Del destierro a la ficción
En el fin del pasaje escrito que nos llevó desde Chesil Beach hasta Un hombre en la oscuridad, me viene a la memoria el remoto y arrojado viajero, siempre renovado, que en su camino llegó, por fin, a ese lugar situado más allá de lo trascendente. Lugar donde, lógicamente, ya ni mora Dios, ni siquiera un panorama, ni siquiera un desierto, sólo un afecto sin límites, informe, siniestro. Pura angustia.
Desde el ineludible destierro que todos los seres humanos hemos, en principio, de aceptar y sufrir, sólo ese viajero audaz puede llegar a un lugar, una frontera, un límite irremediable que asoma al abismo por el que, sin posibilidad de retorno, se han de precipitar las cenizas fatigadas de su nombre, las hojas apócrifas de su vida, el éxtimo y enigmático deseo que esculpiera y escribiera su cuerpo. Palabras de pasos quietos que, en el arrebato del grito abierto en su voz quebrada, se difuminan sin remedio en el inexorable otoño de los anhelos todos.
Ya la mirada, entonces, ni alcanza la memoria de las calles recientes. Pasan y pasan las nubes antiguas, pasan y pasan pesadas y tristes. Repentina, una lágrima melancólica, como pingo de lluvia retenido en la ventana de un día gris, asoma el lamento de no se sabe qué ausencia. Pesa el alma como un dolor mudo, pesa el alma como una inmensa y vacía página blanca.
Es el límite, la frontera en la que se insinúa seductora la indisolubilidad entre la verdad y la ficción, la esencia y la apariencia. Lugar que se ofrece como morada para el poeta, para el creador, para el artista. Es la frontera que escondía, como tesoro inexplorado, un segundo nacimiento, el sentido futuro del más audaz de los viajes: La ficción. Una vida propia, una palabra propia. El viajero, por fin, la habrá de reconocer surgiendo de su silencio, ese vacío que tuvo la fortuna de saber crear.
Regresó del agotador destierro para volver a la infancia, ahora totalmente suya. Tras la ventana, el paisaje asoma ausente a su mirar. Proemio donde los silabarios juegan a soñar runrunes vagos, lejanías de extraños decires, palabras de ojos cerrados, palabras sin cosas, que como un eco impaciente se precipitan desde las ignotas cavernas del cuerpo. Se cierran los ojos para soñar y se mueven a su antojo las palabras. Sueña viajero, sueña los lienzos antiguos que tus ojos infantes pintaron, sueña los cantos rodados que han de morar tu cauce desierto, queda solo, en esta hora silenciosa, en esta incomprensibilidad de todo soñadora de palabras que te habiten.
Miguel Ángel Alonso
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