sábado, 4 de abril de 2009

El baile, de Irène Némirovsky. Comentario de Miguel Ángel Alonso


Al contrario que en anteriores lecturas ensayadas en esta tertulia, en las que se dejaba ver la ambigüedad en la acción, la multiplicidad temática, y asomaba con facilidad la metáfora, esta obra aparece más pegada a la vida, una concreción, un retrato preciso de la misma. La acción no se distancia de lo cotidiano, una relación madre hija situada en lugares comunes, acentuada por los excesos surgidos de sus respectivas posiciones, y mediada por la insignificancia de un padre pusilánime.

El libro me trajo a la memoria la primera frase de Ana Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, las desgraciadas lo son cada una a su manera”. En su particularidad, esta familia de nuevos ricos procedente de un estrato social humilde, deseosa en desmesura por vestir un semblante de fortuna, no consigue llegar a la dicha de los que se parecen. Se quedan en la particularidad de su desdicha, incluso por convencimiento propio, pues ni se reconocen en ese semblante, ya que su procedencia, según ellos manifiestan, los delata.

La temática general del libro es la contraposición entre, por un lado, la futilidad de la comedia banal de la vida, y por otro, la vida de los valores y el drama trágico que llevamos escrito (87) a lo cual corresponden dos frustraciones,
del lado de lo fútil, representado por los padres, encontramos una frustración de goce. Del lado de los valores, representados por la hija, una frustración de amor:

“¿Cómo se puede llorar de esa manera por algo así ? ¿Y el amor? ¿Y la muerte?... Un día morirá. ¿Lo ha olvidado?” (92).

El primer papel es representado por los padres, indiferentes ante lo supremo de la vida, el amor, la muerte, y embargados por la frustración que produce la no consecución de lo banal (frustración de goce). El segundo papel es representado por la hija, que, ante una demanda de amor dirigida a la madre, sufre una gran decepción (frustración de amor). De tal manera que, la hija, sabiendo situar lo verdadero de la existencia, siente como se diluye la investidura de los padres como autoridades simbólicas, ellos no saben estar a la altura de la función que les corresponde desempeñar (92).

Otro tema general es la cuestión de la responsabilidad ante el deseo, vinculada por un lado al fracaso de las funciones parentales, y por otro a la cuestión de la alienación o la separación a un cierto tipo de deseo. Podemos ver como el hecho de tener hijos no implica necesariamente ser padres. Ser padres es desempeñar funciones a las que el hombre o la mujer han de estar vinculados por el deseo. Por otro lado, la responsabilidad de la hija respecto a su deseo se sitúa en la no alienación al deseo del otro, por el contrario, produce la separación de ese deseo estragante.
Relación madre-hija
Tenemos una madre, mujer muy primaria que no va más allá del goce en el cuerpo, que no contempla ningún escenario simbólico, y una joven adolescente que realiza una demanda de amor a la madre, demanda en la que está en juego el enigma de su deseo en relación a la cuestión de ser mujer. ¿Por qué lo que la chica pide es una demanda de amor? El objeto de esa demanda –asistir al baile— se convierte en símbolo que representa, en el dar o no dar de la madre, el amor de ésta hacia la hija. Y lo que observamos es la omnipotencia de una madre caprichosa que da o no da según su antojo. La chica se dirige al Otro materno a causa de lo que le acontece como enigma, y obliga al Otro a responder. El Otro responde no satisfaciendo la demanda, no dando el objeto de amor. La frustración de la hija por el tipo de respuesta que recibe es una frustración de amor.

Hay que decir que, aún sabiendo que no siempre es posible ni conveniente saciar esa demanda de amor, el tipo de respuesta sí es importante. Ante la imposibilidad de esa satisfacción, la madre puede reaccionar con palabras o con insultos. En este libro se trata del segundo caso.

La función del insulto es importante, tiene que ver con las marcas en el cuerpo, marcas que determinan en gran medida la vida de los seres humanos. El insulto divide al otro, y queda grabado en el ser, fija al sujeto a los significantes que se profieren. El insulto va dirigido a la forma de gozar que tiene el otro (10). Dice “tu eres”, y ese decir es trasformado por el sujeto en “yo soy”. De tal manera es así que los parcos abrazos del principio, aunque fuesen eternos, son contrarrestados por un insulto eficaz. Es lo que produce esa madre gozadora, insultos y desprecio ante la demanda de amor de la hija. Muy acertadamente esta hija bien podría preguntarse: ¿soy hija del deseo y del amor de un hombre por una mujer?”

¿Qué mujer hay en la madre? ¿Qué madre hay en la mujer? Para ella la cuestión es el placer, el goce. En esta mujer, salvo en el principio y en el final –cuando ya es tarde— no hay madre. Nadie ejerce las funciones simbólicas que generalmente, con mayor o menor fortuna, se establecen en el entorno familiar. Es una madre próxima a lo ilimitado, dispuesta a grandes renuncias –no ejercer la función de madre en relación al amor— y a grandes concesiones para ocupar un lugar en lo social, un semblante ante el otro. Falta de límites y un padre débil que no ejerce su función simbólica, que no pone freno ejerciendo la función de pacificar esa tendencia a lo ilimitado, a ese exceso de goce por parte de la mujer.

Hay que decir al respecto que un padre no es tanto el que se ocupa de un hijo, sino el que se ocupa de la madre. Sería el padre en tanto hombre, ocupándose de la madre en tanto mujer, ocupándose de su deseo, de su goce. Y la intervención paterna parece débil en todos sus aspectos. Es, además, desvalorizado por la madre, en presencia de la hija. El verdadero padre simbólico sería el capacitado para cernir el goce articulándolo a ciertas normas que lo limiten. Aquí parece que ese padre no funciona, falla en la relación con su mujer, es un padre pusilánime.
La separación, un desafío
Al no encontrar satisfacción a esa demanda de amor que solicita una respuesta del Otro materno, se produce el desafío (55). La hija se desvincula de ese Otro, poniendo en juego su goce sin Otro, sin palabras, goce en su vertiente destructiva de venganza. Si no hay Otro simbólico, buenas palabras que regulen la acción, la respuesta es por el lado del goce pulsional. La hija, en el momento crucial en el que la sitúa su deseo, pone en juego la separación de una madre gozadora, y lo hace por el lado de lo peor, bajo la forma de la venganza. No puede encontrar un lugar para sí, y lejos de alienarse, se hace responsable subjetiva de su deseo con la forma de la venganza.

Se podría pensar que la reacción de la niña es la expresión de una queja y una oposición al deseo del otro. Con su acción, lo que hace es dividir, vaciar al otro, y hacer una denuncia: “Tú no te ocupas de las cosas realmente importantes de la vida”. Podemos decir que lo que hace la niña es no someterse a la ley de la madre, y en el desafío pone a la vista las carencias de ésta, su vacío. Antoinette parece, en este sentido, una pequeña Antígona.

En el instante final, las vidas de ambas se cruzan para bifurcarse en el instante. El padre desaparece en la máxima expresión de su debilidad. Y como al principio, pero ahora de forma trágica, la madre abraza a la hija después de un largo intervalo plagado de insultos y de rechazos, habiendo dejado pasar, como ocurre tantas veces en la literatura y en la vida, el amor. Todo concluye, el hombre muestra que no es padre, la mujer ha sido destituida como madre, y la chica comienza a caminar su deseo de ser mujer.

Miguel Ángel Alonso.

No hay comentarios: