Estamos ante un texto en el que la abstracción de lo intelectual –desde la que Borges concibe tantos de sus relatos— se sitúa a una cierta distancia. En La intrusa, el drama de la vida misma parece reclamar la exclusividad del espacio. Pero un plano teórico, que se sitúe sobre la vitalidad del cuento, ni siquiera aquí estaría de más. Por el contrario, puede clarificar perfectamente el “pathos” en el que se ubican los dos hermanos, a saber, su obsesión por rechazar cualquier incertidumbre que pueda venir a conmover su mundo inmóvil e idiota, únicamente fijado a las cosas. Y hay que decir lo siguiente, no son las cosas, los objetos, lo que nos hace humanos, sino las palabras y su incertidumbre consustancial. Es el “Dicen (lo cual es improbable”... el terreno donde el ser puede nombrarse humano.
Lo que está implicado en el nudo dramático de La intrusa, más allá del acto final, contundente, del asesinato, es un modo de estar en el mundo y el afán de tener un control absoluto sobre el destino. Este modo de estar en el mundo, encarnado por los Nelson, viene dado por lo que implica el rechazo a vivir en el marco de una verdad que nunca se revela de forma total, el rechazo a vivir en el marco problemático del deseo y en el de una palabra propia para ese deseo. Ese rechazo podemos significarlo en la frase final que uno de los hermanos, después de haber matado a Juliana, decide ilusoriamente:
“Ya no habrá más perjuicios”
Son diversos los elementos que requieren nuestra atención, verdad, deseo, palabras y cosas, además del corte que introduce la mujer, elementos a los cuales se les puede seguir en una evolución ordenada a lo largo del texto de Borges. Voy a tratar de situarlos en esta reflexión. Comienzan a pergeñarse ya en el primer renglón. Podríamos pensar, ya que estamos en un texto con alguna referencia bíblica, que lo primero es el verbo: “Dicen (lo cual es improbable)”
Pero la particularidad es que, ligada al verbo, al decir, encontramos la improbabilidad, sobre la que el narrador abunda de inmediato para mostrar sus intenciones:
“... ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor—a la historia”.
Y todavía más, en una nueva frase, ahora introduciendo un nuevo elemento, el relativismo de la verdad junto con la improbabilidad:
“La escribo ahora –la historia— porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”.
La improbabilidad: “si no me engaño”; la verdad cifrada: “un breve y trágico cristal” alrededor del que sitúa el decir improbable, o sea, palabras, las suyas y las de otros.
Queda situado el registro de la verdad, del decir y del deseo. Del deseo porque lo que se produce es un deslizamiento a través de una palabra que merodea alrededor de una verdad que, ya desde el comienzo, se define como cifrada y, por tanto, de acceso problemático. Desde ese lugar escribe el narrador, el mismo lugar en el que se sitúa siempre la excelencia de Borges, ya sea literaria, histórica, psicológica, etc., siempre relativista respecto a la verdad y, por lo tanto, distanciándose de su atávica, unívoca y, con frecuencia, pendenciera ascendencia, tantas veces evocada por él o incluso imaginada.
A partir de este inicio pleno de incertidumbres, se pone en juego una oposición. Aparecen de forma masiva las cosas, como si fueran los objetos naturales capaces de saciar las necesidades de los hermanos Nelson, y de situarlos de forma inequívoca en el mundo. ¿Dónde situamos las cosas, los objetos?
En un plano mínimo y primario del lenguaje. Aparecen sin movimiento, insustituibles, instituidas para la repetición, cosas que nunca entran en la dialéctica con otros objetos del mundo. Es como si el verdadero lenguaje humano, el “Dicen (lo cual es improbable)...” no existiera, sino tan solo:
“el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero”.
Es una frase sin verbos, llena de palabras desnudas, o vestidas de forma mínima, que sugieren la soledad de lo primario, esa soledad idiota en la que vivían los hermanos Nilsen, un escenario de cosas sólo tocadas por algún que otro adjetivo inquietante.
Y hablando de dagas que producen escalofríos, ¿dónde podemos situar un corte dramático en la vida de esos hombretones, los hermanos Nelson?
La mujer, siempre intrusa para el hombre, viene a jugar un papel determinante. Juliana Burgos, aunque los hermanos la tomaron en principio como una cosa más, de pronto, insospechadamente, resulta que moviliza lo humano. Donde el pobre hombre cree dominar el destino, trazando sobre él la marca de unas mínimas palabras, la mujer sobreviene para diluir la tinta y dejar al pobre hombre ante la incertidumbre vital, ante su humanidad, ante su vacío, que para los hermanos es horroroso y ante el que se apresuran a retroceder para recuperar, no la cosa, sino el fetiche sin vida.
¿Quién mejor que una mujer puede extraer al hombre de los lugares limitados, atávicos, solitarios, idiotas y primarios en los que trata de sostenerse? ¿Quién mejor que una mujer puede mostrarle al hombre el delirio que supone creer que las palabras son cosas? ¿Quién mejor que una mujer puede acobardar al hombre poniendo ante él la fecundidad de la vida? ¿Quién, mejor que una mujer, puede situar al hombre en el “peligroso” y “vergonzoso” escenario de su feminización –la del hombre— ese escenario desde el que puede amar?
Hacia el lugar de su feminización fueron arrastrados los Nilsen por Juliana Burgos. Ellos, tan hombres, tan fuertes, tan temidos, tan pendencieros, corrieron el peligro de perder “lo que tenían”, perder su hombría, perder las cosas para entrar en el difícil terreno de la incertidumbre, donde el “no tener” es bandera de la vida, “no tener” seguridad, “no tener” referencias fijas, “no tener” al hermano como signo único.
Pero creían, pobres ilusos, que eliminado la incertidumbre ya no habría más perjuicios. La aparición de Juliana Burgos puso en juego un elemento problemático: el deseo. Ella es la causa del deseo que desubicará, por siempre, a los Nelson. Los lugares ya se han movilizado, comienzan a producirse sustituciones, deslizamiento de intenciones y afectos, los celos, las mentiras, el cuestionamiento del otro, del hermano, como algo único, y el cuestionamiento de aquel destino contundentemente fijado a las cosas sin verbo.
Ella se torna la causa que los hace deseantes, y contra eso el remedio siempre es precario. Aunque pretenden recuperar su posición de inmovilidad, sucumben necesariamente al paso por ese deseo. Como bien subraya el final del cuento, están obligados a olvidar a Juliana.
Es el pathos de los hermanos, su neurosis: procurar olvidar, eternamente, aquello que por un momento fugaz los atravesó. Y el olvido, para ellos, supone arrastrarse por las cosas mortecinas que, imitando a las palabras, pero no siéndolo, no mueven nada, sino que instalan la ignorancia en el no querer saber.
Cada mujer encarna algo de lo indecible. Lamentablemente para los hermanos, probaron la suculencia de Juliana Burgos, que si bien pretendían que fuese una cosa más, encontraron con ella la humanidad que los causó, que los movilizó. Y uno puede matar a la encarnación del deseo sin encontrar ningún castigo penal, pero al deseo mismo, a ese no se lo puede matar. Por eso quedan, eternamente, condenados a olvidarla, o lo que es lo mismo, a recordarla.
Miguel Ángel Alonso
Lo que está implicado en el nudo dramático de La intrusa, más allá del acto final, contundente, del asesinato, es un modo de estar en el mundo y el afán de tener un control absoluto sobre el destino. Este modo de estar en el mundo, encarnado por los Nelson, viene dado por lo que implica el rechazo a vivir en el marco de una verdad que nunca se revela de forma total, el rechazo a vivir en el marco problemático del deseo y en el de una palabra propia para ese deseo. Ese rechazo podemos significarlo en la frase final que uno de los hermanos, después de haber matado a Juliana, decide ilusoriamente:
“Ya no habrá más perjuicios”
Son diversos los elementos que requieren nuestra atención, verdad, deseo, palabras y cosas, además del corte que introduce la mujer, elementos a los cuales se les puede seguir en una evolución ordenada a lo largo del texto de Borges. Voy a tratar de situarlos en esta reflexión. Comienzan a pergeñarse ya en el primer renglón. Podríamos pensar, ya que estamos en un texto con alguna referencia bíblica, que lo primero es el verbo: “Dicen (lo cual es improbable)”
Pero la particularidad es que, ligada al verbo, al decir, encontramos la improbabilidad, sobre la que el narrador abunda de inmediato para mostrar sus intenciones:
“... ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor—a la historia”.
Y todavía más, en una nueva frase, ahora introduciendo un nuevo elemento, el relativismo de la verdad junto con la improbabilidad:
“La escribo ahora –la historia— porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”.
La improbabilidad: “si no me engaño”; la verdad cifrada: “un breve y trágico cristal” alrededor del que sitúa el decir improbable, o sea, palabras, las suyas y las de otros.
Queda situado el registro de la verdad, del decir y del deseo. Del deseo porque lo que se produce es un deslizamiento a través de una palabra que merodea alrededor de una verdad que, ya desde el comienzo, se define como cifrada y, por tanto, de acceso problemático. Desde ese lugar escribe el narrador, el mismo lugar en el que se sitúa siempre la excelencia de Borges, ya sea literaria, histórica, psicológica, etc., siempre relativista respecto a la verdad y, por lo tanto, distanciándose de su atávica, unívoca y, con frecuencia, pendenciera ascendencia, tantas veces evocada por él o incluso imaginada.
A partir de este inicio pleno de incertidumbres, se pone en juego una oposición. Aparecen de forma masiva las cosas, como si fueran los objetos naturales capaces de saciar las necesidades de los hermanos Nelson, y de situarlos de forma inequívoca en el mundo. ¿Dónde situamos las cosas, los objetos?
En un plano mínimo y primario del lenguaje. Aparecen sin movimiento, insustituibles, instituidas para la repetición, cosas que nunca entran en la dialéctica con otros objetos del mundo. Es como si el verdadero lenguaje humano, el “Dicen (lo cual es improbable)...” no existiera, sino tan solo:
“el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero”.
Es una frase sin verbos, llena de palabras desnudas, o vestidas de forma mínima, que sugieren la soledad de lo primario, esa soledad idiota en la que vivían los hermanos Nilsen, un escenario de cosas sólo tocadas por algún que otro adjetivo inquietante.
Y hablando de dagas que producen escalofríos, ¿dónde podemos situar un corte dramático en la vida de esos hombretones, los hermanos Nelson?
La mujer, siempre intrusa para el hombre, viene a jugar un papel determinante. Juliana Burgos, aunque los hermanos la tomaron en principio como una cosa más, de pronto, insospechadamente, resulta que moviliza lo humano. Donde el pobre hombre cree dominar el destino, trazando sobre él la marca de unas mínimas palabras, la mujer sobreviene para diluir la tinta y dejar al pobre hombre ante la incertidumbre vital, ante su humanidad, ante su vacío, que para los hermanos es horroroso y ante el que se apresuran a retroceder para recuperar, no la cosa, sino el fetiche sin vida.
¿Quién mejor que una mujer puede extraer al hombre de los lugares limitados, atávicos, solitarios, idiotas y primarios en los que trata de sostenerse? ¿Quién mejor que una mujer puede mostrarle al hombre el delirio que supone creer que las palabras son cosas? ¿Quién mejor que una mujer puede acobardar al hombre poniendo ante él la fecundidad de la vida? ¿Quién, mejor que una mujer, puede situar al hombre en el “peligroso” y “vergonzoso” escenario de su feminización –la del hombre— ese escenario desde el que puede amar?
Hacia el lugar de su feminización fueron arrastrados los Nilsen por Juliana Burgos. Ellos, tan hombres, tan fuertes, tan temidos, tan pendencieros, corrieron el peligro de perder “lo que tenían”, perder su hombría, perder las cosas para entrar en el difícil terreno de la incertidumbre, donde el “no tener” es bandera de la vida, “no tener” seguridad, “no tener” referencias fijas, “no tener” al hermano como signo único.
Pero creían, pobres ilusos, que eliminado la incertidumbre ya no habría más perjuicios. La aparición de Juliana Burgos puso en juego un elemento problemático: el deseo. Ella es la causa del deseo que desubicará, por siempre, a los Nelson. Los lugares ya se han movilizado, comienzan a producirse sustituciones, deslizamiento de intenciones y afectos, los celos, las mentiras, el cuestionamiento del otro, del hermano, como algo único, y el cuestionamiento de aquel destino contundentemente fijado a las cosas sin verbo.
Ella se torna la causa que los hace deseantes, y contra eso el remedio siempre es precario. Aunque pretenden recuperar su posición de inmovilidad, sucumben necesariamente al paso por ese deseo. Como bien subraya el final del cuento, están obligados a olvidar a Juliana.
Es el pathos de los hermanos, su neurosis: procurar olvidar, eternamente, aquello que por un momento fugaz los atravesó. Y el olvido, para ellos, supone arrastrarse por las cosas mortecinas que, imitando a las palabras, pero no siéndolo, no mueven nada, sino que instalan la ignorancia en el no querer saber.
Cada mujer encarna algo de lo indecible. Lamentablemente para los hermanos, probaron la suculencia de Juliana Burgos, que si bien pretendían que fuese una cosa más, encontraron con ella la humanidad que los causó, que los movilizó. Y uno puede matar a la encarnación del deseo sin encontrar ningún castigo penal, pero al deseo mismo, a ese no se lo puede matar. Por eso quedan, eternamente, condenados a olvidarla, o lo que es lo mismo, a recordarla.
Miguel Ángel Alonso
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