Cuando leemos un libro, casi siempre intentamos decantarnos en algún sentido por alguno de los personajes, para llegar al final con un juicio y un reparto de culpabilidad del que nos sentimos muy satisfechos. Esto es lo que se pretende en casi todas las obras, por parte del autor o por parte del lector, pero en la última obra de Gustavo Dessal, Clandestinidad, llegamos al final y vemos que no sabemos qué hacer con él, ni cómo clasificar a ese personaje que se ahoga debajo del camión averiado y que suponemos será arrastrado, sin remedio, por esa marea sucia de agua y lodo que lo cerca. Así es como el escritor nos deja entre las manos la miserable vida y el magnífico retrato de un hombre anodino y vago, hasta para hacer el amor, que no se enfrenta a su propio drama, que vive resignado y sometido a la tragedia de carecer de la imprescindible sensación de ser dueño de su propio deseo. Y eso de dejarnos a este hombre entre las manos no es una simple metáfora, sino nuestro no saber dónde hemos de colocar a este chico que perdió en el colegio la poca fe en Dios-Padre que le quedaba, cuya única vocación era el vacío y que, alineado entre los seres perdidos para la vida, se lleva la palma de los seres utilizados para la muerte.
Esta novela, tan auténtica y tan creíble, tiene como único escenario la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, acompañados estos de una sensación de arrabal perdido, oscuro y complejo. La época en que se desarrolla se supone que es la de la triste, feroz e interesada dictadura militar y unos años posteriores, que, apoyada por una ineludible trama civil defendía los intereses económicos de muchos importantes oligarcas del país. El lenguaje es directo; el directo y popular lunfardo, lenguaje de patio trasero, que a veces nos aporta el chiste, la nota cómica. El tema, la nada o la casi nada en la que vive el protagonista, su banalidad, su indiferencia, su ignorancia, ¿culpable? Y también, la triste amistad que ¿salva?, la amistad del Loco Galván, personaje eje de aquellos muchachos ayudantes de la muerte. Y finalmente, la sensación de inutilidad absoluta, de estupidez y pavor, dentro de un marco oscuro de miseria que todos habían querido ignorar.
La narración se desarrolla en dos planos: el del narrador que nos cuenta la historia en tercera persona, y el de otros dos personajes, él y su hija, que dialogan entre sí. Éstos diálogos nos aclaran el origen y la situación del protagonista complementándola y ofreciéndonos el contrapunto a la historia contada, a la vez que amenizan y rompen, agradablemente, la terrible verdad del discurso principal. Y así vamos conociendo al protagonista, el hombre que paulatinamente se va haciendo invisible; el innombrable y tétrico personaje que Gustavo Dessal mimetiza tan extraordinariamente bien con el ambiente y con la atmósfera general, que de tanta ficción, parece real. Y hasta nos parece normal, y así pudo ser, sin duda, puesto que el personaje logra conseguir un estatus de normalidad ficticia donde se le reconoce como tal. Y sin duda lo fueron también alguno de aquellos personajes, junto a otros terribles seres enajenados, que nos impresionan, en tanto que el autor avanza y retrocede paseándonos de noche por esa oscura y clara novela que bien podría haberse titulado “El uso que puede hacerse de los locos”.
Y si el retrato del protagonista es magnífico, no lo es menos el de la joven activista ingenua y de familia de clase media que aprende y se deja catequizar por otros compañeros, pues su familia, a pesar de ser mejor que la de su novio, tampoco pudo enseñarle demasiado. Y eso fue lo peor que les pasó a los jóvenes protagonistas de esta historia, indefensa ella frente a la ideología de sus amigos, e indefenso él, frente a los intereses más bajos de aquellos dictadores. Y así hasta que se encuentran, donde el reconocimiento de ambos es una casualidad esperada, mientras seguimos escuchando aquel “qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser”, que recupera para nosotros la irrenunciable memoria histórica del país. También es magnífico el mapa que nos describe aquella sociedad enferma, llena de Villas Miseria, por la que el autor pasa sin detenerse demasiado o solamente para tomar café en aquel lugar “rebosante de humo y de charla”, tan ilustrativo, que se nos queda en la memoria. Luego volveremos intermitentemente al terrible lugar donde los de abajo trabajan para que los de arriba puedan conseguir sus fines cuidando sus perversos intereses. Y todo esto se hace desde aquel espantoso Hospital, inolvidable maternidad, nunca, donde los ejecutores que fielmente “laburan” allí, con todo entusiasmo, saben que son útiles, que sirven para algo, aunque estén haciendo el trabajo sucio para otros que nunca se mancharán las manos. Es curioso ver este aspecto que vislumbran los más lúcidos, cómo ellos lo manifiestan y dicen a gritos, en tanto que otros, más sordos y tarados, lo oyen, lo saben, pero lo ignoran en su enorme y peligrosa estupidez.
Para mi modo de ver, el valor y la originalidad de esta novela, frente a otros testimonios de la época, está en que lo dice todo pero en la justa medida, sin alborotar, sin construir ninguna plataforma reivindicativa, sin que haya demasiados gritos ni aspavientos en este escueto, serio y extraordinario relato donde casi no destacan ni el nudo ni el desenlace de tan clandestinos que son, donde se pasa de un canto de vida a un canto de muerte sin esfuerzo, porque todo está ahí unido, fuertemente unido en los ingenuos protagonistas, y porque también está fuertemente trabado, sin fisuras, en la cabeza del autor. Y porque todo está rodeado de niebla y de cierta normalidad, desde aquel billar de la calle Sarmiento, los acontecimientos avanzan con fluidez, porque llegado a cierta altura de la obra, y seguramente como ocurre en la realidad, las cosas ya no podían ser de otra manera.
Y así, cuando “las inmediaciones de la madrugada nos dejan los últimos golpes”, Gustavo Dessal se va despacito y de nuevo nos pone en las manos la cabeza de goma de un muñeco roto guardado en el fondo de la casa por un padre lloroso que ya no desata ni un atisbo de ternura. Ya era demasiado tarde.
Pero también deja en nuestras manos una inmejorable novela sobre la condición humana que ojalá hubiera sido solamente ficción.
Mª José Martínez Sánchez
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