Dice Fernando Pessoa en el Libro del Desasosiego:
“Decir una cosa es conservarle la virtud y eliminarle el terror. Los campos son más verdes en el decirse que en su verdor. Las flores, si fuesen descritas con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite. Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. No hay nada de real en la vida que no lo sea porque se describió bien”.
Cualquier acontecimiento de palabra tiene la virtud innegable –aunque no seamos conscientes de ello— de permitir un distanciamiento del terror, ese que se deriva de la ineludible dimensión trágica de la condición humana. Esa condición incita una paradoja: de ella sabemos su verdad, pero inventamos disfraces para velarla, porque el contacto directo con ella nos sitúa en lugares problemáticos, sin palabras y, por tanto, angustiosos. Sin embargo, el silenciamiento represivo de tal condición no nos hace más libres, por el contrario, nos hace más determinados, más condicionados y, por tanto, menos libres.
Dado que, entonces, la contemplación directa de tal verdad resulta problemática, ¿qué escenarios serían apropiados para no eludir esa verdad sin caer en el terror? Pienso que la Literatura es uno de esos lugares que consisten en situarnos, no directamente en el vacío de nuestra condición, pero tampoco consiste en silenciarlo. Una de sus funciones es la de morar en una frontera, en un límite en el que la palabra literaria no haría otra cosa que evocar, sin mostrala directamente, esa ineludible verdad.
Resulta curioso que el ser humano recurra, siglo tras siglo, a las obras de la Literatura en las que, fundamentalmente, va a encontrar la angustia ligada a la insatisfacción consustancial de la vida. Entra de esa manera al juego de aproximarse a una verdad que soporta el protagonista de los relatos literarios. Pero tantas veces observamos que falta algo en el lector, quizá un arrojo, una audacia, una osadía: aceptar en él mismo esa verdad que es capaz de advertir en la Literatura. Si no advirtiese esa verdad, por qué habría de acudir insistentemente a la obra literaria. ¿Por simple entretenimiento?
Es en este ámbito donde podemos observar un ejemplo claro de represión de la verdad. Tantos lectores empedernidos que rechazan apasionadamente, con vehemencia, en las conversaciones, al sujeto literario, el del deseo, ese que no alcanza jamás el objeto definitivo que lo satisfaga vitalmente, lectores que rechazan al vacío, a la imposibilidad, y a todo aquello que tenga que ver con una escritura que no alcanza, jamás, la verdad definitiva. ¿Qué otras circunstancias pueden ser las que hagan padecer a los protagonistas de la obra literaria y a los lectores mismos? Pero, pese al rechazo consciente que realizan de ese sujeto, ¿por qué siguen acudiendo a la Literatura? ¿Qué leen en ella? Sin duda, aunque sea de forma inconsciente, ellos saben que en la Literatura está, al menos evocada, su propia verdad.
En la articulación entre psicoanálisis y literatura, habría que decir que esa audacia de la que hablamos está asumida por el autor de la obra, como veremos más adelante, y, sin duda, es promovida por el psicoanálisis. Los personajes de la escena analítica acuden a la escucha de esa condición, tanto en la novela neurótica que desarrollan en su decir particular, como en la lectura de la obra literaria. Y ello para producir –la experiencia lo muestra— no angustia, sino todo lo contrario: una libertad consistente en saber hacer algo con esa condición insatisfactoria. Porque en ese saber hacer se juega algo de una libertad también paradójica.
La palabra de la que habla Fernando Pessoa en el comienzo de esta reflexión, además de hablarnos del terror, nos evoca la belleza. Ella es una de las formas de libertad. Pero saben bien los artistas, cualquiera sea la disciplina en la que se asienten, Pintura, Escultura, Literatura, etc., que el concepto de belleza es, efectivamente, bien paradójico.
En una idea procedente de la obra de Nietzsche, Así habló Zaratustra, la belleza se relaciona con el sosiego, con el apaciguamiento de las pasiones y del deseo. Aparece en esta concepción una articulación muy sugerente que sitúa a la belleza al lado de los excesos amenazadores a los cuales es necesario apaciguar: pasiones y deseo.
Como se desprende de los párrafos anteriores, los excesos en el ser humano –el terror que suscita nuestra condición es uno de ellos—no son soportables demasiado tiempo. De algún modo tomamos una cierta distancia para que la vida sea posible. Parece obvio aventurar que la belleza es más soportable que el horror. Pero la belleza puede sentirse, en muchas ocasiones, como una opresión, como un peso que ahoga. ¿Cuál sería la razón?
Encontramos nuevamente una articulación similar a la de Nietzsche, aunque en un sentido invertido, en las Elegías de Dunio, Elegía I, donde Rilke escribe lo siguiente:
“Lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”.
Nuevamente, encontramos en esta cita una aproximación, una articulación entre la belleza y ese exceso insoportable del que venimos tratando. Según estas relaciones establecidas por los poetas, la belleza podría considerarse un “saber hacer” que los distancia mínimamente –y subrayo lo de mínimamente— de lo terrible. Esa sería la osadía, la audacia que no hace otra cosa que aceptar aquella condición trágica, conservando en la palabra la virtud de la cosa a la vez que produce un distanciamiento del terror. Es decir, conservar la virtud es también evocar lo problemático. Ambas categorías, belleza y terror, se sitúan así en una articulación ineludible en la obra literaria. Quizá sea por eso que la belleza, tantas veces, armoniza en su contemplación con la angustia de nuestro ser.
De todo ello deduzco que literatura, el arte en general, y el psicoanálisis en particular, despliegan su acción en la audacia que contempla un terreno común, compartido, el de los afectos, pasiones, carencias, faltas y ausencias que son propios de nuestra esencia. La única diferencia entre estas disciplinas es que se adentran en esos territorios con diferentes herramientas y con objetivos distintos. Es lo que sostiene Sigmund Freud en la página 1335 de El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, dice:
“… cuán fácil es encontrar en todas partes aquello que llevamos en nosotros mismos… A nuestro juicio, el poeta no necesita saber nada de tales reglas e intenciones –las de la disciplina analítica— de manera que puede negarlas de buena fe, sin que por esto hayamos nosotros encontrado en su obra nada que en la misma no exista. Lo que sucede es que tanto él como nosotros, hemos laborado con un mismo material, aunque empleando métodos diferentes, y la coincidencia de los resultados es prueba de que los dos hemos trabajado con acierto. Nuestro procedimiento consiste en la observación consciente de los procesos psíquicos anormales de los demás, con objeto de adivinar y exponer las reglas a que aquéllos obedecen. El poeta procede de manera muy distinta; dirige su atención a lo inconsciente de su propio psiquismo, espía las posibilidades de desarrollo de tales elementos y les permite llegar a la expresión estética en lugar de reprimirlos por medio de la crítica consciente. De este modo descubre en si mismo lo que nosotros aprendemos en otros; esto es, las leyes a que la actividad de lo inconsciente tiene que obedecer; pero no necesita exponer estas leyes, ni siquiera darse perfecta cuenta de ellas, sino que por efecto de la tolerancia de su pensamiento pasan las mismas a formar parte de su creación estética. Nosotros desarrollamos luego estas leyes extrayéndolas de su obra por medio del análisis, como las extraemos también de los casos de enfermedad real, pero la conclusión es innegable: o ambos, el poeta y el médico, han interpretado con igual error lo inconsciente, o ambos lo han comprendido con igual acierto”.
Para mí no hay duda, lo han comprendido bien. En parte, la libertad consiste en tener la osadía de producir la realidad, es decir, escribir palabras allí donde el ser humano siente vacilar sus pasos, allí donde siente que camina sobre una ausencia por no existir una relación directa con el mundo, con la cosa, de tal manera que, mientras escribe la palabra que da color a las cosas, que las vivifica, la verdad inalcanzable de la cosa se revela inexorable. Ese es el límite paradójico e infranqueable sobre el que la Literatura no cesa de escribir merodeando siempre alrededor de una verdad nada más que evocada.
Así es la belleza.
Miguel Ángel Alonso
“Decir una cosa es conservarle la virtud y eliminarle el terror. Los campos son más verdes en el decirse que en su verdor. Las flores, si fuesen descritas con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite. Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. No hay nada de real en la vida que no lo sea porque se describió bien”.
Cualquier acontecimiento de palabra tiene la virtud innegable –aunque no seamos conscientes de ello— de permitir un distanciamiento del terror, ese que se deriva de la ineludible dimensión trágica de la condición humana. Esa condición incita una paradoja: de ella sabemos su verdad, pero inventamos disfraces para velarla, porque el contacto directo con ella nos sitúa en lugares problemáticos, sin palabras y, por tanto, angustiosos. Sin embargo, el silenciamiento represivo de tal condición no nos hace más libres, por el contrario, nos hace más determinados, más condicionados y, por tanto, menos libres.
Dado que, entonces, la contemplación directa de tal verdad resulta problemática, ¿qué escenarios serían apropiados para no eludir esa verdad sin caer en el terror? Pienso que la Literatura es uno de esos lugares que consisten en situarnos, no directamente en el vacío de nuestra condición, pero tampoco consiste en silenciarlo. Una de sus funciones es la de morar en una frontera, en un límite en el que la palabra literaria no haría otra cosa que evocar, sin mostrala directamente, esa ineludible verdad.
Resulta curioso que el ser humano recurra, siglo tras siglo, a las obras de la Literatura en las que, fundamentalmente, va a encontrar la angustia ligada a la insatisfacción consustancial de la vida. Entra de esa manera al juego de aproximarse a una verdad que soporta el protagonista de los relatos literarios. Pero tantas veces observamos que falta algo en el lector, quizá un arrojo, una audacia, una osadía: aceptar en él mismo esa verdad que es capaz de advertir en la Literatura. Si no advirtiese esa verdad, por qué habría de acudir insistentemente a la obra literaria. ¿Por simple entretenimiento?
Es en este ámbito donde podemos observar un ejemplo claro de represión de la verdad. Tantos lectores empedernidos que rechazan apasionadamente, con vehemencia, en las conversaciones, al sujeto literario, el del deseo, ese que no alcanza jamás el objeto definitivo que lo satisfaga vitalmente, lectores que rechazan al vacío, a la imposibilidad, y a todo aquello que tenga que ver con una escritura que no alcanza, jamás, la verdad definitiva. ¿Qué otras circunstancias pueden ser las que hagan padecer a los protagonistas de la obra literaria y a los lectores mismos? Pero, pese al rechazo consciente que realizan de ese sujeto, ¿por qué siguen acudiendo a la Literatura? ¿Qué leen en ella? Sin duda, aunque sea de forma inconsciente, ellos saben que en la Literatura está, al menos evocada, su propia verdad.
En la articulación entre psicoanálisis y literatura, habría que decir que esa audacia de la que hablamos está asumida por el autor de la obra, como veremos más adelante, y, sin duda, es promovida por el psicoanálisis. Los personajes de la escena analítica acuden a la escucha de esa condición, tanto en la novela neurótica que desarrollan en su decir particular, como en la lectura de la obra literaria. Y ello para producir –la experiencia lo muestra— no angustia, sino todo lo contrario: una libertad consistente en saber hacer algo con esa condición insatisfactoria. Porque en ese saber hacer se juega algo de una libertad también paradójica.
La palabra de la que habla Fernando Pessoa en el comienzo de esta reflexión, además de hablarnos del terror, nos evoca la belleza. Ella es una de las formas de libertad. Pero saben bien los artistas, cualquiera sea la disciplina en la que se asienten, Pintura, Escultura, Literatura, etc., que el concepto de belleza es, efectivamente, bien paradójico.
En una idea procedente de la obra de Nietzsche, Así habló Zaratustra, la belleza se relaciona con el sosiego, con el apaciguamiento de las pasiones y del deseo. Aparece en esta concepción una articulación muy sugerente que sitúa a la belleza al lado de los excesos amenazadores a los cuales es necesario apaciguar: pasiones y deseo.
Como se desprende de los párrafos anteriores, los excesos en el ser humano –el terror que suscita nuestra condición es uno de ellos—no son soportables demasiado tiempo. De algún modo tomamos una cierta distancia para que la vida sea posible. Parece obvio aventurar que la belleza es más soportable que el horror. Pero la belleza puede sentirse, en muchas ocasiones, como una opresión, como un peso que ahoga. ¿Cuál sería la razón?
Encontramos nuevamente una articulación similar a la de Nietzsche, aunque en un sentido invertido, en las Elegías de Dunio, Elegía I, donde Rilke escribe lo siguiente:
“Lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”.
Nuevamente, encontramos en esta cita una aproximación, una articulación entre la belleza y ese exceso insoportable del que venimos tratando. Según estas relaciones establecidas por los poetas, la belleza podría considerarse un “saber hacer” que los distancia mínimamente –y subrayo lo de mínimamente— de lo terrible. Esa sería la osadía, la audacia que no hace otra cosa que aceptar aquella condición trágica, conservando en la palabra la virtud de la cosa a la vez que produce un distanciamiento del terror. Es decir, conservar la virtud es también evocar lo problemático. Ambas categorías, belleza y terror, se sitúan así en una articulación ineludible en la obra literaria. Quizá sea por eso que la belleza, tantas veces, armoniza en su contemplación con la angustia de nuestro ser.
De todo ello deduzco que literatura, el arte en general, y el psicoanálisis en particular, despliegan su acción en la audacia que contempla un terreno común, compartido, el de los afectos, pasiones, carencias, faltas y ausencias que son propios de nuestra esencia. La única diferencia entre estas disciplinas es que se adentran en esos territorios con diferentes herramientas y con objetivos distintos. Es lo que sostiene Sigmund Freud en la página 1335 de El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, dice:
“… cuán fácil es encontrar en todas partes aquello que llevamos en nosotros mismos… A nuestro juicio, el poeta no necesita saber nada de tales reglas e intenciones –las de la disciplina analítica— de manera que puede negarlas de buena fe, sin que por esto hayamos nosotros encontrado en su obra nada que en la misma no exista. Lo que sucede es que tanto él como nosotros, hemos laborado con un mismo material, aunque empleando métodos diferentes, y la coincidencia de los resultados es prueba de que los dos hemos trabajado con acierto. Nuestro procedimiento consiste en la observación consciente de los procesos psíquicos anormales de los demás, con objeto de adivinar y exponer las reglas a que aquéllos obedecen. El poeta procede de manera muy distinta; dirige su atención a lo inconsciente de su propio psiquismo, espía las posibilidades de desarrollo de tales elementos y les permite llegar a la expresión estética en lugar de reprimirlos por medio de la crítica consciente. De este modo descubre en si mismo lo que nosotros aprendemos en otros; esto es, las leyes a que la actividad de lo inconsciente tiene que obedecer; pero no necesita exponer estas leyes, ni siquiera darse perfecta cuenta de ellas, sino que por efecto de la tolerancia de su pensamiento pasan las mismas a formar parte de su creación estética. Nosotros desarrollamos luego estas leyes extrayéndolas de su obra por medio del análisis, como las extraemos también de los casos de enfermedad real, pero la conclusión es innegable: o ambos, el poeta y el médico, han interpretado con igual error lo inconsciente, o ambos lo han comprendido con igual acierto”.
Para mí no hay duda, lo han comprendido bien. En parte, la libertad consiste en tener la osadía de producir la realidad, es decir, escribir palabras allí donde el ser humano siente vacilar sus pasos, allí donde siente que camina sobre una ausencia por no existir una relación directa con el mundo, con la cosa, de tal manera que, mientras escribe la palabra que da color a las cosas, que las vivifica, la verdad inalcanzable de la cosa se revela inexorable. Ese es el límite paradójico e infranqueable sobre el que la Literatura no cesa de escribir merodeando siempre alrededor de una verdad nada más que evocada.
Así es la belleza.
Miguel Ángel Alonso
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