martes, 9 de octubre de 2012

Sobre "El Informe de Brodeck", por Gustavo Dessal

Creo que la gran literatura universal puede muy bien recibir con los brazos abiertos a Philipe Claudel, y reconocerlo como un autor excepcional. Entiendo por gran literatura universal aquella que no solo entretiene, sino que enseña, que abre nuestra visión del mundo, y que por lo tanto se sostiene tanto en la imaginación como en el pensamiento. La gran literatura universal es, en el fondo, una reflexión moral contada con la perífrasis de la ficción. En ese sentido, y dado que la amoralidad es la tendencia que prevalecerá cada vez más en nuestro mundo, una obra como El informe de Brodeck merece un lugar de honor en nuestra tertulia. Por supuesto que no le doy al término “amoralidad” la connotación que suele tener en boca de quienes juzgan el comportamiento de los otros llevándose las manos a la cabeza, o señalándolos con el dedo. Le doy a la palabra su significado literal, es decir, esa ausencia, retirada o abandono de la dimensión moral de las cosas, que se dirimen, se negocian, se manipulan, y se reparten siguiendo una metodología burocrática exclusivamente centrada en la eficacia y el logro de un determinado objetivo, sin que la dimensión moral interfiera en los fines que se persiguen, ni en los medios que se disponen para alcanzarlos. Sobran razones para afirmar que es esta la dirección en la que avanza la realidad contemporánea, y extenderse en ello sería en esta ocasión superfluo. Por ese motivo necesitamos libros como el que hoy comentamos, libros que nos hablen de la vergüenza, una reacción humana que languidece y se extingue, mortalmente herida por la indiferencia que avanza como una marea tóxica.

La vergüenza y la culpa son los temas esenciales de esta novela, construida alrededor de una metáfora que consigue atrapar uno de los interrogantes más cruciales sobre la naturaleza humana. El mal, pese a los incontables estudios aportados por la filosofía, la teología, la sociología, la psicología social y la antropología, sigue conservando un misterio jamás resuelto por completo. Tampoco Claudel logrará resolverlo, pero al menos acierta a tratarlo con las armas de la poesía, sin ahorrarnos la enorme complejidad del problema, ni la espantosa verdad que nos refleja. Tampoco el psicoanálisis podrá saldar de un modo definitivo las cuentas con el mal, pese a que sus instrumentos conceptuales son poderosos, y se apoyan fielmente en una experiencia que se esfuerza por asumir lo sublime y lo execrable en sus auténticas proporciones. En el mal hay, en última instancia, algo inexplicable, indecible, algo que desborda todos los marcos de análisis, lo cual no es razón para renunciar al esfuerzo de atrapar su lógica y los mecanismos de su causalidad. 

Que Brodeck inicie su confesión proclamando su inocencia, es un comienzo demoledor, puesto que nos prepara para lo que inevitablemente vendrá. No es suficiente con habernos divorciado de la idea de Dios para librarnos de una instancia a la que todos estamos sometidos, tanto las víctimas como los verdugos. Porque incluso los verdugos no actúan jamás en su propio nombre, sino que se autorizan en aquello a lo que sirven: una idea, una misión, un líder. Nadie es lo suficientemente autónomo como para obrar en su propio nombre, aunque así lo crea. Y a pesar de ello, nadie, ni siquiera Brodeck, puede afirmar su absoluta inocencia. 

En la historia del mal, esa historia que Borges recorrió bajo el epígrafe de la infamia universal, existe un punto de inflexión. No sabemos si habrá otro, no es algo que pueda descartarse, pero lo seguro es que el siglo XX conoció uno que cambió definitivamente esa historia, y descubrió para siempre la verdad. Desde la antigüedad hemos sabido que el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades, pero siempre hemos creído que tales aberraciones estaban producidas por los instintos salvajes que la civilización no puede jamás extirpar del todo. El siglo XX nos demostró que estábamos equivocados. La más lograda realización del mal no fue el producto de las pulsiones desbocadas, sino el resultado de una obra civilizadora ejemplar, una labor racionalmente diseñada y llevada a cabo sin pasión, sin odio, casi sin implicación afectiva, con el mismo estado de ánimo en el que una comunidad decide poner manos a la obra y ejecutar un proyecto colectivo que requiere esfuerzo, sacrificio, sentido del deber, y sobre todo enormes dosis de racionalidad, como podría ser la eliminación de todas las malas hierbas que crecen en un inmenso territorio. No es cuestión de lanzar a todo el mundo a tontas y a locas a arrancar hierbajos. Las cosas no se hacen así cuando el objetivo es una limpieza total con el mínimo de gasto y el mayor rendimiento. Es necesario planificar, organizar, economizar, distribuir las fuerzas. Es lo que se llama una burocracia. La burocracia consiste en la capacidad de gestionar una tarea sin que las personas implicadas puedan apreciar el conjunto de la labor, por lo que es preciso convertirlos en meros engranajes de una gigantesca maquinaria, piezas aisladas pero perfectamente ensambladas una a otra. Solo unos pocos tienen conocimiento de la maquinaria en su totalidad, y quienes poseen ese conocimiento se sitúan por lo general a una distancia considerable respecto del objeto que la burocracia gestiona. En el siglo pasado sucedió algo especial, algo que no tuvo antecedentes. Lo nuevo no fue en modo alguno el número de las personas implicadas, aunque dicho número alcanzó un récord desconocido. Lo nuevo fue de índole cualitativa, porque nunca antes la muerte había tomado posesión de la vida bajo los auspicios de la más estricta racionalidad científica. Tan nuevo fue aquello, que todavía la Humanidad no ha podido fabricar la palabra adecuada para nombrarlo, puesto que lo que sucedió tuvo una magnitud que desbordó por completo los límites mismos del lenguaje, y desde entonces se han escrito cientos de miles de páginas, se han filmado centenares de películas, y pintado innumerables cuadros, se han recitado versos y cantado canciones, todo ello en el vano intento de nombrar lo innombrable, porque seguimos sin encontrar esa palabra. Por eso, muy sabiamente, Claudel propone denominar Ereigniës al suceso del que Brodeck tendrá que informar. En ese dialecto que el autor inventa, fraguando términos que combinan el alemán y algunas raíces anglosajonas, Ereigniës significa exactamente “acontecimiento” (Ereignis, en alemán). Dado que el acontecimiento no puede nombrarse, se llamará entonces como tal: acontecimiento. El Ereigniës es el nombre que Philipe Claudel propone para nombrar aquello que no tiene nombre, que nunca lo tendrá, que representa un agujero, ese cráter al que Brodeck le da vueltas todas las noches durante su estancia en el campo, un hiato al que solo podemos rodear con palabras, cientos de miles de millones de palabras que no podrán en ningún caso rellenar el sentido que falta. 

A mi juicio, el gran logro de Claudel no consiste solo en narrar una historia extraordinaria con un lenguaje soberbio, de una densidad poética que conmueve por su delicadeza y a la vez por su terrible brutalidad. Creo que el mayor mérito es haber podido crear una escala, una proporción que permite atrapar al lector sin ponerlo previamente sobre aviso. Lamentablemente, los seres humanos poseemos sentidos precarios y de alcance limitado. Carecemos de la capacidad para percibir las cosas cuando se nos presentan en cantidades abrumadoras. Las grandes cifras, las superficies inmensas, la acumulación a gran escala de datos, circunstancias y acontecimientos, escapan por completo a nuestra comprensión sensible. Se hicieron innumerables películas sobre la Segunda Guerra Mundial y el desembarco de Normandía. El mérito de Spielberg, con su Salvad al soldado Ryan, fue lograr traducir toda la barbarie de la guerra y condensarla en un único soldado. Salvar a ese soldado, uno entre cientos de miles de infelices, se convierte no solo en la aspiración de un comando militar, sino en la esperanza que late en el corazón de cada uno de los espectadores. Debemos salvar a Ryan para salvarnos a nosotros mismos, del mismo modo que al matar al Anderer hemos cometido un crimen contra la Humanidad. Nuestra mezquina naturaleza nos permite entender mejor lo pequeño que lo grande. La magnitud del firmamento y la de la barbarie acaban por anestesiar nuestros sentidos, y nos sentimos más próximos a la muerte de un niño que a la tragedia que roba la vida de miles. Es probable que Claudel haya pensado en eso al condensar el acontecimiento en la historia de una pequeña aldea, y al convertir el exterminio de millones de seres en el asesinato de uno solo. 

El ser humano es extraño. Participa constantemente en un agotador combate entre la memoria y el olvido. Necesita perentoriamente ambas cosas: recordar y olvidar, dejar constancia de sus actos, de su presencia en el mundo, y a la vez borrar sus huellas, apartarse de su historia. Sufre una división crónica entre la afirmación y el repudio de sí mismo, y se ve arrastrado por ese empuje que lo condena a la repetición, incluso cuando cree cabalgar en la ola del progreso y la superación de los errores. El ser humano es un animal curioso que, con la inmensa diversidad de sus posibilidades, en el fondo acaba por hacer siempre lo mismo. 

La esencia es el Informe. Es absolutamente fundamental que el Acontecimiento quede circunscripto en un orden. Está claro que ninguna autoridad real presentará una reclamación por lo sucedido, ni exigirá una rendición de cuentas, ni pedirá una investigación. Uno de los aspectos más apasionantes del Holocausto, si se consigue suspender por un momento el impacto emocional que provoca su conocimiento, es el hecho de que en ningún momento se abandonó la racionalidad, ni se perdió de vista la necesidad de que el proyecto se llevase a cabo procurando en todo momento mantener a raya cualquier clase de pasión humana, a excepción de la absoluta alienación al sentimiento del deber y el orgullo de servir a una causa superior. Todo debía ser perfectamente documentado, registrado, contabilizado y asentado en números, cifras, cálculos, presupuestos y balances. El alcalde Orschwir no puede permitir que lo sucedido se pierda en la deriva del rumor, o se evapore como si se tratara de una mala resaca de la que uno se deshace con el paso de las horas. Por supuesto, no lo mueve el afán de la verdad, ni el deseo de establecer las responsabilidades correspondientes y en consecuencia hacer justicia. Orschwir es el alcalde, y tiene plena conciencia de su deber simbólico. Su único propósito es que el Acontecimiento quede atestiguado en la legitimidad de las normas burocráticas, cuyo sentido es por completo ajeno a la dimensión moral de la verdad. En realidad, el informe de Brodeck se descompone en dos partes: una, la que se oculta a la luz de la razón pública, y otra la que el protagonista dará a ver. Sobre esta última el autor no nos proporciona la más mínima información. Brodeck disocia su escritura, compone un informe oficial, una falsa memoria despojada de toda consecuencia (al punto de que puede desaparecer en las llamas sin que nada cambie), y una memoria oficiosa cuyo destinatario no es nadie, sino la verdad misma como lugar donde algo de la dignidad humana pueda preservarse a pesar de todo. 

Este desdoblamiento de la memoria tiene su correlato en un doble retorno: primero es Brodeck el que vuelve del lugar de donde nadie regresa. En un segundo momento, es el Anderer quien hace su entrada en el pueblo. Ambos comparten algo fundamental: son Fremdër, extraños o extranjeros. Brodeck es un Fremdër que había sido adoptado. La extrañeza de su origen pudo ocultarse durante mucho tiempo en la superficie de la convivencia, y sobre todo en el hecho de que se le adjudicó una humilde función administrativa excéntrica al circuito mercantil del pueblo. Brodeck es el otro al que se conoce, y al que se mantiene debidamente localizado cumpliendo un servicio secundario para la comunidad. El Anderer, en cambio, es un Gekamdörhin, El que vino de allí. ¿Dónde es allí? No se sabe. Sin duda es otro mundo. Con este otro Fremdër hay un grave problema: es demasiado opaco, no se conoce su nombre ni su oficio, ni el lugar de donde viene, ni cuál es su misión. Esconde mucho más de lo que muestra. Es evidente que Claudel ha fundido aquí dos acontecimientos históricos que marcaron para siempre la historia de la Humanidad: la muerte de Cristo, y el exterminio judío. El Anderër es de entrada inquietante, porque se instala en el lugar de un enigma. No quiere nada, no busca nada, no pide nada, a excepción de un cobertizo para sus animales y algo de comida para él, que paga con dinero cuya procedencia se desconoce. ¿Es un dios o un demonio? Sabemos cómo Claudel aprovecha la estructura psicológica y social de los pequeños pueblos, que alimentan su miserable existencia con cualquier circunstancia que pueda alterar el curso agónico del tiempo. ¿Habrá venido el Anderër para recordarles a los hombres su crimen? ¿Acaso no sabe él cuál es el destino que le aguarda, y no será precisamente lo que se propone buscar? En cualquier caso, hará todo lo necesario para caminar por el estrecho filo que divide la fascinación por el semejante y el deseo de su destrucción. Es evidente que los dibujos son mucho más que una exposición de sus habilidades como dibujante, y que el deseo de exhibirlos obedece a un propósito que no es inocente. Si algo han percibido bien esos hombres de vidas terribles es que, desde luego, la visita del Anderër no es para nada inocente. 

Brodeck y el Anderer son, en última instancia, la misma cosa. Declinadas en la trama de distinto modo, ambas figuras están condenadas a la muerte, la expulsión, el rechazo. Brodeck se marcha por donde vino hace decenas de años, y el Anderer también. Que uno muera y el otro sobreviva, no son más que avatares de algo que está en el corazón de la historia. Ambos encarnan aquello que Zygmunt Bauman describe a propósito del judío como aquel elemento que ha franqueado todos las circunscripciones, clasificaciones, definiciones, fronteras y límites que la modernidad ha impuesto con su implacable maquinaria de emplazamiento. El judío era la abstracción más dotada de esa “opacidad multidimensional y esta misma multidimensionalidad era una incongruencia cognitivamente inasible, ajena a todas las otras.” Lejos de presentarse bajo la figura piadosa del Rostro, esa manifestación del Otro al que según Levinas no puede menos que responderse con el amor gratuito, carente de finalidad alguna, Brodeck y el Anderër se convierten en el Rostro al que no se puede mirar, porque todo aquel que se asome a ese espejo verá lo que debería permanecer oculto. “Los retratos del Anderër resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados vivos”, “...contaban cosas que no convenía contar”. Hacer pedazos los dibujos, incluso reducirlos a cenizas (con toda la connotación que en este contexto posee esta palabra) responde a una acción espontánea, emocional, un signo de la barbarie que puede dominarnos en un acceso de furia, incluso de desesperación. La cremación del informe en el horno del Alcalde es algo muy distinto. Es el resultado de una lógica meditada, planificada y llevada a cabo con los instrumentos de la razón, y no con la intensidad bruta del comportamiento pasional. Nadie odia verdaderamente ni a Brodeck ni al Anderër, y sin embargo ambos serán sacrificados por revelar “verdades que se habían enterrado”. 

Brodeck no debería haber vuelto y el Anderër no tendría que haber llegado, eso es todo. Ninguno de ellos ha venido solo. Cada uno (y en el fondo uno y otro son lo mismo), trae algo consigo. Algo terriblemente peligroso, una materia codiciada e inflamable: eso que se llama la causa del deseo. Aquí debo explicarme un poco, debo recordar que la causa del deseo es algo que enloquece a los hombres, algo que de tanto en tanto, y apremiados por determinadas circunstancias, tienen que entregar en sacrificio para intentar calmar en vano el deseo de los dioses. Como escribe Claudel: “Si las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador les ha soplado la receta”. Los hombres no pueden vivir sin amo, ya que para ello se requiere una subversión que muy pocas veces se alcanza. Lo más frecuente, es que el derrocamiento de uno no sea más que el prolegómeno de la instauración de otro. ¿Por qué nuestros protagonistas encarnan la causa del deseo? Porque son inasimilables, porque no son más que la “sustancia episódica” de lo imposible, de lo innombrado, de lo impronunciable. De ellos solo puede decirse “que no son como nosotros”. Pero para que alguien pueda encarnar la causa del deseo, es necesario que esta afirmación se complemente con otra: “hay algo en ellos que es de nosotros”. La tensión entre ambas proposiciones puede mantenerse constante, aliviarse en ciertas circunstancias, o por el contrario desequilibrarse en otras. El horror y la fascinación, el rechazo y la identificación, son polaridades que pueden anudarse o descomponerse. El guardián del perro Brodeck, ese simple funcionario y padre de familia, ignora que la cadena con la que humilla a su prisionero lo mantiene unido a él. 

Claudel es un maestro de la prestidigitación, puesto que construye su relato haciendo surgir a cada paso un giro que derriba el sentido que por todos los medios el lector busca imperiosamente equilibrar. Como los habitantes del pueblo, necesitamos concluir quiénes son los buenos y los malos, los verdugos y las víctimas, los culpables y los inocentes. Y no es que esas distinciones estés ausentes del relato, solo que el autor las retuerce hasta el límite. Brodeck inicia su historia declarando su inocencia, y la concluye confesando su culpa, la culpa de haber decidido vivir. Robar unas gotas de agua supuso “el gran triunfo de nuestros verdugos”, dado que no existe nada más deshumanizante que empujar a un ser humano a no ser otra cosa que el cálculo de su propia conservación. 

La moraleja, como era de esperar, es aquella que ninguno de los innumerables y extraordinarios estudios sobre el mal puede extraer nunca, porque todo análisis basado en el contrapunto indiscutible entre racionalidad y ética se estrella indefectiblemente contra un real, ese real que, como lo expresó en una ocasión Lacan refiriéndose al Holocausto, ninguna teoría basada en las premisas hegeliano marxistas puede en modo alguno siquiera adivinar: que la destrucción del otro no está basada en el “empeño por existir” del individuo, ni siquiera del grupo. El goce, eso que no sirve para nada, y menos aún para la supervivencia, no está directamente emparentado con ninguna locura especial. Vive en el interior de cada uno de nosotros, y lo más sorprendente de todo este cuento, es que sea la razón la que de tanto en tanto lo irrite hasta hacerlo salir de su madriguera. 


Gustavo Dessal

1 comentario:

Anónimo dijo...

Perfecto análisis, gran blog