Es una suerte que gracias a este ingenio cibernético yo pueda acercarme esta tarde a todos vosotros, y no dejar de participar en nuestro encuentro mensual.
Más allá de las obras que las contienen, existen escenas en la historia de la literatura que por sí mismas poseen una fuerza y una elocuencia que las convierten en paradigmas imperecederos, momentos donde la verdad nos deja sin aliento. Evoco aquí, a propósito de esta pequeña novela que hoy nos convoca, el instante que pertenece a otra, cuando Robinson Crusoe, amalgamado a su resignada soledad, descubre la pisada de Viernes, el inequívoco signo de una presencia que no había contemplado.
Muchas son las páginas que se han dedicado a esta
Más allá de las obras que las contienen, existen escenas en la historia de la literatura que por sí mismas poseen una fuerza y una elocuencia que las convierten en paradigmas imperecederos, momentos donde la verdad nos deja sin aliento. Evoco aquí, a propósito de esta pequeña novela que hoy nos convoca, el instante que pertenece a otra, cuando Robinson Crusoe, amalgamado a su resignada soledad, descubre la pisada de Viernes, el inequívoco signo de una presencia que no había contemplado.
Muchas son las páginas que se han dedicado a esta
escena, que reúne con gran intensidad dramática algo que el sentido común nos presenta como un
a experiencia natural y corriente, y que sin embargo está cargada de múltiples vivencias encontradas, complejas líneas de fuerza que se atraen y se repelen, creando una tensión por siempre latente y de inacabada resolución. Querríamos creer que la vivencia del semejante es un hecho sencillo y feliz, como si la Naturaleza o la Providencia nos hubiesen dotado de una tendencia consustancial a la idea del prójimo, de la comunión armónica de los hombres. Bien sabemos que tal ilusión es de inmediato derribada por la observación real de que nada nos predestina a un buen entendimiento y que, por el contrario, la aceptación de la existencia del otro es un hecho que nos conmueve en la raíz misma de nuestro ser. Los celos, esa pasión que abarca el amplio espectro de la comicidad y la tragedia, tienen allí su origen, en esa vivencia de intrusión a la que todo ser humano se confronta. Nadie, ni siquiera aquel que ha elegido una vida retirada, puede evitar por completo la sensación, al menos ocasional, de ver amenazado el pequeño reino personal que cada uno construye secretamente, y del que a toda costa querría preservar de huéspedes indeseables. De entre todas las experiencias intrusivas a las que estamos expuestos, posiblemente no haya ninguna comparable con la que supone la irrupción de la presencia fraterna. El hermano, prototipo de nuestro doble, nuestro semejante, prolongación viva de nuestra carne y nuestro espíritu, es ante todo el signo de una perturbación, de una incómoda ajenidad que irrumpe en nuestra vida, y que sin duda nos arrebata una porción de nuestro goce, una parcela de nuestro territorio, causándonos un daño considerable en el ejercicio del poder que creíamos detentar hasta entonces.
La extraordinaria penetración de S. Zweig en esta obrita que leí por primera vez en mi infancia por expresa indicación de mi abuela, es capaz de alcanzar los resortes últimos de lo humano, y hacerlos vibrar con la preciosa perfección de su lenguaje. Se vale en esta ocasión del extraño y magistral recurso de plasmar en un animal, el prototipo de la fidelidad y la nobleza, el terrible y
envenenado dolor que puede despertar el nacimiento de un hermano. Logra, de modo marcadamente convincente, situar en la conducta del perro el conflicto atroz cuyo resultado fatal nos va anticipando poco a poco, puesto que incluso la presunción del desenlace no nos ahorra ni un solo momento la angustia que nos invade como lectores.
¿Por qué transfigurar los celos infantiles en la figura sustitutiva del perro, en vez de expresarlos en el lugar originario, es decir, en el niño que, tomado por la confusión y el sufrimiento, ve peligrar el suelo sobre el que hasta entonces se alzaba la ilusión de una garantía inmutable? Tal vez porque el animal, y en particular el perro, que con tanta frecuencia ocupa en la vida real y para muchas personas el sustituto de un hijo, es un ser propicio para proyectar en él toda la indefensión y la desolación del alma humana. Podríamos entrar aquí en un largo y complejo debate sobre el alma de los animales, y del mismo modo en que que siglos atrás se discutió sobre la humanidad de los pueblos primitivos, proseguir la reflexión sobre la dignidad del animal, una polémica en la que grandes filósofos y pensadores se han comprometido, en un sentido u otro. No lo haré por varios motivos, pero al menos quiero concluir estas pocas líneas haciendo notar que en la metáfora del perro Zweig ha sabido mostrarnos la infancia en todas sus manifestaciones: en la ternura de su inermidad, en el ciego egoísmo de su irrenunciable narcisismo, en su devoradora obstinación a apoderarse de todo, y también en la ferocidad de sus deseos, en el fantasma criminal con el que es capaz de despachar todo aquello que se interpone en sus caprichos. Tanto el niño como el perro, si acaso envilecidos por el amor de los padres o los dueños, pueden convertirse en criaturas tiránicas, consumidas por el letal veneno de la omnipotencia. Zweig, lector y amigo personal de Freud, conocía tan bien como él, y lo vivió en su propia vida, que en la infancia habita ya el hombre, y que el hombre es esa extraña mezcla de nobleza y sinrazón que tanto el psicoanálisis como la realidad misma nos descubren sin cesar.
Gustavo Dessal
No hay comentarios:
Publicar un comentario