El estilo apretado del cuento donde la
escritora ensambla como pares de opuestos los valores de algunos personajes ajustados
a los ideales sociales y la emergencia de los sentimientos criminales más encarnizados
en Ofelia, pone de relieve lo que se esconde bajo el velo de la cultura. Como
entre cuero y carne. El hecho inesperado de la irrupción violenta de tres
jóvenes marginales, personajes viles y salvajes que acuchillan a su perra anestesiada
en un quirófano, despierta en ella lo peor de sí. El acontecimiento ha pulsado una
tecla que hizo resonancia en su ser movilizando su odio. Lo que le hace decir,
“me hace tomar conciencia de
mi fortaleza, de mi crueldad, de la violenta valentía cobijada tras mis
costillas, apenas contenida por la cárcel del tórax. ¡Ah! destrozaría el mundo,
arrasaría su fealdad, su mediocre declinar, dejaría morir a esos niños que
nacen en la más absoluta indigencia.”
Si bien la trama del cuento se asienta
sobre este episodio como el hecho central alrededor del cual va a girar su
dinámica, lo que subyace es el vínculo con Gonzalo, su padre y con la hacienda
que le pertenece. “Agradarle,
seducirle, amarle y ser correspondida por el ganadero constituían sus más esenciales
deseos”. Toda la tragedia se desarrolla en torno a la
identificación del personaje de Ofelia con aquello que es importante para su
padre. El ideal del coraje. Ella emerge de este lazo como su reflejo, en la
medida en que su narcisismo es amasado por él y le va forjando un ego que
espera su oportunidad para expresarse. Su propia madre ve en ella, “un monstruo egoísta y caprichosamente
infantil o una inteligente y educada dama casi al unísono.” Su misma madre reconoce
en esta ambivalencia la identificación con él.
La
escritora se vale de un hecho fortuito, absolutamente contingente como es el
asesinato cruel y absurdo de su perra galga, regalo de su padre, para develar
lo peor del personaje. Este acontecimiento pone al descubierto lo más reprimido
de la agresividad de la condición humana opacada por las exigencias de la
civilización.
La ferocidad de Ofelia se visualiza a
través de sus observaciones que desnudan la hipocresía de organizaciones
sociales que hacen la parodia del rescate de esos seres sin destino. Hecho que
la indigna. Pero no por lo mentiroso de su promesa benéfica, sino que esto trae
como correlato automáticamente su desprecio por la cobardía con que estas personas
deleznables defienden su miseria, cuando deberían, según piensa, “prenderle fuego a sus barrios miserables e
invadir como una furia las calles de los barrios ricos, blandiendo a sus hijos
como si fueran espadas, armados de orgullo y cólera”.
Este desprecio por la falta de coraje para
defenderse se extiende al hombre al que elige como su partenaire, un hombre al
que dice amar, pero al que menosprecia por su actitud comprensiva, su resignado sosiego, su esperanza infinita
y su estúpida cobardía, rasgos que éste comparte con su madre y
que representan la cara visible de la civilización, los valores que la cultura
requiere para su sostén. Si hay algo que Ofelia aborrece es la hipocresía de
esta mascarada. Las palabras de su padre lo confirman “Necesitamos amansarnos porque sólo somos
serenos por fuera y eso si nada nos entorpece.”
Estos actos reivindicativos los lleva a
cabo ella, dejando al desnudo su impiedad, en una respuesta que no parece
vinculada a un afecto por el animal muerto, sino despertada por un sentimiento
de superioridad y un odio ligado a todo aquello que se hiciera merecedor de su
desdén. Su crueldad, finalmente no es diferente de aquellos seres envilecidos y
a quienes despreciaba no tanto por lo sangriento de su gesto, sino por su
petulancia de querer arrogarse una igualdad de derechos sobre el otro. Paradójicamente
su condena surge por no haber llevado a cabo su acto vandálico habiéndola matado a ella o al veterinario, sus
enemigos naturales, dice, “matan a mi pobre galga. Fíjate qué ignorantes:
estábamos en sus manos y sin embargo nos tuvieron respeto. Su cobardía y su
estupidez merecen una contestación”. Cobardía imperdonable, que requiere
efectivamente de una venganza contra quienes a pesar de haber osado desafiarla, no tuvieron
las agallas de avanzar sobre su jerarquía.
La naturalidad con que admite y legitima su
acto frente a su marido, la falta de culpa concomitante, la certeza de la
impunidad con que lo lleva a cabo convencida de comprar al juez del distrito
para que no investigue; todo da cuenta de una posición donde la venganza va por
otra vía distinta del dolor por la pérdida injusta. No se trata de un duelo. No
es tanto la muerte de su perra galga la que dispara el goce de su propia
pulsión criminal, sino la afrenta que toca su ego haciendo vibrar la soberbia y
el sentimiento de prepotencia adquiridos a través de los elogios de su padre a
su valor.
No
hay registro del dolor de la pérdida de un animal amado, solo el aborrecimiento
por haber padecido el ultraje a la condición augusta de su ego. La satisfacción
experimentada con la ejecución del acto criminal le devuelve la supremacía
vulnerada; es el placer brindado por el goce de un ojo por ojo y diente por
diente. Destrozarles sus máquinas sus herramientas, su cobertizo, no alcanza,
hay que encontrar otra vara. Arrancarles su estúpido grito de guerra, “Somos
unas malas madres!” Esto se logra entonces, con una vida por otra. Estirar el
crimen cobarde de este animal indefenso a la magnitud de la vida de esos tres
hombres. Ahí sí, la satisfacción de Procusto!
Beatriz Schlieper
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