jueves, 31 de mayo de 2012

Mª José Martínez reseña el cuento "La Espina", de Ferdinand von Schirach

Feldmayer era un hombre que, después de ejercer muchos trabajos amenos y siguiendo la atracción de lo que duele, consiguió el trabajo que definitivamente iba a desatar su locura. En esa búsqueda tardó 35 años, pero lo encontró, porque esas cosas se buscan y se encuentran. Cuando llegó a ser cuidador de museo, cuando por un vuelo se perdió su ficha y quedó recluido en una sala, de lo que nunca se quejó, cuando tuvo la ocasión de repetir cada día la misma rutina, fue cuando pudo, al fin, dormir placidamente. Eso ocurría, nos cuenta el penalista de Berlín en un relato totalmente impersonal, después de pulir y repulir el suelo de su casa, al terminar con las tareas domésticas, realizando así un movimiento mecánico, circular y rítmico, que lo mantenía dichoso, ocupado en nada y completamente liberado. 

No necesitó más de la TV, ni de las chicas que preguntaban demasiadas cosas a las que él no podría contestar. Ni siquiera podía hablarles de su trabajo ni de nada que no fuese el aburrido y riguroso orden interno que había conseguido, esa parálisis del alma en la que hasta los cuadros y todas las cosas vivas que lo rodaban de colores le molestaban. Así fue que vació su casa y su cabeza, y así vivía feliz, como anestesiado, mirando el vuelo de las moscas, hasta que llegó el día en que vio al otro, el día en que se fijó y se ocupó del otro, pero de un otro muy particular representado por la figura del muchacho de mármol llamada Spinario. 

Sobre las dimensiones del museo sabía todo y todo lo anotaba; igualmente hizo estadísticas sobre edades y modos de los visitantes, y cuando acabó ese recuento riguroso, cuando todo era perfecto y ni siquiera tenía ya que visitar a su madre y pudo deshacerse del teléfono, cuando ya la soledad, el silencio y el vacío le permitieron mirar hacia otro lado, fue cuando empezó no a ver, sino a mirar al muchacho. Él imaginó que la espina invisible que el chico buscaba en el pie, desde hacía tanto tiempo, se la habría clavado en una de tantas carreras que se hacían en Grecia; el sabía de eso e imaginó que, ser humano, al fin, la herida le dolería. Y es que las representaciones de lo humano gritan, es el misterio del Arte, es la manera en que ese sufrimiento propio, hasta cierto punto ignorado, se hace presente. De nuestra propia locura normalmente no somos conscientes, ni de la verdad buscada, esa verdad que no se explica porque no tiene explicación. Y así fue que nuestro hombre empezó a no poder conciliar el sueño de tanta ansiedad que le causaba aquel sufrimiento bien intuido, bien conocido, el sufrimiento del otro que, al fin, era como si fuese cosa suya. ¿ Habría encontrado la espina el muchacho? Feldmayer empezó a buscarla entre sus dedos y por el suelo, pero volver de carne una estatua es algo muy difícil; y la preocupación y la espina crecieron en su cabeza, la preocupación llenándolo todo y la espina como un aguijón que le raspaba y hasta oía, como un clavo imposible del que no se podía desprender. Las cosas empeoraron. Ojalá no hubiera sido consciente de aquel problema. El hombre estaba muy enfermo. 

Y aquí empieza el extraño giro del relato. 

A la vista de tanta desgracia ajena, Feldemayer abandona su aislamiento para poder solucionar el problema. Y para mi modo de ver, esto es lo más curioso: observar como se le ocurre reproducir una escena similar fuera de él, en otros, pero ya no en un personaje de mármol, si no en personajes reales de carne y hueso. Y esto lo hace simplemente para ver algo en lo que otras veces no había reparado y poder aprender, para poder imaginarse cómo sería la escena de librarse del dolor de una espina clavada desde siempre. Entonces compra una caja de chinchetas amarillas, bien visibles, y parece ser, según se deduce del relato, que las fue repartiendo por la ciudad para ver la reacción de los ciudadanos que se pinchan los pies y a los que fotografía en mil posturas desesperadas sacándose de sus pies una chincheta amarilla. (Luego redecora su casa). 

Pero aquella reacción de los personajes que saltan, gritan y se quitan la chincheta, fue lo que le emocionó, lo que le alteró llenándole de felicidad. Todos son felices: hasta el Spinario le guiña un ojo. Las cosas se hicieron carne y aquello se estaba arreglando. Y yo me pregunto: ¿Es que él no era humano, es que no sufría? Pues parece que no, parece que su aislamiento lo hubiera hecho insensible o que él mismo había escogido esa insensibilidad para sí. 

Y en medio del delirio se produjo el milagro. 

Como el muchacho le reprocha su falta de ayuda y visto lo que había que hacer, Feldemayer reacciona, coge la estatua, la levanta con gran esfuerzo sobre su cabeza, sobre su locura, grita, se libera y la tira al suelo para romperla en mil pedazos de entre los que verá salir por el aire a la espina iluminada que se diluye. Al fin se echa a reír. Ya es otro, la sangre circula por sus venas, y él la ve diferente, tal vez más ligera. Ya no le duele nada y el hombre siente el calor de la primavera en su cara; pero han tenido que pasar 23 años. 

¿De donde habría nacido aquella empatía enfermiza con un chico de mármol, que fue el único que en su silencio le conmovió ? Me llama la atención observar que fue precisamente cuando nadie se movía, cuando nadie le preguntaba nada, cuando entabla una relación en la que él ya puede llevar la iniciativa. 

Y puestos a preguntarnos cosas, ¿desde cuándo habría tenido él aquel rígido aguijón ordenancista en su cerebro qué tanto daño le hacía? Seguramente desde mucho antes de entrar a trabajar en el famoso museo de Arte Antiguo de su ciudad en donde había encontrado su añorado espacio, absurdo y solitario, del que tanto trabajo le costó salir. 

Cuando después de muchos procedimientos judiciales y de varias opiniones psiquiátricas fue apartado del trabajo, sin condena alguna, nos dice el autor, sagaz hasta la médula, que jamás volvió a tener una chincheta en la mano. 

La paciencia y el silencio del Spinario lo habían salvado. 

La estatua, hecha añicos, fue llevada al recoleto taller de restauración donde habitaba desde hacía mucho tiempo la restauradora oficial que desde ese día ya tuvo el trabajo asegurado y que pasaría muchísimos años entretenida en recomponer la famosa estatua. Había silencio, quietud y tiempo de sobra para hacerlo, para clasificar, analizar, medir y recuperar la forma original a partir de tanto añico, con la luz y la humedad media, bien calculada, mientras que allí, desde una mesa cercana, una cabeza de un Buda de madera muy antigua, con una brecha en la frente, la miraba. 

¿Cómo se habría hecho eso? ¿Le dolería la cabeza a ese ser humano? ¿Podría ella aliviarle ese dolor? 

El Buda sonreía. 

Los museos son lugares muy peligrosos.

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