lunes, 19 de julio de 2010

Apertura 16ª reunión Liter-a-tulia; Bartleby el escribiente

Quiero empezar hoy citándoles parte del primer párrafo de la obra que nos proponemos comentar, el narrador se dirige a nosotros, y dice así:

... a las biografías de todos los amanuenses, prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. Creo que no hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre.

Punto y seguido

Voy a detenerme en esto un poco más adelante; escuchen la siguiente frase con la que el texto continúa:

Es una pérdida irreparable para la Literatura.

Es literal, está en el texto. Termino de leerles ese primer párrafo:

Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Asombrados ojos, nos dice el narrador. No puedo por menos que sentirme aludido, seguro que si hubiera tenido la oportunidad de observar mi propia cara una vez que finalicé la lectura, podría haber registrado, al menos en parte, el asombro como uno de los gestos que produje, y no tanto en el sentido de la admiración, sino en el del susto, incluso como recoge el diccionario, el espanto. Ustedes me pueden decir que efectivamente la cadena de acontecimientos que precede al suceso final de una u otra manera anuncia que la situación tomará esos derroteros, y que vagando por ellos, el hecho de que nuestro escribiente pierda la vida, ¿pierda la vida sería oportuno decir para el caso de Bartleby?, bueno, pierda la vida, decía, es algo que fácilmente puede ocurrirle, y no les faltará razón. Pero si les hablo de mi sensación de espanto no es sólo por la muerte de Bartleby, más bien por la sensación de incredulidad, ¿pero cómo es posible que las cosas hayan llegado a este punto? Si tan solo unas pocas páginas antes nuestro escribiente eludía los requerimientos del abogado con su célebre fórmula verbal; me encontré con que había experimentado lo que comúnmente se conoce como precipitación de los acontecimientos.

Y después vino la sensación de vacío. Pensé que era pasajera, bueno pasará, más me vale que así sea porque debo contar con algo que decir para abrir la tertulia.

Afortunadamente, Liter-a-tulia tiene detrás un equipo, y en esos momentos de desazón es muy bueno contar con los otros dos miembros porque así uno comparte sus preocupaciones, dificultades, y puede contrastar algunas de sus ideas. No fui capaz de hacerles partícipes a mis compañeros de esa sensación de haberme quedado “seco” tras la lectura. Yo los escuchaba comentando la cantidad de cosas que se pueden decir de este pequeño relato, hay que ver que pocas veces algo consigue abrir tantos temas se decían, y yo callaba y sonreía, y lo malo es que el vacío ya empezaba a tener cierto efecto de aspiradora amenazante, cuanto más buscaba una interpretación, más tenía la sensación de que ésta me eludía dejándome las manos vacías, ah, y el folio en blanco.

Fíjense, fue el folio en blanco el que me inspiró. Un folio vacío que evocaba la sensación que experimenté tras la lectura de Bartleby.

Recuerdan el primer párrafo con el que comencé, en concreto cuando el abogado-narrador nos dice que prefiere algunos episodios de la vida de este escribiente que escribir biografías completas de otros copistas. Eso es una elección, elige un personaje que no tiene biografía, y es ahí donde suelta esa frase en la que por un momento los detuve: Bartleby es una pérdida irreparable para la literatura.

Cuando en 1853 Melville publica esta breve novela, ha fracasado con Moby Dick, y eso no ha sido sin consecuencias. El filósofo y ensayista madrileño José Luis Pardo expone la idea de que dicho fracaso lo lleva a Melville a escribir Bartleby como objeción contra la novela, y fíjense qué agudo planteamiento nos aporta: Melville prefiere no escribir una novela, en la que su narrador prefiere no hacer literatura acerca de un escribiente que prefiere no escribir.

Frente a la posibilidad de que las letras reposen en la hoja de papel, Bartleby prefiere dejar el folio en blanco, igual de vacío que el conjunto de los datos de su vida, no conocemos nada de su pasado salvando un rumor acerca de su anterior trabajo, tampoco hay proyectos de futuro, y ¿qué ocurre cuando, tratando con alguien, no disponemos de esos datos? Que no podremos interpretar nada de esa persona porque nos falta un elemento que hace posible dicha interpretación, el contexto, y sin contexto, me vi sin palabras que poder dirigirles, sin interpretación que aventurar, y con la sensación de que Bartleby me era inexpugnable.


Sin pasado ni futuro, no hay un porvenir que espere al sujeto. Por eso el narrador nos avisa que no hay biografía. Hasta qué punto esto es así, que verdaderamente la falta de contexto en la vida de Bartleby, el hecho de que sólo exista el presente, tiene un efecto demoledor en la estructura del relato, que parece no poder ceñirse al sistema básico que integran los acostumbrados planteamiento, nudo y desenlace, por eso nos dice que va a narrarnos “algunos episodios”, porque sólo existen estos, porque la única temporalidad que el relato maneja es el presente, el ahora. Esto lo explica perfectamente Pardo de la siguiente manera: todo aquello que no puede pensarse como consecuencia de un tiempo anterior, todo aquello de lo cual no cabe imaginar una prolongación en el futuro, se torna inusualmente ligero y liviano, transparente, traslúcido, eminentemente frágil e inconsistente… así tenemos un presente casi inadvertido, frágil, reforzado por su falta de alimentación… sin antecedentes ni consecuencias, Bartleby es un espíritu, un espectro; un fantasma no tiene biografía.


Es muy interesante pensar las cosas de esta manera, la obra pareciera carecer ya no de planteamiento y desenlace, sino incluso de nudo. Y más allá, esta reflexión introduce paralelamente otra cuestión que les esbozaba al tornárseme el personaje inexpugnable. ¿Se dieron cuenta de los esfuerzos del abogado por penetrar en el interior del personaje para poder interpretar su comportamiento? Qué paradoja, por cierto, el narrador es un abogado, alguien que debe poseer cierta habilidad para la argumentación, y nos dice que elige un personaje que no se puede reducir a la literatura, sacrifica así su vertiente de escritor, de poder novelar la vida de un copista, para relatar una vida que no es novelable, y en la que no puede penetrar.


El resto es sencillo de deducir; sus esfuerzos por acceder a un interior que no existe debí convertirlos en los míos, seguramente pudo obrar algo del orden de una identificación, probablemente condicionada por una narración en primera persona que resulta un engaño estupendo porque mientras el narrador finge hablarnos es el escritor quien verdaderamente lo hace, pero se obtiene una escritura liberada de la impronta del autor, simulando la marca del personaje que es el poseedor de las palabras, y resulta muy fiable en lo que concierne a la ficción, ya que nos encontramos, y en este relato en concreto con bastante frecuencia, las contradicciones en la persona del abogado, cierta zozobra incluso, que van en aumento en la medida que su tribulación crece como consecuencia de la relación con su escribiente, lo cual nos conduce a pensar que el abogado sabe menos de sí mismo que el propio lector, vemos por sus ojos pero a la vez somos empujados más allá de lo que estos pueden ver. Entonces ya podemos decir que la magia de la ficción funcionó en lo que a la constitución del personaje del abogado respecta, que es nuestro narrador y es pieza también fundamental en esta historia. Reconozco además mi preferencia personal por este tipo de personajes, sus lapsus y equivocaciones me invitan a adentrarme en sus profundidades, me resultan mucho más ricos que ese otro tipo de personajes perfectamente trazados y acabados, imponentes en su resultado final.


Que Herman Melville es un escritor magistral no es algo que les vaya a descubrir hoy en el análisis que yo pueda hacer acerca de su maestría en la construcción de sus personajes, aunque no debemos olvidar que no hay nada más duro que la creación de un personaje de ficción. Por su parte, Gilles Deleuze considera que la literatura americana encontró su camino gracias entre otros a Melville. Lo que sí pretendo es que reparen en la extrema dificultad y el altísimo riesgo que constituye crear un relato de estas características, donde el vacío resulta central y parece presidirlo todo. El propio Deleuze nos abre los ojos muy concretamente con la fórmula que Bartleby utiliza como respuesta, aún cuando es forzado a responder sí o no, Deleuze traduce su fórmula así: preferiría nada y no más bien algo. Es una fórmula, citándolo a él, que abre un vacío en el lenguaje, porque la lógica de Bartleby no permite que se le pueda rescatar desde otras lógicas, como la que pretende aplicar el abogado, que es la del jefe que debe ser obedecido, ni tampoco más tarde puede acceder desde la caridad. La lógica de Bartleby es la lógica de la preferencia que mina los presupuestos del lenguaje, desconecta las palabras de las cosas y priva al propio lenguaje de toda referencia, lo mismo que, veíamos antes, afecta al personaje, un hombre sin referencia. Un vacío en el lenguaje y un vacío en la vida. Me estoy refiriendo al tejido simbólico con el que tramamos nuestra existencia, se ve aquí socavado con un silencio que abre un vacío en esa malla simbólica con la que soportamos la vida.


Hay dos metáforas que el narrador utiliza para referirse a Bartleby en relación a este silencio, y no hay que olvidar que la metáfora no es cualquier herramienta cuando hablamos de su uso por parte de un autor; los escritores son conscientes de que su utilización afortunada obtiene como resultado un plus de ficción. Bien, pues están ambas separadas por una coma; tomaré la primera de ellas que dice así: No contestó ni una palabra; mudo como la última columna de un templo en ruinas. Observen la elección de palabras tan meticulosa, en la que cada una tiene un lugar privilegiado dotando de ritmo a la propia metáfora. Están perfectamente ordenadas y consiguen que nuestra imaginación produzca instantáneamente una recreación inmediata de esa columna muda sujetando nada, rodeada de un elemento de potentes evocaciones simbólicas a lo sagrado como es un “templo en ruinas”, logrando todo ello un efecto en el lector, aquel que el escritor Joseph Conrad planteaba que debía obligar a hacer la ficción: mirar


El indiscutible rey de la “mot juste”, de la palabra exacta y no otra es Gustave Flaubert. Para terminar hoy les he reservado una frase maravillosa que quizá algunos de ustedes conozcan; con muy pocas palabras, Flaubert explica perfectamente lo que a mí me ha supuesto un desarrollo de varias páginas, y nos dice: un autor en su trabajo debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes y no visible en ninguna.

Creo en este sentido que Melville escribe una obra que se ciñe perfectamente al postulado de Flaubert, pero que sería injusto valorar su mérito sólo desde la proeza del estilo, porque lo que Bartleby consigue a la postre es mucho más, recordarnos la íntima relación que existe entre la vida y la muerte, o si lo prefieren, lo que puede llegar a ocasionar un folio en blanco.


Alberto Estévez

domingo, 18 de julio de 2010

Meditaciones literarias I: El espacio en la novela: Mundo y Alma

En un párrafo de su obra El arte de la novela, el escritor checo Milan Kundera plantea una secuencia que transita, a grandes rasgos, por la historia de la novela, ilustrando la reducción progresiva del espacio vital en el que se desenvuelven los protagonistas de la literatura. Es un viaje que, partiendo de lo infinito del mundo exterior, camina hacia la pérdida de ese mundo, pasando, de ahí, a lo infinito del alma, donde se alojará la nostalgia por el mundo perdido, para arribar finalmente a un reducto mínimo, una célula mínima del alma que acogerá las paradojas de un hombre atormentado.

En el principio de la novela europea, Milan Kundera sitúa lo ilimitado del amplio mundo –piénsese en El Quijote de Cervantes, o en Jacques el fatalista de Diderot. Para los protagonistas, partir o regresar no eran acciones que entrasen en determinaciones temporales, ni en acotaciones espaciales, sino que se atenían a la aventura de un viaje en el que intervenía el juego del azar, el juego de la libertad.

Posteriormente, las ciudades, las instituciones sociales, políticas y religiosas, reflejadas en la literatura, van conformando la historia a la vez que establecen acotaciones que ocultan el vasto horizonte, que van ralentizando la metonimia del deseo, aun cuando no cercenan totalmente el espacio, pues todavía prometen la aventura.

La secuencia continúa con alusiones a Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Allí el espacio ya se reduce dramáticamente, hasta el punto que a la protagonista sólo le queda la nostalgia de una aventura que se imagina, siempre, más allá de su entorno vital cotidiano, rígido y angustioso. A Madame Bovary ya sólo le queda el sueño y las ensoñaciones de la fantasía como aventura.

El proceso es evidente, se pasa así de lo infinito del mundo a lo infinito del alma.

Finalmente la secuencia se puntúa encerrando al ser en sus paradojas. Se diluye la infinitud del alma y queda, como resto, la célula mínima kafkiana en la que todos nos reconocemos, esa culpa ineludible que aceptamos sin saber de qué somos culpables, o bien la imposibilidad de acceso a un Castillo majestuosamente cercano pero terrible, dado que, aún siendo la instancia que convoca al sujeto para ofrecer el sentido de sus cuitas, cada paso hacia él parece alejarnos de la respuesta que esperamos.

Miguel Ángel Alonso

Bartleby. Lo real

Con la habitual y rotunda concisión que le es propia, Jorge Luis Borges culmina el prólogo a su traducción de Bartleby, the scrivener con una frase que encierra el secreto del texto: “Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo”.

Inutilidad: he aquí la palabra clave, uno de los nombres propios de la existencia. Borges recalca: esencial, para que no perdamos de vista que la inutilidad no es contingente sino necesaria, en el sentido aristotélico del término: no puede no ser. Además, para que quede bien claro que Bartleby no representa ni la locura ni la caprichosa acción de un individuo perturbado, la inutilidad nos es presentada como una ironía cotidiana; lejos de constituir una excentricidad ajena a nuestra experiencia diaria, es consustancial a la vida misma, aunque por lo general no estemos dispuestos a admitirlo. Preferiríamos no hacerlo, preferiríamos creer que Bartleby es un espécimen particular, una excepción a las leyes razonables del universo, pero Borges insiste: el universo no es razonable, sino irónico.

La magnitud de esta obra puede muy bien medirse por la inversa proporción entre su tamaño y la literatura que produjo su descubrimiento. Por cada hoja de este relato se han escrito mil páginas de comentarios e interpretaciones, dado el carácter caleidoscópico de la historia, capaz de contener incontables asuntos sobre la naturaleza humana. Piénsese en cualquier concepto filosófico, que no tardaremos en localizar su acción, manifiesta o latente, en algún rincón del texto. Puesto que como el propio Melville lo da a entender en la frase con la que concluye su libro, es la propia Humanidad la protagonista de esta historia, y haber logrado hacerle lugar en tan pocas páginas constituye sin duda una hazaña literaria imperecedera.

La ironía se inaugura en las primeras frases. “Soy -nos dice el narrador- un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor”. “Profound conviction”, escribe Melville, para subrayar la asombrosa convivencia que podemos mantener con nuestras contradicciones más absurdas. Porque si de facilidades se tratase, no hay duda de que los empleados del abogado de Wall Street no están hechos precisamente para procurarlas. Turkey y Nippers representan aquí la singularidad que puede habitar en lo general. Excéntricos cada uno a su manera, mudables y algo chiflados, encarnan no obstante la admisible y dialéctica locura que a todos nos está permitida en tanto ciudadanos del sentido común. Al no abandonar ni por un instante los sensatos límites de lo previsible, sus rarezas acaban por despertar nuestra simpatía. Unas pocas dotes de observación le bastan al narrador, y por ende al lector, para familiarizarse con estos personajes. “La verdad es que Nippers no sabía lo que quería”, concluye su patrón, en una apretada síntesis de aquello que es más propio del sujeto corriente: no saber lo que quiere. Herederos del coro griego, representantes de la doxa, de la opinión fundada en el significado corriente de las cosas, Turkey y Nippers, como también Ginger Nuts, son convocados en dos ocasiones para oficiar de testigos y depositarios de la opinión justa, puesto que nada atormenta más al dueño del despacho como la posibilidad de que su acción y su conciencia se enfrenten en un incómodo combate. Por sobre todas las cosas, el narrador quiere entender, avanzar en la comprensión, iluminar con el sentido la oscuridad que se le ha presentado en el centro de su realidad, puesto que para él el entendimiento no es un mero reflejo de la razón, sino una prolongación del bien y la conciencia moral. El bien: ¿hasta dónde podemos ejercerlo si pretender nada a cambio? ¿Es el altruismo un ingrediente de la naturaleza del bien? ¿Y cómo podemos estar seguros de que su ejercicio se realiza en beneficio de nuestro prójimo? “Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia (...) Pensé que Turkey apreciaría el regalo (...) pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado ejercía un pernicioso efecto sobre él (...). Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad”. Resuena en este punto la profunda objeción que Freud levanta contra el mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¿Quién es nuestro prójimo, sino ese núcleo de nosotros mismos al que no nos atrevemos a aproximarnos? Como San Martín, también este abogado quiere compartir su manto con el prójimo, para comprobar de inmediato los paradójicos efectos de su acción.

Bartleby es sin lugar a dudas una reflexión sobre la dimensión ética de la vida. Borges, como otros autores y críticos, han visto en el relato de Melville una prefiguración de las intuiciones de Kafka, el gran profeta del absurdo, el radiólogo de la insensatez primordial de la existencia. Melville anticipa a Kafka en la demoledora demostración de la modernidad como cataclismo del ser.

¿Quién es Bartleby? ¿Qué es Bartleby? Para su análisis, es preciso introducir el artificio de una división, según se considere desde el punto de vista del narrador, o desde la perspectiva de la extraña criatura que un buen día se introduce en el pequeño mundo de la oficina. Bartleby no tiene origen ni destino, no posee historia ni propósito alguno. Carece de referentes, de raíces y de lugar. Se sitúa en la existencia como ser en sí, y su despojada soledad, su absoluta desnudez subjetiva, es el reflejo de ese irremediable desamparo que inaugura la condición humana. Su tragedia, a la que el genio de Melville envuelve en la metáfora de la Oficina de las Cartas Muertas, es la de saberse condenado de antemano al silencio del Otro, a la no-respuesta, a la fatalidad del vacío en el que se precipita el llamado de socorro, la carta que jamás llega a su destino. Y si la cadena de la demanda está desde siempre rota, ¿cómo podría él consentir al llamado del Otro? De allí la célebre fórmula incurable, figura de una repetición que lejos de alzarse como voluntad de rebeldía, es por el contrario confesión de una derrota originaria. Bartleby no desafía a nada ni a nadie. Su obstinación, su negativismo, no es la afirmación resuelta de un reto, puesto que el uso del condicional está deliberadamente puesto para denotar la fragilidad de la enunciación. No hay allí testimonio de una verdadera preferencia, ni elección, ni ejercicio de una voluntad opositora. Es el signo de alguien desprendido de todo lazo humano, y que sin embargo resiste a la caída definitiva aferrado a la nuda vida como el insecto a una rama. Y resiste escribiendo. Una escritura incesante, mecánica, a la que Bartleby, como contrapartida a su fórmula refleja, obedece con la docilidad de un autómata, sin pausa, sin protestas ni reclamos. Se entrega a ella de manera absoluta, negándose en rotundo a formar parte de la tarea colectiva, a sumarse a la comunidad de los hombres, puesto que eso supondría una dialéctica, un contrapunto, una negociación para la que no está hecho. Él sólo puede sostenerse en su escritura maquinal, paradigma de una soledad muerta, como aquellas cartas que nadie habrá de recibir jamás. Bartleby no es escritor, sino copista. No hay en él pensamiento, ni fantasía, ni acción creadora. Interrumpirlo en su inercia mecánica es empujarlo al precipicio, al vacío, a la nada cósmica. Por lo tanto, su única posibilidad es resistir. Resistir es la palabra clave: Bartleby resiste. “Ahora bien, un domingo por la mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé en pasar un momento por mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior”. La cerradura, lo real que resiste, es a todas luces la metonimia del infranqueable Bartleby.

Es precisamente en este punto crucial donde el relato gira, y su viraje nos arrastra desde la perplejidad inicial hacia la tragedia del desenlace. Podemos entonces situarnos en el lugar del narrador, quien llave en mano vuelve a experimentar una vez más esa inusitada presencia que ha venido a trastornar su aspiración al principio del placer, esa máxima de que “la vida más fácil es la mejor”. El estilo de Melville no es la forma fantástica de Maupassant, quien en su Horla también ha querido dejar testimonio de que en la experiencia del mundo algo puede presentarse como extrañeza radical, presencia de otra cosa capaz de apoderarse de nuestra realidad. No hay en Bartleby nada mágico ni sobrenatural, es tan solo una presencia perpetua, no se mueve, no se ausenta, no abandona jamás su lugar. Bartleby, lo real, se encuentra eternamente en sí. Como lo expresa el propio narrador en su monólogo interior: “Siempre estaba allí”.

“¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?”. Lo sorprendente no solo es la fórmula de Bartleby, sino también el hecho de que su irrevocable actitud genere una suerte de campo magnético, un espacio infranqueable, una especie de límite sagrado que el abogado no se atreve a traspasar. No le falta al narrador ni la lógica ni la piadosa condescendencia que algunas almas son capaces de sentir ante la visión de la miseria humana. Pero aunque sus argumentos sean el afán de comprender y el deber de la misericordia, no son esas las verdaderas razones por las que una y otra vez se detiene, incapaz de atravesar el límite de esa otra cosa. “Había algo en Bartleby que no solo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba”. Como Hamlet, el abogado pospone su acto. Lo dejará para otro día, ya habrá otra ocasión para tratar el problema, es nuevamente la urgencia de lo cotidiano lo que se impone y retrasa la decisión de dar el paso. No obstante, lo sepa o no, su vida está ya gobernada por la distancia frente a esa cosa que debe regular. De tanto en tanto olvida su firme propósito de no importunarla, de no molestarla, de no acosarla, de permitirle existir al margen del sentido. En la experiencia de subjetivación del mundo, y de aquellos que nos rodean, se produce irremediablemente una división: una parte se vuelve accesible a la luz de la representación y del pensamiento, al tiempo que otra parte permanecerá sustraída a nuestro reconocimiento, constituyéndose a partir de entonces en la alteridad absoluta, fuera del significado, e incomprensible a los criterios del principio del placer. En el corazón de todo aquello que creemos comprender, late un núcleo irreductible a la palabra, a la razón, al significado, a la conciencia, a lo bueno, o a cualquier otro modo del que nos valemos para expresar la ilusión de que la realidad es transparente a sí misma. No obstante, ese íntimo y enigmático corpúsculo también nos pertenece, pero no resulta fácil aproximarnos a él. “Estaba resuelto a despedirlo, y un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito”.

¿Por qué el narrador protege a Bartleby? ¿Por qué lo defiende incluso frente al ataque de sus otros empleados, quienes no vacilarían en ponerle un ojo morado y echarlo a patadas sin más preámbulos? El abogado no es simplemente un hombre cómodo que preferiría ahorrarse las complicaciones prácticas y morales de un despido. Su incomprensible prudencia obedece a la sencilla razón de que, aún sin saberlo, en el fondo intuye que la existencia de Bartleby no le es completamente ajena. Tan solo le faltaba descubrir un domingo que la criatura vive en el interior de su oficina. Es a partir de ese momento que el relato cobra su inesperada potencia. Hasta entonces, nos hallábamos casi al borde de la comedia, y le habría bastado a Melville unos ligeros toques de estilo para convertir esa primera parte en una obra bufa. Nosotros mismos podríamos imaginar una puesta en escena en la que las vicisitudes del abogado y su peculiar empleado se nos presentarían bajo las especies de lo cómico. Pero no sucede así, porque el descubrimiento del domingo por la mañana es lo que no debería haber sucedido para que todo hubiese podido continuar en el mismo tono de perpleja excentricidad. Esa distancia, ese mantenimiento de la barrera prohibida que aseguraba la estabilidad de la pareja del narrador y Bartleby, se descompone. El abogado obedece a la primera y única demanda que Bartleby le formula, la de irse a dar unas vueltas a la manzana y volver más tarde. “La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos”. Pero demasiada luz ha entrado ya en la sagrada intimidad de Bartleby. Es tarde para impedir nada, y menos aún evitar el desencadenamiento de una extraordinaria inversión especular. No sólo el narrador no podrá expulsar a Bartleby de sus dominios, sino que él mismo se convertirá en el expulsado. “¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar!” descubre azorado nuestro relator. Entonces, “por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal!”

El extraño, el extranjero, esa otra cosa insondable e inaudita, ha resultado ser mi prójimo, una parte de mi propio e ignorado ser. Es por ese motivo que el narrador (el único del que verdaderamente no sabemos nada, ni siquiera su nombre), a pesar de su huida no se apartará nunca más de él.

Lo que sigue, la muerte de Bartleby, no es más que la consecuencia lógica de lo que sucede cuando la fatalidad, o el exceso de la comprensión, profanan los límites de lo sagrado. Es por eso que algo del enigma de Bartleby nos acompaña todo el tiempo: porque conviene no resolver nunca completamente su misterio, y conformarnos con aceptar esta ironía del universo.

Gustavo Dessal