lunes, 15 de diciembre de 2014
Comentario sobre Hamlet de Mª José Martínez
Los participantes de Liter-a-tulia hemos leído el pasado mes El rey Lear, y hoy nos encontramos ante el complejo texto de la tragedia de Hamlet. Son dos “sagradas escrituras” sobre ese hombre, clásico y moderno, que avanza y que ya vemos en toda su complejidad: el hombre interior, el hombre que no está hecho de una sola pieza. Y esto es Shakespeare, el que pone ante nuestros ojos los mil y un aspectos de lo humano, no inventado por él, pero sí puesto en palabras teatrales, repartiendo los diversos aspectos de lo humano entre todos los personajes de sus obras, mas condensados en sus protagonistas.
Hace pocos días nos contaron que uno de esos artilugios que enviamos hace veinte años hacia las estrellas, consiguió mandarnos mucha información, tanta como para saber que desde allá lejos llegaron perdidos hasta nosotros los restos de alguna colisión que, cargados de ciertos elementos inorgánicos, se fueron transformando en agua, materia orgánica y finalmente vida. Pero esos elementos de vida ignorante de sí misma, se fueron replicando arbitrariamente hasta que la naciente y necesaria palabra los hizo llegar a lo que suele decirse, ser “nosotros mismos” : ese algo en constante evolución y contradicción, que no sabe bien ni de dónde viene ni a dónde se dirige. Y así avanzamos sumergidos en esta ciega trayectoria, mientras a duras penas intentamos entendernos para lograr organizar la vida entre nosotros.
Y en este difícil discurrir del tiempo y la mente, hoy le toca a Hamlet.
Parece que antes de esta obra de Shaquespeare hubo otra muy similar, La Tragedia Española, en la que el padre venga a su hijo asesinado por estar dentro de una trama pasional de amores atrevidos. Yo creo que aquí se impone la lógica, porque el hecho de que un padre vengue a su hijo matando a todos los que intervinieron en su muerte, es natural, hasta cierto punto. Pero ¿qué decir de Hamlet, el hijo, el controvertido príncipe de Dinamarca que sabe del asesinato de su padre perpetrado por su tío que a la vez implica a su madre en esos amores ilícitos? Eso ya es mucho más difícil de decidir. Pero ¿qué pasó para que Shakespeare que cuando escribió el drama del joven príncipe danés ya conocía la otra obra, no nos pudiera dar una respuesta rotunda? Pues ocurrió que entre esas dos obras se abandona la antigua tragedia en la que cada cual sabía muy bien a quien tenía que matar, para aparecer la tragedia de Hamlet que ya representa al teatro moderno, al hombre que, en cierto modo, deja atrás los temas de la venganza y del honor. Y eso mismo es lo que aconseja nuestro incomparable Lope de Vega cuando defiende el matrimonio por amor. Pero dejando esto a un lado, Hamlet, el hombre indeciso, es ya un hombre debilitado, el hombre que ya no ve tan claro lo que debe hacer, y que confundido por la conducta de su madre, siente que su vida puede ser algo inútil que muy bien pudiera dejar.
Yo me pregunto si ese hombre falto ya de aquel deseo elemental y vengativo es el que luego en 1931 llamó Alberti “El hombre deshabitado”? Hay que pensar que en esa época Alberti forma parte de las Vanguardias, y que éstas buscaban el otro sentido de la vida riéndose del anterior, la correcta interpretación de la razón y el buen uso de lo intelectual, en el cual ya intervienen los escritos de Freud y el posterior Surrealismo, tal vez buscando entre todos el punto justo del discurrir humano.
Joyce había identificado a Hamlet con el único hijo de Shakespeare que murió a los 11 años. Así pudo ser, pero realmente nadie lo sabe. Y desde entonces Hamlet es sinónimo de duda y esa duda, que siempre ha sido respetada, tiene alrededor un halo de interiorismo, una especie de aura sobrenatural que luego dio lugar al mito. Así es como Hamlet ha llegado hasta nosotros.
En esta obra, la propia duda nos llega a todos al final, cuando vemos que por la indecisión del joven príncipe mueren todos, hasta el espectador y entonces nos preguntamos ¿Habría sido mejor que Hamlet matase a su tío a la primera de cambio? Y de nuevo Freud nos dice que tal vez no pudo hacerlo, no pudo vengarse, porque él mismo deseaba la muerte del padre. De ahí su desconcierto.
Lo cierto es que si el hombre moderno está vacío de esos impulsos de venganza tan primarios, de ahora en adelante tendremos que plantearnos la forma de volverlo a habitar, teniendo en cuenta que si ya no ha de seguir los ciegos impulsos de la sangre, tendrá que habitarse con otros nuevos y más claros impulsos de una razón bien explicada, enseñada siempre en las escuelas y esperando a que sea bien aprendida. Pero eso es algo de lo que ya tendremos que hablar otro día.
Mª José Martínez
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