martes, 23 de diciembre de 2008

La carretera, de Cormac McCarthy (Una experiencia de lo Real). Comentario de Miguel Ángel Alonso

“La fragilidad de todo por fin revelada” (27)

“… empezaba a sollozar… no por la idea de la muerte... pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna manera(99)

Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor (119)

No hay un solo profeta en la larga crónica de la tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser” ( )

¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada?(88)

Introducción: Lo real y lo simbólico

¿Qué sentido tiene un libro como La carretera si no es la intención de hacer aflorar una virtualidad factible y creíble fenomenológicamente? ¿No es esa virtualidad una intuición fundamentada aquí en la estructura de la subjetividad? Estamos ante una experiencia de lo real. La novela, a la vez que revela, en la destrucción del mundo, la esencia frágil de éste, pone en juego entidades simbólicas propias para su sostenimiento: la belleza, la bondad, la palabra, el amor, el deseo. En su ausencia se postulan como valores imprescindibles en contraposición con la maldad radical de la relación entre los hombres. [1]

Dos instancias esenciales en la estructura subjetiva, simbólico y real, se muestran en flagrante desequilibrio: una precariedad de lo simbólico y un exceso de lo real. El mundo es posible sólo si existe un equilibrio entre ambos. Si no hay apenas lugar para el primero, ese mundo ha de ser forzosamente extraño para el ser humano, una “helada oscuridad autista(17), gozante, que deja al descubierto la obscenidad destructora del segundo.

¿No están ya presentes ambas instancias en el sueño inicial que abre a la lectura del libro? (9) Sueño cargado de simbolismo, de la mínima vida de dos luces, El hombre y El chico, dos deseos cercados por árboles de piedra, sin vida, en un tiempo ya de silencio. Ellos son, para el otro –antes semejante, ahora desaparecido por su trasformación en animal— presas para saciar el hambre. El otro se muestra entonces como cuerpo orgánico, animal ciego, desprovisto de lenguaje y, en consecuencia, desnudo, traslúcido, siniestro, sin símbolos que oculten su nada instintiva, obscena, voraz, animal, habitante de la oscura caverna del abismo que a lo largo de toda la novela parece siempre apunto para saciarse con las vidas de los protagonistas. Es lo real en su más inhóspita desnudez.

Los símbolos construyeron la historia de la Humanidad vistiendo al mundo que en La carretera, sin ellos, se desmorona sepultando el recuerdo y el porvenir. Ya las cenizas de las palabras, de la belleza, de la bondad, del deseo, cubren la tierra en la mayor expresión de la aridez jamás experimentada. Es un mundo como cosa casi, quedándose sin tiempo, de goce autista y psicótico, sin la vestimenta de la ilusión, sin apenas señales de vida.

Si alguien duda que el mundo de las realidades cotidianas precise de una estética propiciada por la palabra, no ha de hacer más que leer esta aridez arrasada para aprender una lección. Sin la presencia del hombre, sin esas palabras que lo visten, no es otra cosa ese mundo que una “bestia granítica” fría y tenebrosa, devastado desierto pálido de cenizas, sin corazón, sin alma, de noches de oscuridad y “negrura de ataúd”, ciegas, impenetrables y frías, o días de sol afligido, proscrito, de silencio terrible.

Es una forma del Apocalipsis: El fin del lenguaje.

El exceso Real y la subjetividad

Son tantos los motivos susceptibles de análisis en este libro, que es preciso decantarse por alguna vertiente. No voy a tomar el sesgo que pudiera ofrecer una ciencia ficción del Apocalipsis, sino que tomaré aquél al que aludí en la presentación, el que me evoca un saber puesto en escena a través de dos subjetividades afectadas por un trasfondo de exceso Real y una precariedad simbólica que distorsiona sus vidas y les obliga a vivir en el límite.

1. Un tratamiento textual de lo Real

Para ese exceso Real, hay en la novela una estrategia que no ahorra las impresiones dolorosas, pero ellas, paradójicamente, son sentidas como placer de lectura porque se elaboran de forma placentera [1]. Se puede decir de otra forma, como lo dice Eugenio Trías, “es una obra que gravita alrededor de lo siniestro, pero gana para el placer la elaboración de una situación máximamente angustiosa y dolorosa[2]. Y es que el cataclismo humano como tal, en su desarrollo Real, no se escribe, no se hace una descripción realista del mismo, cosa que sería verdaderamente insoportable para un espíritu mínimamente sensible. Sólo de forma alusiva se inscribe haciéndose anotar como presencia y trasfondo constante. Como sostiene Slavoj Zizek para casos similares al que nos ocupa en La carretera: “Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho[3]

Lo fundamental es que dos deseos, El hombre y El chico, viven en un límite vital sosteniendo un mínimo pero sublime envolvimiento estético del horror y de la obscenidad imposibles de describir. Ellos salvaguardan con la palabra, con la bondad, con el amor, con la belleza, y hasta con el miedo, una distancia que ha de revelarse imprescindible para la vida, la que pone límites al goce desenfrenado y psicótico, al mal, al egoísmo, a la pura pulsión de muerte que anida en el ser humano como una alteridad excéntrica exigiendo su cuota de satisfacción. Y es que ella no siempre es un núcleo reconocible o sabido.

Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables… El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad… A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.” (69)

2. Etica y estética

Ambas se ponen en juego en una estremecedora pero sublime producción. Ética porque estamos ante una literatura que no duda en mostrar la causa irreductible de la fragilidad humana, nuestra relación fundamental con lo Real, pero no lo obtura ni lo elude, sino que lo afronta con la mediación de una Estética textual , una ficción que salvaguarda la vida de los seres humanos:

Escenario apocalíptico, por tanto, inscrito como trasfondo en contraste paradójico con un lenguaje mínimo que remeda lo poético, alusivo casi siempre para el horror, y pleno de afecto y de amor para el otro.

3. Una paradoja propia de la literatura trágica

Es curioso sentir como una literatura tan dramática y angustiosa que en todo momento hace presentir el último día del mundo (184), sin embargo se convierte en una lectura enormemente apasionante, incluso poética, y hasta diría placentera. Es la paradoja propia de toda la literatura trágica, demasiado llamativa como para no prestarle un poco de atención.

Un axioma y un párrafo vienen a colación para este inicio.

El axioma es de Lacan: “La verdad tiene estructura de ficción”.

El párrafo de Slavoj Zizek [3]: “Cuando la verdad es demasiado traumática para afrontarla directamente sólo puede ser aceptada bajo la forma de ficción”.

La carretera es un escenario apropiado para desarrollar estos postulados que sitúan la verdad y el modo posible de abordarla. Verdad que se revela por su vertiente más cruda, Real, no simbolizable, de goce ilimitado y psicótico, ejerciendo su imperio sin que casi nada pueda limitar su dominio salvo una mínima franja simbólica, caminada por los protagonistas.

Estamos ante un mundo hendido que revela esta verdad cruel en una batalla clásica, aunque desigual, Thánatos/Eros, fealdad/belleza, abismo/palabra, maldad/bondad, indiferencia/amor, pulsión de muerte/deseo. Pero la batalla no indica que los contendientes procedan de distintos lugares. Conviven juntos, y no es posible desprenderse de ese extraño mal excéntrico, Real, que turba nuestras existencias, sin embargo, podemos velarlo, por ejemplo, el amor es un recurso para hacerlo:

Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti(45)

La obra de arte

Desde este punto de vista, La carretera nos ofrece un contexto complejo. Estamos ante algo más sutil que una descripción realista, estamos ante “una descripción sin lugar propia del arte[3], sin un lugar espacial histórico e imaginario, sino un espacio virtual como posibilidad que permite aislar una esencia, un núcleo “Real” del ser [3].

Como decía anteriormente, esta es su vertiente ética. La novela consigue aislar una dimensión universal subjetiva en la que es posible situar los resortes que conducen a la destrucción de un mundo, una especie de matriz que nos revela la contestación a una pregunta que surge inmediata tras la lectura: ¿Cómo se puede llegar a un cataclismo como el que se inscribe en La carretera? ¿Cómo llegar a “La fragilidad de todo por fin revelada(27)? ¿Cómo el ser humano puede provocar su propia destrucción?

La insoportable desnudez y horror del mundo es posible como efecto de la exigencia de satisfacción emanada desde un núcleo irreductible de goce que aboca a El Hombre a padecer los efectos de la pulsión de muerte, la destrucción. Traigo a colación un párrafo de la novela ya citado anteriormente:

Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdades. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.” (69)

El exceso Real se sitúa con claridad meridiana detrás del “sagrado idioma”, siempre como trasfondo sobre el que se dibujan las vidas de todos, y siempre en condiciones de distorsionarlas si no se le vela.

Vista la ineludible reunión que es precisa entre ética y estética para configurar un espacio vital, trataré de abundar todavía en los elementos que, considero, dan respuesta a por qué el libro es una obra de arte.

Reúne todos los elementos que intervienen en su conformación, a saber:

  1. El vacío, excéntrico por presentarse como alteridad no sabida, oculta, pero presente de forma alusiva como esencia propia de la subjetividad.
  2. Una ética de ese vacío, ética porque no lo elude ni lo sepulta, sino que lo pone al descubierto afectando la vida de las subjetividades.
  3. Una estética como producción sublime indisolublemente ligada a ese vacío ineludible, estética capaz de mitigar sus efectos situándose como velo de aquel vacío.

¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada?(88).

Resulta posible indicar ya la solución de la paradoja a la que hacía referencia, una literatura tan dramática y angustiosa que en todo momento hace presentir el último día del mundo (184), sin embargo se convierte en una lectura enormemente placentera. Lo hago con palabras de Zizek:

El placer de la ficción estética no es una simple huída, sino un mecanismo de supervivencia, una forma de copiado con memoria traumática”. [3]

El Otro. Trascendencia e Intrascendencia

Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor (119)

El Otro no existe como “Aparato trascendente[4] que pueda dar sentido a la existencia. Los dioses de repente se convierten en Hombres de destino trágico: “Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía (45), se convierten en mendigos que dialogan con el todavía Hombre, mostrándole su indiferencia por el sentido de la existencia (126). En su lugar un vacío que se sabe verdad. Inmensa soledad.

En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En que difiere el nunca será de lo que nunca fue? (30)

Hombres sin credo, la fragilidad de todo por fin revelada(27). Esta es la gran soledad del ser humano puesta aquí al descubierto, no existe el gran Otro, “Aparato trascendente” que garantice el sentido de nuestra acción en el mundo. El hombre y el chico están ante la verdad desnuda que necesita su “Artefacto intrascendente[4] palabras que la vistan inventando un mundo simbólico: “Nosotros tenemos el fuego”, “Nosotros somos los buenos”. Y cuando El Chico se queda solo, cuando ni la palabra del que encarnaba al gran Otro, El Hombre, lo deja sin interlocutor, ha de caminar solo para encontrar una esperanza, su “Artefacto intrascendente”, el otro de “la bondad”, que, como él, tenga el fuego, aunque sin la plena garantía del encuentro:

Tendrás que seguir tú solo… No se sabe lo que puede deparar la carretera… Necesitas encontrar a los buenos… Tienes que llevar el fuego… Está en tu interior. Siempre ha estado ahí(205)

La bondad encontrará al niño, así ha sido siempre y así volverá a ser (206)

La trascendencia de Dios deja paso a la intrascendencia y fragilidad del hombre. Éste acoge la necesidad de dar sentido, respuestas para la existencia. Mutuamente, El hombre y El chico se ofrecen encarnando esa función “siendo cada cual el mundo entero para el otro(11). La palabra del Otro bajó a la tierra, y Dios se hizo hombre:

Sólo sabía que el niño era su garantía. Si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca(10)

Conclusión

La carretera muestra al ser humano confrontado a su división, habitado, fundamentalmente por dos registros, uno simbólico y otro real, indisolubles. Pueden estar jugando en diferentes condiciones, bien de forma equilibrada dando lugar a la vida, o bien desequilibradamente, destruyéndola, como es el caso que nos ocupa. Es en ese desequilibrio donde el registro real puede revelarse en su auténtica condición de pulsión de muerte trabajando en contra del bienestar y conservación del sujeto humano. Solo lo simbólico puede hacer de atemperador de su irrefrenable exigencia de satisfacción.

Los símbolos son imprescindibles para la vida. Aunque ellos sean una forma de velar la aridez esencial, sin ellos estamos desamparados y prestos para la destrucción. Por ello se los evoca (15). Se siente que nada de lo creado por el hombre, ni siquiera los bosques, los ríos, lo que parecería proveniente de la naturaleza, se pueden sostener en el tiempo sin las palabras que los vistieron de belleza.

Miguel Ángel Alonso

Bibliografía.

[1]. Más allá del principio del placer. Sigmund Freud.
[2]. Lo bello y lo siniestro. Eugenio Trías
[3]. Arte, Ideología y capitalismo. Slavoj Zizek, Jorge Alemán, César Rendueles.
[4]. La última enseñanza de Lacan (Dep. de psicoanálisis Lacaniano). Jorge Alemán. Sergio Larriera.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Dichosa lectura con sabor cubano, por Ana Quiroga

La narrativa de Laidi Fernández de Juan* tiene la voz de Cuba. Y su cadencia. Su lenguaje es exacto, preciso, conmovedor. Imprescindible. Quizá porque, de niña, tuvo el privilegio de mostrar un texto suyo a Alejo Carpentier, su vocación, como una flor anticipada, se abrió a sus ojos para sorprenderla. Se huele en las palabras el café acabado de colar, el calor pestilente, la humedad atrapada en las paredes de la casa. Un son caribeño nos invita a pasear por calles de La Habana Vieja bajo el empecinado ritmo cubano del afán por sobrevivir. Y así como es una felicidad saborear Cuba, es una felicidad recorrer la original inteligencia de la autora de estos cuentos.

El tono coloquial nos acerca a la íntima conversación de la amistad; los personajes nos abren la puerta del cuarto de al lado en el que transcurre su vida como una persistente intención por superar toda dificultad y volver placentero el universo: “Todo lo que voy a servirte en la mesa, lo conseguí en la bolsa negra.”

Leer sus textos es sumergirse en antiguos corredores y escaleras del tiempo de España que esconden el secreto de un pueblo que resiste, con implacable humor, ante cualquier incertidumbre: “a esta altura me da igual una caricia que un piñazo si tiene buen sabor y llena el cubo”; un humor que aparece sutil en la confesión de una asesina: tengo compromisos en plural no sólo con hombres” o acabadamente directo en “dígale al gordo de allá afuera que no sólo los negros toman café, que haga el favor de traernos” y, mejor todavía, en “vamos a ver si nos apuramos y bajan los santos o suben los espíritus”.

El conflicto aparece en el devenir cotidiano (“olvídate de la vida normal”) y es en los detalles de discreta descripción donde surge la angustia por subsistir “si llegaban los huevos, había gas suficiente en el horno y no se iba la luz, el calor no era insoportable, ah… y si tampoco llovía mucho, porque la muchacha que los entrega vive lejos y viaja en bicicleta” y “transcurrieron doce días de gestiones, compras, ventas, cambios de planes”.

Su obra atraviesa la historia cubana desde antes del tiempo de la revolución "para que disfrutes conmigo de un pasado anterior incluso al nuestro" hasta el presente a través de un vocabulario deliberado, ecléctico y notorio, de términos y frases que definen su origen, sus influencias, sus anhelos: Elegguá, los cakes privados, Carlos Marx, guayabera de poliéster, Yemayá, Tolstoi, Ochún, cocotaxi, Tuareg, autoplusvalía, Jalisco Park y Chejov.

Laidi Fernández de Juan no se priva de imágenes concretas “cocinar con manteca de tiburón que huele a orín de viejo decrépito” ni de alusiones feroces para mostrar la época de mayor crisis “el Período Especial que usted recordará que era una soberana mierda” así como da lugar a una delicada poética: “delgada como una caña tierna”, “un burdel circense de posguerra”. Tampoco teme a la osadía de los neologismos propios y ajenos: “concrétame a dónde”, “ripostó”, reina-dueña-de-todo-esto”, una perdedera de tiempo imperdonable” y “que te ronca la berenjena”.

Una y otra vez la ilusión parece alejarse de los personajes creados por Laidi Fernández de Juan (creyó que las fuerzas se le iban) y, sin embargo, aunque percibamos remota y decreciente la posibilidad de albergar una salida, la esperanza regresa en brazos del amor (esa cura infalible para todos los pesares) y los protagonistas -como acaso el lector- se descubren extrañamente dichosos. Basten, por ahora, estos cuatro cuentos, para dar fe de esa dicha.

Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961), es médica y narradora. Su primer libro de cuentos Dolly y otros cuentos africanos (Pinos Nuevos, 1994) fue publicado posteriormente con prólogo de Eliseo Diego (Ediciones Vigía) y en Canadá con introducción de Keith Ellis. Ha sido distinguida en los concursos Internacional de Cuento Fernando González (Colombia) y “Jiribilla”, entre otros. Su segundo libro, Oh vida (1988) obtuvo el Premio Luis Felipe Rodríguez de cuentos. Su cuento “Clemencia bajo el sol”, Premio Cecilia Valdés, fue llevado al teatro en Cuba y en Italia. En el 2001 fue invitada al Evento de Mujeres escritoras del Caribe en Nueva York. En 2004 obtuvo Mención en el Concurso Iberoamericano Julio Cortázar y le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional. En 2005, ganó el Concurso de cuentos Alejo Carpentier con su libro La hija de Darío. Su primera novela, Nadie es profeta fue presentada en la Feria Internacional del libro de La Habana, 2007.

Ana Quiroga

viernes, 19 de diciembre de 2008

La poesía de Mario Trejo. Un artículo de Liliana Heer

PREÁMBULO

En puntas de pie y a los portazos: una vida se juega en la obra, en los gestos del autor, en el cuerpo a cuerpo de pasión y desmentida.

Maestro esencial, agudo, sutil, irónico, la poesía de Mario Trejo es palabra plena: fuga de consignas para huir de la historieta. Trejo estilete, Trejo domador de figuras, Trejo irrita polos, Trejo hábil en pronunciar oráculos, Trejo hacedor de manifiestos. Con la t de thesaurus, la t de sin temor, la t de tropismo y aventura, la t de talento, tentación de escribir y combate verbal.

Apuesto al testimonio de su cabalgata, al vigor, esa fuerza rigurosa y expansiva que invade los territorios del orden, tajea máscaras. Invertir, desnudar, ejercer sobre la colección de falsas frases acuñadas y repetidas hasta la necedad la presión suficiente para que estalle a borbotones la razón que apunta a una verdad poética: Más vale cabeza de león que cola de ratón.

Apuesto a la experiencia en el sentido que Bataille nombra una lengua en duelo. Celebro su singular seducción, el sonido que gatilla hallazgos eróticos de vocación irreprimible:

Desnuda contra el mar, llevas tu mano


de guante negro hacia los sencillos


repliegues de tu carne, los anillos


elástico de tu sexo anglicano.


Hegel voyeur a orillas del Mar Rojo

La silueta bajo la figura o lo visual bajo lo visible, privilegio del detalle, paradigma del indicio que reconstruye la escena a través de una huella. Pincelada pictórica, aura intangible, fetiche in progress, doble color, doble nudo, doble consonante: la elle orienta el apetito del ojo, marca un ritmo que entumece.

La provocación es uno de sus buenos hábitos. Licuar adherencias, esgrimir el tono justo para enunciar en idioma olímpico, rabiosamente dotado de inmediatez, la cámara lúcida de una posición crítica. Quizá el principio más poderoso de su poesía sea el saber despertar: en la fragua, silencio y estruendo.

Pulso geográfico, inmodestia del verso al precipitar intensidad. No hay cronos, hay abundancia, derroche, sujeto en crisis, deseante: la mejor forma de esperar es ir al encuentro, al encuentro del futuro, al cruce de lenguajes, esa Babel de diáspora o exilio que multiplica -como se multiplican las arenas- las formas del decir. “Trejo y Gelman: Los dos proyectos poéticos coinciden, se parecen y divergen…”, puntúa Silvia N. Barei haciendo hincapié en el proceso verbal, la operación bifronte de mirada múltiple, hacia delante y hacia atrás, la memoria: brújula, carta de navegación.

Añado al equipaje de Trejo el dar su segunda mejor tajada a la muerte. Como quien ejecuta sin sordina, nuevamente una consonante percute: criatura de venas oscuras, en el reparto está presente el striptease manantial de la sed, con alma y vida: envejeciendo.

Pronto me vi

en medio de los primeros tumultos

adicto a la muerte

luto tenaz que nunca me abandona.

Orgasmo

Sumo a lo anterior la fascinación por la música, por ciertos músicos, ciertas lecturas, ciertos films, también la arrogancia, la soledad de los jugadores, la apuesta al todo por el todo, el amor por sus amigos, su erudición enajenada, el plurilinguismo y una capacidad de goce inigualable. Así durante veinte años, treinta años, cuarenta años, ochenta años, hago que Mario Trejo vuelva a nacer precoz, trastornando ciudades, sin calma, con regocijo y adicciones, irreverente como Mozart: “¡Que los que no me quieren me laman el culo!”

Miguel Brascó solía contar: “Mario Trejo es un personaje mítico y elusivo…comparte así el peculiarísimo destino de los genios ambiguos del extraño Buenos Aires: Xul Solar, Macedonio Fernández, Santiago Dabove”.

Como si el tiempo, los libros, los viajes, sus poemas formaran parte de una sintaxis posesa en patear al descuido la melancolía -de melancolia nigra et canina et de amore qui ereos dicitur. Lujuria, acto venéreo, soplo, plegaria: Solo a solas con el Solo, Plotino, eco del náufrago.

Una observación a consignar es el cambio de estética que Trejo generó, visualmente notorio hasta el contagio. No se trata del derrideano “efecto visera” desde el que heredamos la ley y una mirada inaccesible, ni del “efecto yelmo” potenciando el dramatismo, aquí la identidad del poeta está en el ruedo, se trata del ”efecto Trejo”, su zona de influencia, el pasaje a una estética vanguardista que llevó a los nerudeanos a convertirse en vallejeanos.

“Hay una breve síntesis del modo único, engendrador, de experimentar toda poesía: gota que oigo caer, veo caer, digo caer, y de la experiencia literaria que termina en el objeto poético y resurge cada vez que se lo interpreta -observa Tununa Mercado: Para que la ostra vuelva a abrirse y permita la esperanza de una perla es necesario, entonces, creer. La ostra se ha abierto muchas veces y ha brillado la perla en el interior de este ejecutante y en el poema. El uso de la palabra tiene labios libres”.

Al Poeta se lo distingue por la manera de no decir ciertas cosas, por la manera de decir otras, por su peculiar hábito de ceder al vacío central, por deslizarse en caída libre hacia un campo móvil, por habitar una discordia interminable. Así los desvíos, del volumen al punto, del color a la superficie, de la solución al misterio, la poesía de Trejo trasmuta el matrimonio cielo infierno, desgaja una lógica que comprime el verso clásico y la experimentación.

¿Su contraseña? Ser un pescador spinozeano. Estar tendido y alerta. Recordar que la obra no es un dato natural sino un cóctel de exigencia, hurto y donación.

Liliana Heer

sábado, 13 de diciembre de 2008

Un comentario de María José Martínez Sánchez sobre La carretera de Cormac McCarthy

Para participar en la tercera tertulia convocada por Liter-a-tulia, empecé a leer esta novela, y al llevar dos o tres páginas escuchando al narrador hablar de un hombre con un niño, tándem fundamental de la obra, pasé a las páginas finales y me encontré con que allí ya estaba solamente el niño.
Este detalle me dio la clave de lo que creo nos quiso contar McCarthy, con una mirada cruda y casi atea, con una mirada hacia lo estrictamente real y residual, que no escucha nada que lo pueda distraer del núcleo de su historia, ni mira a ningún adorno que la vida pueda tener.
Y para no distraerse ni con las flores ni con los paisajes, nos sitúa ante la mayor desolación: nuestro planeta después de un desastre nuclear, cubierto de ceniza, donde un carrito de la compra, surrealista, rompe la monotonía visual.
Se trata de la Historia de la Paternidad, la de un padre que, más allá de cualquier enseñanza al uso, siente el tremendo impulso moral, y tal vez genético, de conducir a su hijo, de transportarlo, junto con su semilla, con sus genes, más allá de lo que nunca hubiera pensado, protegiéndole, enseñándole a caminar y transmitiéndole sus dudas, sin saber a ciencia cierta a dónde ha de conducirlo.
Es, pues, la historia del peregrinar humano, desde donde se reclaman, en el libro, “algunas lecturas hechas por un péndulo que grabara sobre una rotonda, movimientos de un Universo del que nada se sabe, y del que algo se debe de saber”, en clara referencia al misterio y a la intuición, que no la certeza, de que existe algo más de lo que en la vida de la novela se nos dice.
Un extenso y total simbolismo planea sobre toda la narración.
Llevada con la maestría del suspense que supone la relación emocional padre-hijo en busca de la supervivencia, comprobamos como la vida, casi ausente en ese panorama desolador, sigue hablándonos a través del hombre que recuerda un espacio donde parece que, en otro momento, fue más explícita.
El padre hace referencia a sus juguetes, a su casa, al recuerdo de las truchas en el lago, y todo por una clara necesidad de trasmitir el pasado, la historia de lo que se perdió, al igual que el feliz día de la infancia que el niño recuerda haber pasado con su tío cuando “el molde de los días futuros se había roto”. Vida rota para el padre y para el niño por el desastre nuclear que, curiosamente, nadie recuerda quién puso en marcha.
Y es en la casa cuando el niño siente que, esos objetos, testigos del pasado de su padre, “lo reclaman, pero no puede verlos”, o sea que, por mucho que le cuenten, el pasado es una cosa a la que en esta historia no se puede acceder.
Se trata de la referencia a una temporalidad existencial, sin referirse nunca a un tiempo concreto.
En la novela, el paso del tiempo se desdibuja separándolo de las cosas todo lo posible, no vinculándolo. También se desdibuja la materialidad de las cosas que ya son ceniza, y también desaparecerán, se nos anuncia, las palabras atadas a las cosas. Lo poco que se nos deja ver, son los objetos indispensables para que los protagonistas se mantengan en pie y nos sigan hablando, al mismo tiempo que se nos describe un bunker cargado de alimentos.
El autor quiere disimularnos una realidad, que no es que no exista, que más bien es como si no existiera, porque al final —dice—, la muerte acabará con ella.
Vacío existencial del autor que sin embargo nos dice que,
“Lo que uno altera mediante el recuerdo, tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida”,
reconociendo así lo que el recuerdo puede aportar a la realidad.
La vida es el fuego —dice el padre al niño—. Nosotros lo tenemos. El fuego interior, la bondad, en la que el padre cree, el amor, tal vez, lo único inmortal, lo único digno de transportarse junto a la semilla. Es lo que llevas dentro. La palabra de Dios, “porque si el niño no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca”
Al margen de toda Teología, este es el lógico razonamiento del padre que vincula lo más sagrado a la vida de su hijo.
Y los dos sienten que son los guardianes del fuego.
Y por eso se nos dice que el niño es la garantía del padre, al estar entre él y la muerte, porque si no fuera por hacerlo avanzar, por seguir empujando a la Vida, el padre no tendría razón de ser, se extinguiría.
¿Es este “empujar la Vida”, la única tarea de la paternidad?
En la lectura que nos ofrece McCarthy, sí. Existencialismo puro.
Pero, ¿solamente son los hombres los guardianes del fuego? Tal vez no.
Una de las constantes de la obra es el frío. El frío, contrapunto del fuego.
Otra, es la división entre los buenos, que llevan guardada la Vida, y los malos que se supone que la destruyen y que, según nos dicen, “ahora están en movimiento, por eso son peligrosos”.
Y en medio del desastre, el recuerdo de una madre que dice haber llorado cuando nació su hijo, que cumplió con su misión encarnando de nuevo a los genes, conservando el fuego, y que al parecer se suicidó.
Las dudas sobre la eutanasia están presentes, ya que el padre respetó su desaparición, mientras se siente depositario de la obligación de conducir a su hijo hasta otro lugar, “en donde, tal vez, el mundo destruido nos ayude a comprender el mundo que no entendimos”
En el libro destaca la escasez de mujeres.
Las enseñanzas a través de la huída, la desconfianza necesaria que hay que dar a un niño, las dudas traspasadas, y el propio suicidio del hijo si fuese necesario. No llores, le dice, hazlo. No pidas nada, no supliques, no creas ni en Dios, pero busca la ayuda de los buenos. Es el resumen de lo que les queda.
— ¿Y cómo sabré cuales son los buenos?
— No podrás saberlo.
El niño también pregunta cómo ocurrió todo y nadie sabe contestarle. Pide, suplica casi poner remedio a la injusticia, y el padre, tal vez a su pesar, no es todo lo caritativo que el niño reclama.
En otra ocasión el padre le dice al niño: “No afrontarás la verdad. Eres incapaz”. Es la más clara alusión a la dificultad que eso supone para el ser humano: afrontar la verdad. Y le trasmite esa dura advertencia.
Él tampoco puede decir a su hijo qué es lo que buscan ni hacia dónde van. El niño tiene miedo y el padre también. Éste lo disimula para generar confianza, y sigue empujando al chico adelante, a su niño rubio, “como cáliz para el dios que me asignó la tarea de cuidar de ti”. Y el padre lo protege para que no vea a un bebé en el espeto, para que no vea el canibalismo, ese canibalismo terrible donde muere el último reducto humano.
Pero ese niño rubio acepta con un “vale”, todas las enseñanzas de su padre, y en cierto modo se va endureciendo.
En esta novela de McCarthy estamos asistiendo al desarrollo de dos temas fundamentales: una duda absoluta del padre sobre cómo afrontar la vida, cómo y qué enseñar a su hijo, y la certeza de que, aún sin saber, aún dudando, ha de conducirlo hasta el final.
En un pasaje muy curioso, en un recuerdo infantil, aparecen unas culebras ardiendo. El autor confiesa que, “entonces no tenían ningún remedio para el mal, sino sólo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían”, o sea, el mal visto en sus consecuencias, en sus manifestaciones materiales.
Sintiéndose cerca de la muerte el padre dice que preguntará al niño cómo se muere. Con esta frase tan rara nos aclara que el hijo ha cogido el relevo.
Cuando llegan al mar ven que no es tan azul como lo recordaban. El mar también está contaminado. El padre le permite al niño, hambriento y tiritando, la estupenda aventura de nadar.
Y cuando siente cercana su muerte le dice: “No te enviaré sólo a la oscuridad”.
Luego cae de rodillas sollozando de rabia.
Ese llanto es la trágica conclusión de la lucidez de un padre. No hubiera podido llevar al hijo muerto entre sus brazos.
Al final, encuentran quien les roba sus pobres enseres. Pero el chico ya toma el mando, los perdona, parece entender y decide, que solamente se salvará él si él salva a los demás.
Tal vez es el futuro. El padre ya ha muerto. En su caso, se cumplió la ley natural de morir antes que el hijo.
Y el niño confía y se va con esas personas, en las que hay una mujer y un niño, que, al igual que ellos, van llevando el fuego.
Todos los temas fundamentales para el hombre han pasado por la novela.
También una referencia a la tecnología. Otra a la antigua peste que también diezmó a la Humanidad.
McCarthy nos lo hizo ver todo rozando con las palabras los límites de su significado, como los últimos aventureros en los confines del mundo.
Y volvemos al recuerdo de un sueño que, en la primera página, nos contaba como un niño llevaba a su padre de la mano.
Y también a la deliciosa narración final, en color, donde se nos cuenta de unos arroyos en las montañas en que, una vez, hubo truchas:
... “Se podían ver en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua... se retorcían haciendo dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos de una cosa que no tenía vuelta atrás, ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían, todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”.
Misterio delicioso el de las cañadas. Misterio sobre ese Universo “del que nada se sabe, pero del que algo se debería de saber”. Misterio permanente en la historia de la Humanidad.

María José Martínez Sánchez

Celebramos la tercera reunión de Liter-a-tulia









La tercera tertulia literaria convocada por Liter-a-tulia para hablar sobre el libro de Cormac McCarthy, La carretera, podemos decir con certeza que fue todo un éxito. La obra en sí prometía mucho, y no defraudó. Múltiples comentarios, diversas interpretaciones acerca de las mismas cuestiones, todas ellas abriendo vías muchas veces insospechadas, le dieron tal riqueza al debate y al mismo libro, que nos hace pensar, como esperábamos en el momento de la fundación de esta tertulia, que estamos ante un evento que se va conformando no sólo como un simple divertimento, sino que va mucho más allá. La subjetividad y sus malestares, el deseo, la belleza, el lenguaje, el amor, el odio, la ética, la estética, la sexualidad, la muerte, etc., son entidades y categorías que se plantean en los debates con gran profundidad, precisión, y claridad, a partir de la lectura de los libros que nos convocan. Y eso, efectivamente, supone ir hacia donde esperábamos, como no puede ser de otra forma, esa palabra que pone en juego desde un enfoque ético, cuestiones que afectan a la subjetividad de nuestros días y que de forma tan impresionante nos revela la buena literatura.
Queremos por ello daros las gracias a todos los que asistís, vais construyendo las primeras líneas de lo que en el futuro, estamos seguros de ello, serán las de una sólida escritura.

Liter-a-tulia


domingo, 7 de diciembre de 2008

Nuevo local para la tertulia literaria. Restaurante Este o Este C/Manuela Malasaña 9, Madrid.

La próxima reunión de liter-a-tulia, en la que debatiremos alrededor del libro de Cormac McCarthy, La carretera, se celebrará el día 12 de Diciembre del 2008, a las seis de la tarde en el Restaruante Este o Este situado en la Calle Manuela Malasaña 9, Madrid, próximo al Metro Bilbao.









jueves, 4 de diciembre de 2008

Estreno teatral: Lágrimas secas de Itziar Pascual, con la dirección de Jorge Cassino







Una mirada sobre el Exilio español de 1939 y las Mujeres.

Con María Miguel, Esther Merino, Rita Cebrián y Marta de Frutos.

Dirección Jorge Cassino
Cía. Dekómikos

De jueves a sábado a las 21 h., y domingos a las 20 h.
Teatro Lagrada
c/ Ercilla 20
Madrid - Metro Embajadores
Telf. 91 517 9698


El Exilio español y las mujeres


Una de las más graves consecuencias de la Guerra Civil española y la dictadura de Franco ha sido el Exilio: uno de los mayores éxodos del siglo XX con el alejamiento de más de 400000 españoles de su patria por actuar y pensar diferente.


La cruel Dictadura significó no sólo una política de terror hacia los vencidos sino que privó a España, para su reconstrucción de posguerra, de cuadros políticos, militares, económicos y del campo de la cultura que, en cambio, aportaron sus conocimientos y trabajos a los países de acogida: Francia, México, Estados Unidos, Argentina, Unión Soviética, etc.


Figuras célebres al exiliarse de España eran ya Antonio Machado. Luis Buñuel, Pablo Picasso, Margarita Xirgu, María Zambrano, Manuel de Falla, Rosa Chacel, María Teresa León, Max Aub, Severo Ochoa, Juan Ramón Jiménez (estos dos últimos: Premios Nóbel en el exilio!).

Pero la mayor parte de quienes huyeron eran seres anónimos y de entre ellos las mujeres y los niños fueron los colectivos más olvidados por la Historia.


A esas mujeres que tuvieron que partir a su pesar pero mantuvieron la dignidad y valores democráticos rinde homenaje, desde la escena, Lágrimas Secas.


Síntesis


Cuatro actrices que dan vida a mujeres anónimas huyendo hacia las fronteras se transformarán en hermanas, en cuñadas, en tía y sobrina, en madre e hija, en abuela y nieta, o en desconocidas viviendo situaciones breves pero intensas, dolorosas y de delicado humor antes o durante la partida de España.


El mismo espacio se convertirá en una casa tomada, en un solar familiar, en una finca campestre, en la cubierta de un barco o en su misma bodega, en la frontera de un país inhóspito o en un desván.

Una propuesta escénica contemporánea, ni costumbrista ni historicista, con pocos objetos un vestuario minimalista, con efectos sonoros y de luz.


Hoy, otros Exilios, en geografías lejanas, siguen ocurriendo y producen el mismo dolor y las mismas amargas sonrisas como en la España de hace 70 años cuando había terminado la Guerra pero estallaba la Victoria.


Apostamos con Lágrimas secas a que la Memoria no se llene de Olvidos.




viernes, 28 de noviembre de 2008

Clarice Lispetor: Mirada y veracidad. Por Carmen Botello

¿Qué se podría pensar de una autora que al inicio de una determinada obra indica su deseo de que se acerquen a ella, sólo personas de alma formada? O de algún editor, que en la contracubierta de un libro de relatos hace la advertencia de que leerla, a la autora, "no es un hecho que no aporte consecuencias". La primera indicación podría hacernos creer que nos encontramos ante una escritora pretenciosa, una majadera que nos hostiga para conseguir, antes de comenzar, que abandonemos el intento. Y la segunda, más o menos lo mismo: ¡ojo que estamos ante algo serio, piénselo dos veces antes de adentrarse en estas líneas! Pero el lector cometería un grave error si cayese preso de la literalidad de esas recomendaciones, porque si algo no le falta a la obra de la brasileña, Clarice Lispector, es la capacidad para subyugar amparándose en la simplicidad de unos textos escritos sin pretender con ellos hacer literatura; o al menos esa literatura artificiosa que esconde lo esencial de las cosas, "esencialidad" que, en el caso de Lispector, es el único estímulo del que se sirve para escribir. Una obsesión que junto con el trabajo de la mirada de la percepción, constituyen los ejes de la obra de esta ucraniana, que vivió en Brasil hasta su muerte en 1977. "(Escribo sobre lo más mínimo adornándolo con púrpura, joyas y esplendor. ¿Así es como se escribe? No, no es acumulando; sí desnudando. Pero tengo miedo de la desnudez, porque es la palabra final)" dice Clarice Lispector en La hora de la Estrella, una de sus últimas obras publicadas antes de morir y que en España editó Siruela. Y así es: en su búsqueda analítica de lo esencial, de lo que está bajo la superficie pintada de las cosas -y la pintura puede ser fea o amable, pero es tapujo al fin y al cabo-, es en donde queda establecido su valor como escritora, la altura de la sacudida que violenta al lector mediante su estilo seco, virtuoso porque no limita sino que escarba y revuelve, como nos fustiga y empuja al abismo la protagonista de La Pasión según G.H., su obra cumbre, en la cual se narra el proceso de ascesis y revelación de una mujer que ante la contemplación de una cucaracha espachurrada, se hace cargo de lo que significa estar viva.

Y Clarice Lispector vive como pocas mujeres a través de sus historias, a través de los cuentos recopilados en Silencio, en Lazos de Familia, Cuentos reunidos, en la novela Aprendizaje, en El Libro de los Placeres o en Cerca del Corazón Salvaje, su primera obra publicada en 1944 cuando Lispector contaba tan sólo con 19 años. Vive con un carácter uterino, obsesivo y umbilical sus cuentos. Historias que nos sumergen de lleno en la intimidad de la escritura, nunca de la escritora, como bien explica Cristina Peri Rossi, una de sus traductoras y de las mejores conocedoras de esta obra emblemática, en el prólogo de Silencio. Heredera de Joyce, de Virginia Wolf o de K. Mansfield, Lispector es además una especie de surrealista lejana que juega en sus textos a inscribirse como artífice de los mismos, comunicando al lector su hastío, el cansancio o el miedo que le produce escribir, acto que realiza como ella misma reconoce el algún momento de La Hora de la Estrella, simplemente mientras espera que le llegue el momento de morir. Interviene como correctora, interviene para confesarse, para asociar libremente ideas como si se mantuviese recostada en el diván de un psicoanalista, diciendo y diciendo sin parar, todo aquello que se le antoja sin prestar demasiada atención a las repeticiones, a los presumibles defectos de forma que alguno puede creer encontrar en sus relatos.

Pero no se trata de eso: se trata de decir verdad. Desde una perspectiva convencional el inconsciente es confuso, atrabiliario, mal escritor. A los surrealistas no paraban de acusarles de incongruentes. Pero decían verdad como Lispector y es en ese afán de veracidad en donde la escritura de esta mujer alcanza su máxima belleza, la que le es propia. Una belleza que la aleja de la rémora decimonónica de la literatura brasileña en la que predominaba lo narrativo sobre lo expresivo, lo pintoresco sobre lo esencial, por más que el texto se quisiera sujetar a una realidad social bastante miserable. Clarice Lispector se aleja de esa herencia y se adentra en la modernidad, raspándonos el alma con su mirada inmisericorde, su mirada egoísta, una mirada subjetiva como pocas, humana, "exigente de veracidad", pero una veracidad interior, piadosa con el mundo que contempla, sensual con lo que la vida ofrece e inmune al engaño del artificio.

CARMEN BOTELLO

domingo, 23 de noviembre de 2008

Preguntas sobre lectura y escritura a través del personaje de Tarzán; un trabajo de Lázaro Covadlo

El autodidacta de la selva


Tarzán, el personaje creado por Edgar Rice Burroughs pronto hará un siglo (1912), ya no está tan vigente en la imaginación de las multitudes afectas al cine y la literatura de evasión, pero fue un importante referente durante la pubertad y primera juventud de muchas personas. Todavía continúa siéndolo. Nunca comprendí la razón por la que esta saga fantástica se excluya del canon académico, sobre todo cuando instaura un nuevo mito, un mito moderno, comparable en elementos simbólicos a los que refieren la historia de Rómulo y Remo, en la que de algún modo reincide Kipling al cabo de dos milenios y pico con su Libro de la selva. Desde luego, para los chavales criados en ciudades cuadriculadas, el entorno de una selva tropical sin duda representa la figuración de la libertad y el paraíso, pero la cosa va más allá, mucho más allá, porque los hallazgos formales que conforman la novela de Burroughs rompen con la lógica convencional y las más trilladas concepciones epistemológicas, más que nada en el campo de la semiótica. Creo que esto ha sido posible porque, casi de seguro, Burrroughs —por suerte— no tenía idea de semiótica, y menos de epistemología (sí la tenía de mitología, durante la temporada que asistió a la Harvard School de Chicago se interesó por el mundo clásico de Grecia y Roma). Para explicarme debo hacer hincapié en el punto en que Tarzán inicia su proceso de culturización por cuenta propia.

Quienes hayan leído la novela recordarán que el niño nace en un remoto rincón de la costa africana, hijo de padres aristócratas que fueron abandonados allí por una marinería amotinada. El padre de Tarzán construye una cabaña entre la selva y el mar mientras su pobre esposa se vuelve loca al mismo tiempo que pare el niño e, inoportunamente, muere. El pobre John Clayton (el padre) está desesperado, y así lo consigna en su cuaderno de náufrago: “¿Quién amamantará al niño? ¿Cómo sobrevivirá?” Tan concentrado se halla en su desolación que no advierte la entrada en la cabaña de unos primates ominosos a los que Burroughs clasifica como los mangani, una mezcla de gorilas, chimpancés, orangutanes y quién sabe qué más. Una quimera antropoidal, vamos. Pues bien, resulta que el jefe de estos manganis es un bravucón que se carga a Lord Greystoke y seguidamente pretende hacer lo mismo con el hijo. Se lo impide Kala, la hembra del matón, que acaba de perder a su retoño y sigue latiendo en ella el instinto maternal. Así pues, la buena Kala amamanta el descendiente de los difuntos Clayton y le pone nombre en idioma mangani: se llamará Tarzán, esto es mono lampiño, o mono blanco. Sucede que estos simios tienen su propio idioma para nombrar las cosas del mundo, un idioma en el que no faltan los sustantivos, de tal modo, el león es “numa”, la leona “sabor” y el elefante “tantor”. Hay muchas más palabras, ya que la lengua mangani posee un extenso léxico oral; también una sintaxis rudimentaria, que no tardará en aprender el avispadísimo Tarzán. Ahora bien, aquí, en esta imaginaria zoosemiótica, es donde yo encuentro el primer hallazgo literario de Burroughs, quien pergeña una elemental lexicografía simiesca y la pone al servicio de su historia.

Pero, lo anterior es lo de menos comparado con el expediente que utiliza el autor para hacer que su personaje, que nunca había hablado más que con los monos de la tribu, a partir de su tercera o cuarta visita a la cabaña paterna se las ingenie para adueñarse de multitud de términos del vocabulario humano (en este caso la lengua inglesa), y aprenda a combinarlos y dar sentido a las palabras compuestas por esas hileras de bichitos, de cuyo nombre Tarzán también se informa: son las letras; así es como se llaman esos bichitos: letras. Habiéndole dado ya significación a las palabras sueltas y pudiéndolas asociar a objetos, acciones, fenómenos naturales y estados de ánimo, el buen salvaje pasa a conocer el valor de las frases compuestas por estos morfemas y, finalmente, el de oraciones enteras. En este punto Tarzán ya sabe leer en inglés y también escribirlo (en la cabaña encuentra lápices y papel), aunque no hablarlo. Y es que, al haber aprendido sólo los grafismos del idioma, pero no habiéndolo oído hablar jamás, su memoria auditiva y su aparato de fonación nada saben sobre el modo de expresarlo por vía oral. Ahora bien, ¿cómo pudo Tarzán haber aprendido el idioma por escrito, prescindiendo de la representación sónica y verbal? Pues, gracias a la representación visual, ya que aquí es donde Burroughs sale del paso mediante el recurso de colocar en la cabaña numerosos libros ilustrados, que previamente se habrían hallado allí. Eventualmente, el joven Tarzán ha podido asociar las ilustraciones a las filas de bichitos, de tal modo, al ver la figura de un árbol debajo de la cual aparece una hilera compuesta por cuatro bichitos: “t-r-e-e”, Tarzán ya supo de qué se trataba. A continuación quizá tomó un lápiz, dibujó la palabra tree y, encima de la misma, dibujó un árbol, igual que en el libro. Más adelante, al ver la ilustración de un león acompañado del epígrafe “lion”, el hombre mono supo que así es como se escribe numa “león” en idioma mangani. De la misma manera tantor es el elephant, y así siguiendo.

Cuando leí Tarzán de los monos, a mis diez u once años, me pregunté muchas veces si ese tipo de milagro sería posible. En capítulos posteriores de la misma novela se produce el encuentro de Tarzán con representantes de la civilización occidental, que es cuando conoce a Jane Porter, su futura mujer, y todo lo que sigue. Obviamente, a falta de un código compartido no logran entenderse, y no caen en cuenta de que podrían utilizar la escritura, común a ambos. Lo que sin duda comienza a funcionar entre ellos es el lenguaje que podríamos llamar “químico”, tal vez se trata de la mutua percepción de feromonas; tal vez se huelen mutuamente las grandes dosis de estrógeno y testosterona que ambos debían de emitir, ya que se trata de animales jóvenes. De todos modos eso no figura en el texto, es apenas una licencia del autor de estas líneas.

Ahora bien, ya que estamos en el terreno de lo fantástico, sigamos tirando del hilo y preguntémonos cómo sería la comunicación entre unos hipotéticos seres de inteligencia humana, pero faltos de aparato de fonación. Atención, no me refiero a mudos o sordomudos comunes, porque éstos de cualquier modo se han educado entre fonohablantes. Lo que propongo es una civilización en la que nunca ha existido el habla basada en la fonación y la audición. Recapitulemos: siempre hemos dado por sabido que el habla precede a la lectura y los fonemas a su representación gráfica. Pero, ¿si fueran posibles una escritura y una lectura independizadas de la voz? En este caso deberíamos olvidarnos de las vocales y consonantes y el alfabeto no tendría sentido porque la percepción visual de la información seguramente requeriría una escritura sustentada en glifos, ideogramas y, en última instancia, logogramas.

Pero, esto ya ha existido, se dirá. Claro, pero los signos en todos los casos han tenido una previa representación verbal y auditiva. Ahora se trata de desarrollar una fantasía que sólo pretende señalar la posibilidad de una preponderancia de lo visual sobre lo auditivo. Sin embargo, no descartemos del todo lo auditivo, ya que del mismo modo se podría imaginar un lenguaje basado en ritmos y melodías. No me refiero a la música sin más: trato de figurarme un modo de transmitir información mediante ritmos sonoros. Lo hay, claro: es el que se sustenta en las pulsaciones del sistema Morse o el tam-tam africano. ¿Qué tal sería “leer” La Odisea, de Homero, desde el principio al fin, atendiendo a los puntos y rayas del sistema Morse? O, ¿cómo resultaría la “lectura” de Fenomenología de la percepción, de Merleau Ponty, gracias a los redobles del tam-tam?

Sigamos fantaseando. Ahora tratemos de imaginar la existencia de un especie muy inteligente desprovista de voz y de los sentidos de la audición y la visión, pero dotada de un prodigioso olfato y ciertas glándulas odoríferas muy potentes, mucho más potentes que las que poseen las mofetas o los ciervos y antílopes, e incluso las civetas, los castores y los ratones almizcleros. Estoy pensando en un ser capaz de emitir secreciones olorosas muy variadas, una gama incontable de aromas que van desde los más sutiles hasta los francamente nauseabundos (estos últimos serían el equivalente de las blasfemias en el lenguaje humano). Dejemos de lado la novela El perfume, de Patrick Süskind. Estoy refiriéndome a un lenguaje oloroso que no sólo provocaría sensaciones emotivas, también sería capaz de transmitir información intelectual. Siguiendo el hilo de esta fantasía, es dable imaginar que un ser de estos transmita información matemática o conceptos filosóficos a un semejante por medio de una rápida sucesión de secreciones aromáticas que el receptor internalizará mediante su olfato. Más aún, los autores literarios de esta especie plasmarán sus obras en preparados aromáticos convenientemente embotellados. Se leerá con el olfato.

¿Podrían existir otras formas de lectura aparte de las que ya conocemos? ¿Sería posible crear información o pergeñar narraciones sin recurrir a la escritura convencional y el lenguaje oral?


Lázaro Covadlo