Cuenta Baltasar Gracián en su Criticón, que el hombre, a pesar de que se veía en desventaja respecto a los animales en multitud de facultades y sentidos, como la agilidad, el olfato o la vista, no envidiaba ninguna de ellas, y sólo codició la del rumiar, por el regusto y máximo aprovechamiento que con esa facultad se obtenía de lo engullido. De modo que suplicó al “soberano Hazedor” lo dotase de tan extraordinario mecanismo. Revisada la petición en el consistorio divino, le fue respondido que aquel don ya le había sido concedido desde el momento de su nacimiento.
Semejante respuesta dejó al hombre sumamente desconcertado, “pues nunca tal cosa había experimentado en sí ni platicado”. La divina aclaración le llegó en estos términos: “que el saber era su comer y las nobles noticias su alimento; que fuese sacando de los senos de la memoria las cosas y pasándolas al entendimiento; que rumiase bien lo que sin averiguar ni discurrir había tragado; que repasase muy de espacio lo que de ligero concibió”.
Supongo que este personaje, que nunca había “platicado” la rumiación y que incluso ignoraba poseer dicha facultad, si hubiese sido dado a la lectura, no lo sería, en cambio, a la relectura, ya que ésta es una forma de rumiar aquélla.
Y ya metidos en el terreno de la fauna lectora, lo siguiente que se me ocurre es contraponer la lectura rumiante a la lectura del tragalopavo, la lectura que se toma su tiempo, a esa otra que hace de un libro comida rápida y se deja fascinar por el brillo de los escaparates y las relucientes portadas, sin volver casi nunca la vista hacia esos otros libros ya pasados de moda, deslucidos por el paso del tiempo, faltos de la iluminación artificial que acompaña a todo lo novedoso, pero llenos aún de substancias que apenas han podido ser digeridas.
El libro va dejando de ser un objeto de culto para convertirse en un objeto de consumo. Con ello el lector es cada vez menos culto, menos cultivador y más consumidor –supuestamente de cultura. El problema es que la cultura no se puede consumir, sólo se puede cultivar, porque si se consume sólo nos quedará la incultura. A medida que el consumismo invade la actividad lectora, la pitanza literaria parece presentarse cada vez más escuálida y falta de molla.
Baltasar Gracián no nos dice cómo acabó la historia del hombre que no sabía rumiar. Pero si la contase en nuestros días, despojándose por un momento de su pesimismo barroco para darle un final feliz, imagino que habría hecho de aquel primer hombre iniciado en los secretos de la rumiación, el guía de todas las tribus de los rumiantes lectores habidas sobre la tierra, los bovinos, ovinos, caprinos, camélidos y cérvidos, a los cuales, una vez reunidos, conduciría hacia los fértiles valles y jugosos pastos de la literatura universal, lejos de las granjas urbanas y de los piensos compuestos teledigeridos.
Gabriel Hernández García
Psicoanalista
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