martes, 4 de diciembre de 2012

Beatriz Schlieper comenta el libro "Demasiado Rojo" del escritor Gustavo Dessal

La extrañeza escalofriante de lo familiar sale a nuestro encuentro en estos relatos que inesperadamente desencadenan un corte en la secuencia con un acontecimiento disruptivo; aunque en algunos al llegar al final se encuentran retroactivamente los indicios que daban el atisbo de un destino imposible de evitar. La muerte siempre soslayada, pero siempre presente en las distintas pérdidas de la vida, se oculta también en el deslizamiento del tiempo. En ese sentido la cita perfecta de Lope de Vega, que sin embargo subtiende como un hilo conductor el conjunto de los relatos. 

Son relatos impiadosos que alojan en el corazón del cuento el parásito que se enrosca y agazapa para asestar el golpe mortal sobre el incauto lector. El odio y el amor mudan y se tornasolan en un compás que evoca una danza macabra; así los vínculos que expresan toda la escala de matices, los que vivifican y al mismo tiempo los que aplastan al sujeto. Así el lugar del padre que en el momento preciso ocupa su lugar, dice lo justo y basta. O el espanto del odio de esa madre que intentando poner un coto a su hija sin amarres, intenta envenenarla incrementando su voracidad y que, por un detalle inesperado, en uno de esos contorneos que hace la vida va a terminar siendo carne de ese mismo apetito inconmensurable. O el otro rencor contenido y silencioso crecido como un hongo a la sombra de la historia transcurrida. Si el lector espera encontrar una tregua en la simultaneidad del relato del acontecer de dos vidas que comparten cierto acostumbramiento amoroso, igual será alcanzado por el sino implacable de ese encuentro fallido. 

Constantemente los relatos se mueven en un juego de espejos, en la puntuación desconcertantemente exacta del autor que con maestría denuncia con este artilugio, la tensión que subyace en lo imaginario de los lazos y que hace que finalmente no se sepa a quien corresponde el enunciado. Donde el yo de cada uno se estira a las fronteras del otro, al punto que ya no se sabe, como decía Lacan, donde estuvo el primer saque. 

Los personajes se desdoblan permanentemente, incluso el tiempo se adelanta a sí mismo por “un accidente”, “un simple error” que desdobla presente y pasado y trasmuta la simple felicidad, “Que estábamos todos y casi parecíamos de verdad”, en la cruda visión del horror del tiempo “descontándose”. Instante de la extrañeza más radical de la subjetividad cuando se ve viéndose en un desgarro del ser que ya no es y que sin embargo sigue siendo en el aquí y ahora. 

La inacabable variedad de los temas y los modos de abordarlos dan cuenta de una capacidad imaginativa que parece no tener fronteras; el intento de fusión adolescente que añora la demanda del sacrificio supremo por parte del objeto de amor; y en las antípodas, el otro rasgo adolescente “hipermoderno” de la exigencia de inmediatez del goce, para quien la única relevancia de la vida ajena es la extraíble utilidad de una circunstancia. 

También el resorte que empuja al hombre constreñido en lo impoluto de la blancura de la que ha hecho su razón, a dirigirse con firmeza, luego del planchado perfecto del pantalón y la corbata adecuada en busca de quién, como él, ya ha elegido su camino. Y el abrupto final, esbozado apenas en las sutiles cadencias del presagio, estalla en el fulgor de un destello que desgarra la cuidada y nívea blancura. Como una afrenta a sus obsesiones la mariposa despliega sus alas y rompe como una mancha su blancura. Demasiado rojo! 

Un hombre que, frente al sinsentido de la vida, añora perderse en el paisaje de un simple cuadro; anhelo del encuentro que, oculto en esa callejuela, solo podía realizarse en el instante final. 

La mirada implacable del guerrero que no hace concesiones y acompaña a quien con un grito de guerra morirá matando su magnífica obra de la Reserva Faunística de Sierra Morada que como él ya no tiene lugar en el mundo. 

Nuevamente la tensión entre ficción y realidad del que despierta soñando con los parámetros exactos de su ser y su entorno, todo está ahí idéntico a sí mismo. El vértigo del vacío de sentido, el pasaje al acto y el horror, de no saber cuando despertó. 

Las finas ironías “no es que sus torturas sean peores que las nuestras. Solo que en este caso la víctima seré yo.” O lo descarnado de: “Vio su propio reflejo en el charco de sangre fresca que se extendía al costado del cuerpo.” 

La belleza poética de las imágenes en la metáfora de “este súcubo que ha entrado por la puerta de la noche” o también “La luz, que luchaba por sobreponerse a esa niebla que nunca se retiraba del todo” 

Y el final del libro que cierra sus páginas con este cuento que se posiciona en el final de los tiempos; y que en el revoltijo de cosas rotas, restos y desechos corta la respiración del lector al mostrar con infinitos detalles la catástrofe del conjuro de la ciencia y el capitalismo. El autor narra con este fresco de la Guerra del Fin de las Guerras, donde también habitan los Hombres que no Hablan, los avatares de los sobrevivientes de una civilización que ya no es más; y que en el límite de sus fuerzas se aferran a la idea de quien portaba en su memoria textos literarios. Ellos creen en su saber y en su promesa de una salida en busca de un punto ignoto. El mar. 

La maravilla de las imágenes infernales: “Mares azules, mares inmóviles de plomo, mares de fuego que se agitaban y gemían como criaturas atormentadas por un terrible dolor. Mares de espejo y de hielo, mares de polvo y ceniza que el viento dispersaba en ráfagas y remolinos. Mares en la noche y mares iluminados por soles exangües y moribundos.” 

Finalmente, el patético invento del que se valen estos últimos personajes del libro, en su escape fellinezco; pero también como metáfora del devenir de la humanidad, condenada al fracaso ilustra sobre el porvenir de una ilusión. 

Este breve comentario es un pequeño recorte de rasgos de algunos relatos y no alcanza a registrar la fineza y las sutilezas con que Gustavo Dessal colorea el dolor de existir con el que nos atrapa una y otra vez.

Beatriz Schlieper