sábado, 2 de mayo de 2009

Una Desesperanza sin nombre; comentario de Gustavo Dessal

UNA DESESPERANZA SIN NOMBRE.

Prometo ser bueno: Cartas Completas. Arthur Rimbaud.
Barril y Barral Editores. Barcelona, 2009. 395 páginas.


Con esta primera entrega, la flamante editorial Barril y Barral nos acerca a una de las figuras más notables de la poesía del siglo XIX, elevada años después al cielo de la literatura unversal. Fue Rimbaud un genio tan precoz que muy pronto sus profesores supieron reconocer en él el signo de una iluminación especial, que a juicio de algunos lo predestinaba a la celebridad segura, aunque de incierto carácter.
Su correspondencia nos permite asomarnos a la intimidad de una vida atormentada por el sufrimiento, que no conoció jamás sosiego, y que culmina en una muerte atroz, corolario de una existencia destrozada por la locura. Como es habitual en buena parte de los genios creadores, las pruebas iniciales de su soberbio talento se acompañaron de signos a los que la posteridad revistió de una pátina romántica y literaria, pero que sin lugar a dudas revelaban el dolor de un alma quebrada por la sinrazón.
Empujado a huir de una madre aterradora, a la que en sus cartas nombra irónicamente como “The mother”, a los dieciséis años emprende su primera fuga, argumentada en el hastío que le produce la mediocridad provinciana en la que habita. A partir de entonces, su vida se convertirá en una sucesión interminable de escapadas, en la dolorosa búsqueda de un más allá sin fin, donde la poesía y la escritura serán para él los únicos hilos de sutura con los que intentar frenar la hemorragia subjetiva de su miserable existencia.
Una temporada en el infierno, una de sus obras mayores, refleja muy bien el horror claustrofóbico que le producía el ambiente familiar, en el que destacan el abandono paterno y la dureza implacable de una madre cuyo perfil psicológico puede reconstruirse a través de las cartas que le dirige su hija Isabel, hermana del poeta, y que se incluyen en el apéndice del epistolario.
Quiso la tremenda coherencia de la vida de Rimbaud que su estadía en el infierno no se limitase a una temporada. El infierno fue la única patria a la que permaneció unido, el único punto de identidad perpetuo a través de esa interminable errancia por el África colonial, persiguiendo negocios absurdos y empresas imposibles que lo mantuvieron paradójicamente inmóvil, atado a un sufrimiento que acabó con su vida.
Porque si algo deja claro la lectura de esta correspondencia, es que Rimbaud no murió de un carcinoma (aunque haya sido ese el diagnóstico oficial y biológico de su penuria), sino de la imposibilidad para seguir soportando su terrible dolor de vivir. La escritura, que logró unirlo a la existencia y le confirió un nombre póstumo, no fue suficiente para salvarlo de su atroz melancolía, de su locura itinerante, de su delirante y agónico empeño en negocios ruinosos, soportando rigores interminables a los que sólo la muerte pudo poner fin. Rimbaud huye obsesivamente del frío de las Ardenas, su región natal. Su temor al frío adquiere por momentos un sesgo delirante, puesto que al mismo tiempo se confina en regiones donde el calor abrasador es implacable, una reproducción de la vivencia infernal que lo consume. No obstante, la sólo idea de regresar a Francia le despierta pavor, y ese pavor lo asocia al frío, un frío que sin duda no se limita a las inclemencias del tiempo, sino que es a todas luces una evocación de la vivencia de muerte ligada a la proximidad de su madre, y de cuya siniestra sombra ha procurado escapar desde siempre.
¿Qué encontramos en estas cartas, cuyos destinatarios son algunos amigos y maestros de la juventud, y a posteriori su madre y un buen número de personajes involucrados en su peregrinar por tierras africanas? Si prescindimos del contexto, de las anécdotas circunstanciales y de los sucesivos destinatarios, podremos acceder a una lógica que se destaca al contraluz de la lectura, un nervio que transporta de un extremo al otro de la serie un mismo e irreprimible dolor: Rimbaud es un pedigüeño crónico. Desde la primera a la última, todas sus cartas son la expresión de un pedido. No se trata de una súplica, o de una demanda tímida, puesto que sus pedidos no se formulan jamás desde una posición de humildad, sino de una exigencia que parece soberbia, pero en la que palpita una desesperación secreta. Rimbaud demanda todo el tiempo: libros, dinero, objetos raros que supuestamente le resultan imprescindibles para sus extraños asuntos comerciales, largas listas de cosas que enumera con meticulosidad, proporcionando datos y detalles, precios y direcciones, en un afán de asegurarse el cumplimiento de sus solicitudes. A excepción de unas pocas cartas primeras en las que da rienda suelta a su concepción sobre el arte poético, y algunas crónicas finales sobre su conocimiento de las regiones africanas, la mayoría son la excusa para formular un pedido, un pedido cuyo tono denota la imperiosa urgencia de una necesidad interior que lo tortura, más allá del objeto que en apariencia reclama. Al mismo tiempo, su demanda deja traslucir el modo en que el poeta concibe a su destinatario, el Otro de su correspondencia, por encima del personaje real a quien se dirige. Para Rimbaud, el Otro es alguien que por definición no puede negarse. Por todos los medios, es un Otro literalmente obligado a satisfacer la demanda. Rimbaud se muestra incansablemente como un ser a quien se le debe (véanse en especial las abundantes referencias contables en sus cartas) y frente al cual el Otro se erige como un deudor forzado sin cesar a responder.
Su hermana Isabel, que lo acompaña en el lecho de muerte (quizás por esa profesión de hermana que desde Sófocles hasta Sandor Marai, pasando por Hegel, detenta la sabiduría del intérprete), es quien mejor nos descifra el significado profundo de esa demanda infinita, cuando en su carta del 4 de octubre de 1891, un mes antes de la muerte de Arthur, le escribe a la madre: “Cuando se despierta, se dedica a mirar por la ventana el sol que siempre brilla en un cielo sin nubes y empieza a llorar, a la vez que dice que ya nunca verá el sol desde fuera [...]. Y es así siempre, una desesperanza sin nombre, una queja eterna”.
Esta herida abierta de su pierna amputada es la viva imagen de esa llaga interior de la que siempre ha querido escapar, la que lo hace escribir, la que lo impulsa a reclamar en vano algo que jamás llega (préstese especial atención a su insistencia por enumerar los envíos frustrados), que no llegó, que no llegará nunca a mitigar el dolor de la locura.

GUSTAVO DESSAL

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