miércoles, 15 de enero de 2014

Beatriz Schlieper nos manda desde Argentina su comentario al cuento de Carmen Botello, La Vengadora

El estilo apretado del cuento donde la escritora ensambla como pares de opuestos los valores de algunos personajes ajustados a los ideales sociales y la emergencia de los sentimientos criminales más encarnizados en Ofelia, pone de relieve lo que se esconde bajo el velo de la cultura. Como entre cuero y carne. El hecho inesperado de la irrupción violenta de tres jóvenes marginales, personajes viles y salvajes que acuchillan a su perra anestesiada en un quirófano, despierta en ella lo peor de sí. El acontecimiento ha pulsado una tecla que hizo resonancia en su ser movilizando su odio. Lo que le hace decir, “me hace tomar conciencia de mi fortaleza, de mi crueldad, de la violenta valentía cobijada tras mis costillas, apenas contenida por la cárcel del tórax. ¡Ah! destrozaría el mundo, arrasaría su fealdad, su mediocre declinar, dejaría morir a esos niños que nacen en la más absoluta indigencia.”

Si bien la trama del cuento se asienta sobre este episodio como el hecho central alrededor del cual va a girar su dinámica, lo que subyace es el vínculo con Gonzalo, su padre y con la hacienda que le pertenece. “Agradarle, seducirle, amarle y ser correspondida por el ganadero constituían sus más esenciales deseos”. Toda la tragedia se desarrolla en torno a la identificación del personaje de Ofelia con aquello que es importante para su padre. El ideal del coraje. Ella emerge de este lazo como su reflejo, en la medida en que su narcisismo es amasado por él y le va forjando un ego que espera su oportunidad para expresarse. Su propia madre ve en ella, “un monstruo egoísta y caprichosamente infantil o una inteligente y educada dama casi al unísono.” Su misma madre reconoce en esta ambivalencia la identificación con él.

 La escritora se vale de un hecho fortuito, absolutamente contingente como es el asesinato cruel y absurdo de su perra galga, regalo de su padre, para develar lo peor del personaje. Este acontecimiento pone al descubierto lo más reprimido de la agresividad de la condición humana opacada por las exigencias de la civilización.

La ferocidad de Ofelia se visualiza a través de sus observaciones que desnudan la hipocresía de organizaciones sociales que hacen la parodia del rescate de esos seres sin destino. Hecho que la indigna. Pero no por lo mentiroso de su promesa benéfica, sino que esto trae como correlato automáticamente su desprecio por la cobardía con que estas personas deleznables defienden su miseria, cuando deberían, según piensa, “prenderle fuego a sus barrios miserables e invadir como una furia las calles de los barrios ricos, blandiendo a sus hijos como si fueran espadas, armados de orgullo y cólera”.

Este desprecio por la falta de coraje para defenderse se extiende al hombre al que elige como su partenaire, un hombre al que dice amar, pero al que menosprecia por su actitud comprensiva, su resignado sosiego, su esperanza infinita y su estúpida cobardía, rasgos que éste comparte con su madre y que representan la cara visible de la civilización, los valores que la cultura requiere para su sostén. Si hay algo que Ofelia aborrece es la hipocresía de esta mascarada. Las palabras de su padre lo confirman “Necesitamos amansarnos porque sólo somos serenos por fuera y eso si nada nos entorpece.”

Estos actos reivindicativos los lleva a cabo ella, dejando al desnudo su impiedad, en una respuesta que no parece vinculada a un afecto por el animal muerto, sino despertada por un sentimiento de superioridad y un odio ligado a todo aquello que se hiciera merecedor de su desdén. Su crueldad, finalmente no es diferente de aquellos seres envilecidos y a quienes despreciaba no tanto por lo sangriento de su gesto, sino por su petulancia de querer arrogarse una igualdad de derechos sobre el otro. Paradójicamente su condena surge por no haber llevado a cabo su acto vandálico habiéndola matado a ella o al veterinario, sus enemigos naturales, dice, “matan a mi pobre galga. Fíjate qué ignorantes: estábamos en sus manos y sin embargo nos tuvieron respeto. Su cobardía y su estupidez merecen una contestación”. Cobardía imperdonable, que requiere efectivamente de una venganza contra quienes  a pesar de haber osado desafiarla, no tuvieron las agallas de avanzar sobre su jerarquía.

La naturalidad con que admite y legitima su acto frente a su marido, la falta de culpa concomitante, la certeza de la impunidad con que lo lleva a cabo convencida de comprar al juez del distrito para que no investigue; todo da cuenta de una posición donde la venganza va por otra vía distinta del dolor por la pérdida injusta. No se trata de un duelo. No es tanto la muerte de su perra galga la que dispara el goce de su propia pulsión criminal, sino la afrenta que toca su ego haciendo vibrar la soberbia y el sentimiento de prepotencia adquiridos a través de los elogios de su padre a su valor.

No hay registro del dolor de la pérdida de un animal amado, solo el aborrecimiento por haber padecido el ultraje a la condición augusta de su ego. La satisfacción experimentada con la ejecución del acto criminal le devuelve la supremacía vulnerada; es el placer brindado por el goce de un ojo por ojo y diente por diente. Destrozarles sus máquinas sus herramientas, su cobertizo, no alcanza, hay que encontrar otra vara. Arrancarles su estúpido grito de guerra, “Somos unas malas madres!” Esto se logra entonces, con una vida por otra. Estirar el crimen cobarde de este animal indefenso a la magnitud de la vida de esos tres hombres. Ahí sí, la satisfacción de Procusto!

        Beatriz Schlieper  

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