viernes, 8 de octubre de 2010

Una isla en medio de la fatalidad; comentario de MªJosé Martínez Sánchez sobre el libro Raros Matrimonios


Un saludo afectuoso a todos los componentes de Liter-a-tulia, 2010-2011, esa tertulia que vuelve a convocarnos en las tardes de los segundos viernes de mes, para comentar, en este caso, tres cuentos de Horacio Quiroga que la editorial El Nadir ha publicado este mismo año.
Se trata de tres narraciones que, a modo de cuento, y de manera fantasmagórica, en el primer caso, nos muestra a un protagonista no demasiado desgraciado, que nos confiesa que todo lo narrado fue un sueño del que dará buena cuenta a su amada Dorothy Phillips, a la que hubiera querido para esposa. Y con este poco comprometido desenlace, Horacio Quiroga se va del primer cuento, confirmándonos que éste fue algo solamente imaginativo, algo que ya pasado, y algo que leímos de un tirón, intentando sacar alguna consecuencia.
Estas son algunas de las necesarias características del género además de contener alguna figuración simbólica de la líbido que sea útil para todos y que de no ser contado así, como cuento o leyenda, en la vida real no apreciaríamos. Se trata, pues, de hacer un aprendizaje simbólico, ameno y fácil, para que “las cosas de la vida” no nos cojan desprevenidos. Y digo fácil, aunque algunos de los cuentos tradicionales sean muy crípticos, cosa que aquí no pasa.
Así tenemos en el primer cuento, a un Guillermo Grant, irónico idealista, que comienza a contar su historia rodeándola de mucho misterio, para seguir confesándonos que le fascinan los bellos ojos de una mujer, algo que le parece lo más determinante y maravilloso del mundo; esto le hace cometer urdir una historia inverosímil sobre su persona para disimular su turbación ante el amor que dice sentir hacia una mujer, ya real, a la que tiene la pretensión de haber visto como nadie vio ni apreció en su vida. Es curioso ver como el protagonista aplica a los ojos de una mujer, unas razones imaginarias para enamorarse de ella, al igual que hacen las mujeres en el mito del D. Juan, atribuyendo al hombre unos encantos, unos poderes tales que lo hacen irresistible.
Luego, en El Idilio, nos encontramos con un relato tan cómico como previsible, en el que el protagonista nos cuenta el vértigo que siente al acercarse demasiado a los paraísos prohibidos que imagina en la mujer a la que corteja con diálogos y frases insustanciales, propias del peor XIX, en tanto camina a una solución tan fácil como alocada y apasionada, al igual que pudiera ser la de cualquier amor que se tuviese por verdadero.
Y, finalmente, con un comienzo casi de “érase una vez”, con palacio encantado, con un bosque que a él le recordaba la selva en la que estuvo, tenemos el relato en el que nos cuenta cómo un hombre puede demostrar que es un ser libre, pero en el que también nos dice de qué manera su esposa le sigue automáticamente en ese proyecto. Y digo automáticamente porque nadie nos da razón alguna que justifique ese seguimiento, al igual que nadie comprende bien por qué el campesino vende su caballo para aportar su dinero a esa causa del marido. Creo que es aquí donde al cuentista la historia se le va de las manos, ya que Nicolás Dimitrovich Bibikoff, capitán ruso de artillería, es un ser enfermo y extremista, al que los demás le siguen el juego, como si fueran comparsas, en una historia de la que pienso que ni el propio Quiroga se cree, pero en la que se recrea al contemplar a una mujer, de nuevo, que por arte de magia pasa de estar mal vestida y fea, a ser una aparición bellísima tendida en una “chaise longue”, que ofrece al visitante una blanquísima mano en un abandono admirable.
Y aquí sí. El cuento de hadas, referido a la mujer, parece haberse cumplido, aunque después se rompa el encanto, y ella, de forma inverosímil que sólo justificaría un gran amor, vuelva junto a su marido, tal vez a vivir de la misma penosa manera que al principio, porque, como el mismo autor nos dice, el capitán ruso había empleado un material demasiado noble, para una pobre retórica.
¿Quiso Horacio Quiroga probarnos con este cuento, y convencerse a sí mismo de la posible existencia de tan hermoso amor en medio de tanto desvarío? ¿Quiso hacer un relato romántico dentro de esa América profunda?
No lo sabemos. En todo caso, es difícil establecer cierta relación de lo contado con su terrible y desgraciada vida rodeada de muerte y fracasos sentimentales por todas partes. Primero fue su padre muerto en accidente de caza, luego su padrastro suicidándose igualmente con escopeta de caza sin darse cuenta de lo ve su hijastro, otro amigo muerto por arma de fuego cuando ya había regresado de París, donde había dilapidado su fortuna, dejando atrás un idilio juvenil frustrado, al que siguió, ya en Buenos Aires, un matrimonio desgraciado con una alumna suya que acaba suicidándose con sublimado corrosivo y muriendo en las tierras de el Chaco tras una larga agonía. Su último matrimonio, con una jovencísima amiga de su hija, también fracasó, y él acabó suicidándose con cianuro el 19 de febrero de 1937, ante la idea de una enfermedad irreversible.
Nos conformaremos, pues, con apreciar, en cada cuento, tal como quiso hacer, la unidad que nos marcará una delgada línea emocional dentro de cada historia.
Así, ilusión y promesa aplicadas sobre unos ojos, el azar como cómplice de una historia deseada, casi infantil, y una triste leyenda, de locura y muerte en vida de la mujer que pudo estar destinada a desarrollar una historia propia, en lugar de acompañar a aquel hombre, capitán de sí mismo, que creyó valer más que cualquier otra cosa.
Horacio Quiroga y estos tres cuentos, un tanto ingenuos, una isla en medio de la fatalidad.
Mª José Martínez Sánchez

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