por Bartleby y porque siente que, como esperaba en un primer momento, el escribiente está influyendo en los demás, pero no en el sentido benéfico que él deseaba). Dice "No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental". En este segundo momento es cuando Bartleby deja de copiar y ya sólo mira por la ventana.
Hay seres de una naturaleza primera, ángeles o demonios, y personajes normales, que obedecen a las leyes generales, y se necesitan los unos a los otros. Bartleby, ángel de naturaleza primera, pone en marcha la obstinación que lo lleva a la muerte. ¿Para el abogado? ¿Podría haber sostenido su posición sin el lugar que le da el abogado?
Ese "preferiría no" todavía está vinculado al Otro, es una respuesta al Otro, pero ¿Es un S1 que se dirige a un S2? ¿o es un enunciado no dialectizable?
Durante la estancia en el despacho del abogado algo se desencadena, el hombre desolado, lamentable e incurable emprende su viaje sin retorno comandado por la pura pulsión, el hombre devenido nada, vacío y fuerza. Lo sostiene una ley, podríamos decir, que ya no tiene en cuenta al Otro, que lo ha apartado definitivamente de la dimensión de la alteridad.
Traspasado un cierto límite, Bartleby ya no puede parar. Por su parte, el abogado que representa la ley, una ley pusilánime, queda desarmado y cuestionado. El escribiente y su enunciado tienen una fuerza tal que no nos permiten permanecer indiferentes en la medida en que tocan tanto el lado Bartleby como el lado abogado que todos tenemos.
Porque este pequeño texto nos muestra que el deseo inconsciente se impone al querer de la conciencia, que este deseo no es natural, que necesita del Otro para constituirse y por lo tanto es sintomático; y que la ley, el orden racional que organiza el mundo moderno, es impotente en relación al deseo.

Bartleby representa una lógica que no se puede reducir a la razón, una lógica que muestra la frágil línea que separa la vida de la muerte. Él se rige por su propia ley, sin tener nada más en cuenta. Como aquellas cartas que no encontraron destinatario, que perdieron su vínculo con el otro, Bartleby resuelve su relación con el mundo en su acto solitario y final, y termina realizándose en la muerte.

Graciela Sobral

martes, 20 de abril de 2010

Alberto Estévez comenta el relato Las Fugitivas, en la presentación del libro Relatos Sombríos Historias Mágicas de Remy de Gourmont en la librería La Buena Vida


De viaje con fugitivas

En primer lugar, quisiera agradecer a la editorial El Nadir esta oportunidad de comentar una lectura tan bella; es un auténtico privilegio compartir una reflexión con ustedes sobre algo con lo que me he enriquecido enormemente, y que me ha evocado un gran número de sensaciones en la travesía de sus páginas.

En el transcurso de las mismas, y sobrevolando los distintos relatos, Las Fugitivas se convirtió muy pronto en uno de mis favoritos, les anunciaba el disfrute que como lector he experimentado, pues bien, dicho disfrute tiene distintas declinaciones; en primer lugar, estamos ante un autor que es un maestro del estilo: el ritmo del relato, la disposición de las frases, la elección de las palabras, compone en su conjunto una melodía tan agradable que uno no tiene por menos que admirar el esmero con el que este amante de la investigación estética elaboró este cuento, y más allá, el resto de relatos que componen la obra que hoy se presenta.

Claro que si se tratase únicamente de un ejercicio de estilo no podría transmitir esta otra dimensión satisfactoria y que tiene directa relación con el comentario que elaboré, estamos ante la pluma de un importante intelectual, y por ello podemos decir que hay un mensaje que subyace a su escritura, el autor nos comunica su pensamiento, y resulta desvelarse como un absoluto maestro recorriendo en este caso concreto de Las Fugitivas el laberinto que constituye la sexualidad humana.

Pero me queda todavía un último gusto que me proporcionó esta lectura y que me lleva a entrar de lleno en su análisis; al encarar las escasas tres páginas del cuento, me vi transportado en el tiempo, emprendí un viaje a otra sociedad, una comunidad muy diferente, con un contexto socio-político bien distante del nuestro, en el que la apreciación que se hacía de las figuras del hombre y la mujer conservaban importantes diferencias entre sí; las cifras que integran cada una de las identidades sexuales, las de uno y otro sexo, permanecían absolutamente presentes y dibujadas. Fue un placer y un descubrimiento encontrar un autor que mantuviera la diferencia tan viva, y evidentemente un conocedor de que en ella residen los cimientos de cada sujeto. En cualquier caso, comprenderán que viajé lejos, muy lejos de la ideología de la igualdad de los sexos que en nuestra sociedad de hoy esclaviza a hombres y mujeres.

Quiero empezar revelando una clave que esconde el relato de Las Fugitivas y que lo hace especialmente sugerente; el abordaje de la cuestión femenina se hace a través de un personaje masculino, y el saldo próspero que se obtiene es el resultado de que el autor ponga a trabajar la mencionada diferencia entre los sexos. La frase provocadora que da comienzo al relato y que es una declaración de intenciones en este sentido que propongo es una de las frases que sin ningún esfuerzo cualquiera de los aquí presentes podríamos atribuir al deseo del varón: ¿Por qué una,…, cuando hay más? Lo han tildado de enfermo en el relato que han escuchado, y en varias ocasiones, pero si por esta frase fuera deberíamos testimoniar de cierta pandemia masculina, no por nada el protagonista no tiene nombre.

¿Es un enfermo pues? El texto es bien explícito al respecto; su imaginación enferma sufría muy seriamente a causa de la multiplicidad de las mujeres, ¡Hay demasiadas!, repetía.
La solución que encuentra en su imaginación es una operación de reducción: resumir todas las mujeres que existen en unos solos labios, labios elegidos que contengan la esencia de lo femenino, y entonces, beberla en un beso. Pero podemos pensar qué esconde dicha solución: sin aventurarnos y siguiendo la sapiencia de Gourmont podemos llegar a afirmar que se trata de dominar el deseo, matarlo si fuera posible, porque dicho deseo le ha hecho sentir miedo, y el miedo es una señal que lo ha avisado de lo cercano que se encuentra por el camino de su delirio de traspasar cierto límite que lo aleje indefinidamente de la cordura.

Resultan muy notables los términos que baraja el escrito, forjan una cadena que es la que mantiene cautivo a nuestro protagonista; la nada, el misterio, lo infinito, el ser y el no ser, la oscuridad, lo desconocido o lo intocable, términos que no encuentran una concreción exacta, que no podemos reducir, que incluso podríamos pensar parientes del exceso, indudablemente nos hablan de las características de la naturaleza femenina, algo que escapa al todo reglado y cerrado que representa la lógica del varón y su cuantificación, del cual podemos decir que padece de su propia estructura, esa que como macho es responsable de tantos desencuentros en su intento de acceder a la fémina.

Se inscribe exactamente en este mismo registro la forma secundaria de la locura que padece nuestro enfermo cuando comienza con la cuidada enumeración, cuando le desgrana a su compañera el rosario de las fugitivas; la descripción minuciosa cuajada de sensuales detalles de un buen número de mujeres es un intento por encontrar una definición que encaje en el ser de la mujer, que sea de una buena vez, y que cese esta alternancia entre lo que es y lo que no es, una definición que la fije y le permita albergar su sueño de reducción, porque algo le dice que la mujer no existe, su lógica femenina no permite universalizarla, sólo puede existir a condición de tomarlas una por una, y claro, eso es imposible para nuestro amante del infinito, que trata de encajarlas en una sola y única, y que tan sólo a través de su imaginación puede poseerlas a todas, o quizá sería más correcto usar el singular, porque ese es su anhelo, poder poseer a la mujer toda, sin ese resto que le recuerde que algo falta, la parte misteriosa de la mujer, la infinitud presente en su estructura, a la que el macho no puede acceder. La prueba de esto la encontramos en los episodios de recuperación de sus crisis que incluso llegan a dejarlo postrado; en ellos, su imaginación descansa hasta el próximo trance, pero no su anhelo, el de considerar a su amiga la única, la que valdría por todas.

Esto mismo constituye el germen que a lo largo de los tiempos ha hecho pensar la naturaleza femenina como algo peligroso; en la medida que delata el carácter limitado de la lógica masculina, el varón exige su regulación, y esto es lo que intenta nuestro enfermo. Pensado así podríamos decir que el cuento, hasta en el título de manera patente, fugitivas, plantea una vertiente que abre una perspectiva más social y que no se limita al caso de un solo hombre, sino el de todos los hombres, y argumenta en base al temor que todos ellos, incluso desde niños, han sentido respecto de la mujer en los distintos períodos de nuestra historia, ¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se marcha y que jamás será tocado! El heteros femenino representa una amenaza para el varón, pero a su vez el propio varón está concernido en ello, y este escritor al igual que algunos otros lo sabe, lo cual le facilita la tarea, la de hacer de la feminidad un enigma bien fecundo. Pero lo inquietante que acompaña a la mujer no lo es sólo para el varón, también para ellas mismas, que desconocen cuán lejos pueden llegar, donde se encuentran los confines del universo femenino.

Vemos finalizar el cuento con nuestro hombre pacificando su delirio, encontrando su consuelo derrumbándose sobre la carne compasiva de su insignificante mujer sin belleza, la misma que su denegación le impide reconocer como objeto de su propia elección para considerarla más bien como un destino de no se sabe qué primitivo mandamiento. El propio Remy de Gourmont contesta a esto, lo hace en otro maravilloso y estremecedor cuento titulado La Otra, más próximo al final de la obra, en el que nos entrega el quid que sitúa lo que verdaderamente está en juego: deseaba mundos y se contentaba de nadas.

Ha sido un viaje, les decía, que me ha brindado reencontrar lo fructífero que resulta enfrentar las respuestas de uno y otra ante el enigma que el sexo nos plantea a todos, y dichas respuestas evidencian la distancia y la absoluta diferencia que existe entre la lógica de un sexo y otro, por muy fuerte que resulte la pasión de la igualdad que nuestros tiempos pretenden imponernos. La misma pasión que lleva a nuestro amante imaginario a pensar que pueda existir un deseo sin renuncia, que puede alcanzar su resolución definitiva sin compromisos penosos, en el que frente a la demora de la satisfacción pueda oponerse un aquí y ahora, ¡ya! Un deseo a la altura de su delirio y que pueda consumarse hasta consumirse, y lo deje libre al fin de la esclavitud a la que lo mantiene sometido.

Pero por contra lo que se encuentra es que no puede desear sino en las claves que porta en su interior, y que por mucho que pretenda soltarlo para que divague, su deseo padece las restricciones que le impiden abarcar lo ilimitado propio de lo femenino. Y el cuento le sirve a Gourmont para recordarnos que ellas, por ser mujeres, son las fugitivas, pero además que no debemos dar las cosas por sentado antes de reflexionar al respecto, y si alguno no se había enterado, sólo debe repasar las líneas de este hermoso cuento para llegar a la conclusión de que en caso de que exista un sexo débil, no hay duda, señores, se trata del varón.

Alberto Estévez
15 de Abril de 2010

domingo, 18 de abril de 2010

DE UN DIOS QUE RESISTE, por Gustavo Dessal



Presentación de Relatos sombríos. Historias mágicas, de Remy de Gourmont

(El Nadir Ediciones, Valencia 2009)

Todas las épocas han conocido charlatanes de variada procedencia. En la nuestra abundan aquellos que, envueltos en el manto de la pseudociencia, se dedican a propagar tonterías sobre el amor y la química del cerebro. Por ese motivo considero que el papel de la literatura es fundamental para salvaguardar un modo de concebir la subjetividad. Entre los muchos peligros que la acechan, debemos protegerla del reduccionismo a la fisiología natural. Cuando leemos a Hanna Arendt, y su profunda comprensión de la siniestra veneración del nazismo por el retorno a la naturaleza, no podemos menos que destacar una genial observación de esta pensadora: ¿por qué una teoría sobre lo humano se considera más científica cuando más pretende reducir el sujeto a su animalidad orgánica?

La editorial El Nadir no es solamente una política del buen gusto literario, sino también una forma de contribuir al combate contra las supercherías del cientificismo.

Relatos sombríos. Historias mágicas es un libro sobre Eros, que no es ni una glándula ni una hormona, sino un dios. Un dios caleidoscópico y perverso que lejos de imponer una forma definida y modélica del amor, admite diversas fórmulas. Es Eros quien domina las maléficas acciones morales de Primary (quien se contenta con hacer sangrar a las mujeres “metafóricamente”), Eros quien hace gozar a los senadores cuando en el medio de un fastuoso banquete brindan “por la salud de la Humanidad sufriente”, Eros el que empuja a Don Juan a intentar seducir a la muerte. Eros: el único dios que no será derrotado por el absolutismo científico.

Remy de Gourmont es mucho más que un gran escritor. Es, ante todo, un lúcido moralista, como lo fue también el Marqués de Sade. Los grandes moralistas (no olvidemos a Rousseau, a Rabelais) lograron percibir lo que Freud supo formalizar con la ayuda de sus conceptos: que la ética se sustenta en el goce, en los refinamientos y dobleces del deseo perverso, y que el bien pude no coincidir ni con lo razonable ni con lo conveniente. En este libro hallaremos una exhaustiva revisión de los fantasmas eróticos del varón y de de la mujer. Aunque variados en su policromía, tampoco son infinitos, y el autor (un auténtico precursor del microrelato) los atrapa con su maravillosa red de símbolos y metáforas. Recomiendo, por ejemplo, la lectura atenta de “Visión”, un cuento en el que desde la perspectiva de la mirada masculina, el objeto femenino nos es presentado como paradigma de la idealización más elevada, como representante de lo imposible e inalcanzable del deseo humano. “Mi cabeza se inclinó hacia los pies dorados, y al instante todo desapareció”, se lamenta el protagonista. “¿Te lo dije? -se exculpa la Visión. “De oro, de mármol, de carne, me desvanezco al mínimo contacto. Soy la Intocable, es decir, la Mujer”. De allí que algunos hombres solo puedan amar a la mujer en cuanto lo es Toda, espejismo que únicamente logra mantenerse a la distancia, como en el amor cortés. Cuando se toca, se disuelve. De allí la consabida costumbre masculina de adorar a una y tocar a otra.

¿Y qué sucede del lado femenino? Es desde el punto de vista de esta mitad del mundo que Gourmont hace gala de un exquisito poder de compenetración. Es capaz de hablar no simplemente de las mujeres, sino de pensar como ellas, introducirse en su piel, en los laberintos de sus emociones y sus fantasías. Una mujer no solo representa la absoluta alteridad para el hombre, el insondable misterio de un deseo sin nombre, sino que ella es también extraña para sí misma. Esa duplicidad de la mujer en cuanto al objeto de su deseo, está en ella mucho más enmascarada que en el varón. Pero al autor no se le escapa que, detrás de la presunta fidelidad femenina, toda mujer es esencialmente adúltera. No simplemente en el sentido literal, puesto que ellas han sabido desde siempre buscarse sus arreglos, sino en el hecho mucho más esencial de que su deseo se bifurca en todos los casos. Es así que Gourmont sabrá distinguir en el amante muerto (léase “El cirio adúltero”), en el fauno, o en los penetrantes copos de nieve, al íncubo las más de las veces oculto que a ella le es imprescindible para sostener la ficción de su sexo.

Porque si hay algo que el verdadero poeta sabe, y su saber es aquí la única y verdadera ciencia del amor, es que el deseo no es anatomía, ni fisiología, ni neurología. El sexo está hecho del mismo tejido con el que se fabrican las historias. Es por eso que los seres humanos pueden hacer el amor incluso a oscuras, pero jamás sin soñar.

Gustavo Dessal