martes, 14 de septiembre de 2010

Meditaciones literarias VIII. La desdicha literaria y el goce del lector


Si, como leemos en Diálogos, de Jorge Luis Borges, la desdicha es la materia principal del arte, cabe preguntarse cómo es posible que obras literarias de tono trágico o dramático puedan procurar, en el lector o en el espectador, el goce más intenso. Si bien tantas veces los padecimientos de los héroes trágicos son los más crueles que puede soportar el ser humano, hay que admitir que en todas las formas de creación literaria y artística hay un sustrato de algún tipo de satisfacción subjetiva, para el lector o el espectador teatral, que transita desde la identificación con la acción de los protagonistas, hasta la liberación de las emociones y el consiguiente placer que esa liberación produce.

Sobre esta paradoja, atinente al sufrimiento y a la satisfacción, reflexionan diversos pensadores. Aristóteles y el pensamiento de su época son evocados por Sigmund Freud en su trabajo Personajes psicopáticos en el teatro para indicarnos una función fundamental del drama. Expresa allí la síntesis de todo el proceso:

“... es la función del drama despertar la piedad y el temor, provocando así una catarsis de las emociones... se trata de procurarnos acceso a fuentes de placer y de goce yacentes en nuestra vida afectiva

En el contexto evocado por Sigmund Freud, la paradoja se fundamenta en la instauración de dos planos lógicos diferentes, uno consciente y otro inconsciente. Plantea allí que el intelecto vuelve inaccesibles, en la vida real, esas fuentes de goce, o lo que es lo mismo, habría algo así como una represión que impide a los sujetos el acceso a esas fuentes de goce. Una de las posibilidades para acceder a esa satisfacción, a esas fuentes de goce, es la ficción, o lo que es lo mismo, la ilusión que crea el drama o la tragedia permitiendo al lector o al espectador establecer algún tipo de identificación con los protagonistas de la acción dramática y traer a escena los afectos reprimidos.

También esta paradoja es pensada por San Agustín en sus Confesiones, Libro III, permitiéndonos captar, de forma implícita, las circunstancias por las cuales la conciencia, en su trabajo intelectual, trabaja en contra de la satisfacción singular del sujeto. Sin duda habla allí del goce, esa satisfacción paradójica del sujeto en la que encontramos al placer y al sufrimiento extrañamente imbricados:

Me atraía irresistiblemente el teatro, reflejo de las imágenes de mis propias miserias e incentivo de mi fuego interior. Me pregunto por qué los hombres querrán ver en él cosas tristes y trágicas que no quisieran padecer en la realidad. Sin embargo, es evidente que el espectador goza sufriendo y el mismo dolor es su deleite

Este párrafo reúne todos los elementos relevantes para el esclarecimiento de la cuestión, a saber, la pasión por lo artístico, la desdicha, la represión, pero aparece un nuevo elemento muy importante que hace que se ponga en funcionamiento esa represión, se trata del aspecto masoquista de esa satisfacción: “el espectador goza sufriendo y el mismo dolor es su deleite”.

La coincidencia con el pensamiento de Sigmund Freud resulta más que evidente:

"Todas las formas y variedades del sufrimiento pueden constituir temas del drama, que con ellas promete crear placer para el espectador".

Dice Sigmund Freud que en la contemplación de una representación dramática, el espectador, sediento de experiencia, pero sabiendo de la imposibilidad de algunas de sus ambiciones y de los peligros de la acción, se identifica con los héroes del drama, sintonizando con sus demandas, ya sean religiosas, de libertad, de amor, de poder, etc.

El primer elemento que introduce es la desdicha cuando afirma que “Todas las formas y variedades del sufrimiento pueden constituir temas del drama”. Pero el drama ha de cumplir una condición, ha de introducir una gratificación, una compensación con el fin de evitar el sufrimiento del espectador. Esa compensación viene de la mano de la ilusión creada, de la distancia con la acción, y de la catarsis afectiva que se produce.

Es decir, la acción heroica implica sufrimiento y dolor porque el destino enigmático y sombrío del héroe es una amenaza inexorable que sitúa al espectador, o al lector, ante su propio sufrimiento, ante su destino irremediable. La ficción, la representación, la escritura dramática, son escenarios para una ilusión que permite al espectador gozar en la identificación con el héroe trágico o dramático, pero con una particularidad, distanciándose de las amenazas reales que la acción pudiera suscitar. Hay que reconocer, entonces, en la identificación con el héroe y en la posibilidad de traer a escena los afectos subjetivos del lector o el espectador, un componente masoquista de la satisfacción.

Todo este mecanismo se hace posible, a mi modo de ver, gracias a una de las propiedades más significativas de los afectos. Ellos pueden situarse en relación con situaciones y objetos diferentes y distantes de aquellos que los produjeron. Es lo que conocemos como la propiedad del desplazamiento o trasposición de los afectos. Así, esos afectos, en su traslación desde la subjetividad del lector o del espectador, en su trasposición al escenario de una ilusión dramática, producen efectos reales en los sujetos. Es, me parece, la constatación de que la verdad, en el ser humano, tiene un lugar de acogimiento en la estructura de la ficción. Vemos al drama produciendo efectos reales en los sujetos, permitiendo, por un lado, una satisfacción muy singular y particular, el goce del sujeto, “el espectador goza sufriendo y el mismo dolor es su deleite”. Por otro lado, en el temor que suscita la acción del héroe trágico y en la piedad que inspira su destino, se produce una catarsis de las pasiones, pues lo que se pone en juego, en lo que al lector o espectador se refiere, tiene que ver con situaciones fuertemente afectivas relativas a su propia vida, que la tragedia o el drama tienen el poder de convocar en esa identificación con la acción del héroe. Esta identificación es lo que permite una suerte de descarga, es decir, de catarsis de sus propios afectos, lo cual da pleno sentido a la frase que evocábamos de Sigmund Freud:

“... es la función del drama despertar la piedad y el temor, provocando así una catarsis de las emociones... se trata de procurarnos acceso a fuentes de placer y de goce yacentes en nuestra vida afectiva

Miguel Ángel Alonso