No hay un solo camino ni un solo libro sagrado. Hay hojas que buscan espacios en cada cuerpo, encarnarse en la determinación indivisible de los volúmenes, hay páginas que persiguen los árboles que abovedan el camino, marcar en el vacío la verticalidad de sus troncos. Poco importa que hayan sido cimentados con las esquirlas de Ulises, los hilvanes y bordados de Penélope, el carro de fuego de Elías o las úlceras de Job.
Yo hablo de un camino que se encuentra en Tenerife y que comunica la ciudad de La Laguna con el barrio de Las Canteras, en dirección al Monte de las Mercedes y también a Bajamar. Pero en mi libro, este camino es el paseo de una niña que recogía la moneda de plata que su padre le tiraba para que, al tropezársela, pudiera soñar con tesoros. Él le arrojaba una y otra vez la misma moneda sin que Asunción lo descubriera. Guiada por el destello, cuando no por el tintineo del metal, repetidamente, recogía del suelo de hojarasca y tierra las mismas cinco pesetas centelleantes creyendo que eran nuevas y distintas. Este camino es para mí un paseo colmado de exclamaciones, crótalos y cascabeles:
Papa otra!
Y otra!
Qué bien otro duro!
Y aquí hay otro!
El río de los pasos fluía bajo la bóveda de eucaliptos, la niña se agachaba sin recato y con resplandor inocente delante de su padre. Escribían a dúo una melodía sujeta a las entonaciones de plata de la vocecita de Asunción y el trueno dulce de Don Juan. La alegría sabia de él conducía las pisadas, disparaba la flecha de los pasitos de la niñita hacia el brillo del metal. El camino era una oquedad de luz, el túnel auroral de una hija y su padre
Yo ya no vivo en nuestra isla y es, para mí, un camino remoto la carretera que va de La Laguna a Las Canteras, pero hace unas semanas pasé por allí con mi amiga Pilar y, cuando entré por el umbral de los primeros árboles, me asaltó la voz de una mujer relatándome aquel capítulo de su niñez y el sonido de una moneda contra las piedras. Mientras atravesábamos, mi amiga y yo, la vía, bajo los grandes eucaliptos, constaté que pervivía en mí el camino de la niña que fue una mujer que ya muriera, conviviendo con el albedrío de los surcos confluyentes.
No hay una sola senda ni unas únicas escrituras sagradas, pero el que quiera conocer a esa niña, u oír de nueva a esa mujer contando su niñez, que venga a mí y entre sin llamar en mi pecho.
Madre nuestra
Madre nuestra que llenas
Los lugares por donde pasó tu palabra
Da ungüento a los árboles de la nostalgia
Fermín Higuera
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