sábado, 21 de julio de 2012

Isabel Cobo abre la 8ª reunión de LITER-a-TULIA analizando el relato "Desvelo"



Que Desvelo trata sobre el odio, sobre los estragos del odio, no creo que deje lugar a dudas. El cuento, de hecho, se plantea como una batalla ritual entre una madre y su hijo, el sujeto narrador, quien incluso nos anuncia el desenlace del torneo que tendrá lugar esa noche: lo va a ganar la madre. Siempre gana ella. ¿Qué se pone en juego entonces en un cuento así donde todo parece estar decidido de antemano? Desde mi punto de vista, no es desde luego saber si efectivamente la madre ganará o no, sino saber qué va a hacer el hijo con ese odio que siente. Y lo primero que me ha llamado la atención es la voz desde la que narra: una voz fría, marcada de principio a fin por la seguridad y la certidumbre, como si nada del ámbito de lo reparador fuera ya posible. También, la manera tan hábil que tiene de desviar nuestra atención hacia la madre y alejarla de sí. Y por lo mismo, el propio desenlace: su dureza. 



Pero empiezo por la voz. Desde el comienzo, el narrador muestra la seguridad del que habla desde el saber. No solo nos anuncia lo que va a ocurrir, sino que en el desarrollo de la historia disecciona con precisión de entomólogo cada secuencia, cada frase y cada palabra que esgrimen uno y otro; los gestos de la madre, la habilidad con la que ambos encajan los golpes y los devuelven; su astucia, en definitiva. 


Tras un largo prolegómeno donde la atmósfera se va cargando de tensión, la batalla, como el mismo hijo la denomina, comienza al fin cuando la madre irrumpe en su dormitorio con la excusa de estar desvelada. Apela a lo de siempre, a los recuerdos. Reconoce andar presa de las cadenas de la memoria, de algo invisible pero difícil de cargar, según su propia expresión. Aunque, eso sí, dice no querer cargar al hijo con eso. Y a partir de ahí comienza la batalla propiamente dicha. Más que a una batalla, la impresión que se tiene es la de estar asistiendo a una especie de partida de ajedrez con palabras. Palabras que, mientras van haciendo incursiones adentrándose en el campo del otro, nos van desvelando la trama sobre la que se sustenta el odio y, en definitiva, los respectivos desvelos de los personajes. Porque no olvidemos que no es solo la madre la desvelada; también el hijo tiene dificultad para conciliar el sueño, para dormir tranquilo. 

El primer movimiento de ficha ventajoso lo marca el hijo cuando menciona la palabra culpa. Solo es necesario sentirla, añade. Queda claro que la palabra culpa no es inocente. Como tampoco lo es la apelación al sentir, eso que el hijo le reclama a la madre pero que él elude todo el tiempo. La madre, por su parte, lo del sentir ni parece oírlo; coge la ficha de la palabra culpa y contraataca con ella al hijo en un movimiento que simula ser confortador: «Vamos, de qué podrías sentirte tú culpable…». Él prosigue. Ella devuelve. Ese es su juego. Hasta que el hijo lanza una especie de jaque a la reina con otra palabra clave: decencia. 

Tampoco es una palabra inocente. Además, resulta especialmente significativa porque nos va a permitir ir atando el cabo de la trama, ese que va siguiendo una línea nítida que une el desvelo con los recuerdos, los recuerdos con una carga invisible pero pesada, esa carga con la culpa, la culpa con la decencia… Y es que resulta que si había un rasgo que pudiera definir al marido y padre respectivamente, ya fallecido, era la decencia. Había sido un hombre decente, un hombre para quien la decencia era el máximo valor, su seña de identidad. Así educó al hijo. Pero todo parece dejar entrever que la mujer debió empujarle a traspasar esa delgada línea que separa lo decente de lo que no lo es. Y entendemos que el traspaso de esa línea trajo al fin la ansiada prosperidad, la elevación social…, pero también el quebrantamiento del marido y, probablemente, su declive psíquico, su enfermedad. 

Pero el hijo, no lo olvidemos, carga también con su propia culpa, tal y como le confiesa esa noche a la madre en el párrafo que he seleccionado para leer: 

«…tampoco yo hice todo lo que hubiera podido (…) A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase, de que me contagiase su agonía. Yo entonces solo pensaba en vivir, tenía planes, no estaba dispuesto a que nada me estropease el presente, y en cierto modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada perdida en algún lugar de su desesperanza». 

He escogido este párrafo porque es al llegar ahí donde me he dado cuenta de lo desconcertante que resulta que hasta esto, que tiene el contenido de una confesión desgarrada, nos lo cuenta el hijo con la misma voz fría e indiferente con que viene contando todo el relato. No se aprecia ni un titubeo ni un quiebro en el tono. No hay un solo signo del ámbito del sentir en su lenguaje o en su voz. De ahí que resulte tan perturbador el desenlace. Parece que ha ocurrido algo decisivo, inesperado hasta para él mismo: le ha dicho a la madre algo que por primera vez la ha dejado sin respuesta, hasta el punto de que, sin saber qué decir, sale con una evasiva: «Oh, se me había olvidado, llamaron esta tarde del taller…». Enseguida tiene lugar su retirada. Y, al poco rato, al hijo le parece oír un grito. Sí, está vez parece que ha ganado él la partida. Aunque, tras esa especie de victoria, ha seguido imperturbable y ha vuelto a lo suyo de cada noche: a intentar conciliar el sueño.


Ahí termina el cuento. ¿Pero qué ha cambiado en él? ¿Qué ha hecho a fin de cuentas con su propio rencor, con su odio y con su culpa? Mi sensación es que nada, que no ha podido hacer nada. De principio a fin ha narrado desde una posición del que se sabe derrotado y ha renunciado a la permeabilidad que posibilitaría algún cambio. Por otra parte, todo el tiempo ha desviado nuestra atención —la suya propia— hacia la madre, y ha apartado hábilmente el foco de sí mismo, como si así pudiera hacernos olvidar que un conflicto es siempre el que cada uno mantiene consigo mismo, con su rencor, con su resentimiento, con su sentimiento de culpa. Por eso, reconozco que me he quedado con muchas ganas de ver cómo se le quebraba en algún momento la voz, cómo se abría alguna fisura en él, en su discurso frío y distante. El discurso de alguien capaz de diseccionar el más mínimo gesto del otro —en este caso una madre sin duda odiosa—, pero incapaz de mirar dentro de sí, única manera de salir de esa prisión en la que anda metido. Bien es verdad que desde el principio nos había advertido que la madre había sido muy buena maestra y él un discípulo aplicado. De ahí que me parezca que el cuento, duro y desesperanzador como la realidad individual y social que refleja, muestra muy bien los estragos del odio; la manera en que mina al que odia. Eso es lo que encuentro más interesante de este cuento, un buen cuento.

Isabel Cobo

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