domingo, 22 de noviembre de 2015

Amor Perdurable, de Ian McEwan. Comentario de Gustavo Dessal

En esta ocasión no vamos a disimular que la elección de esta obra es una forma de “arrimar el ascua a la sardina”, como expresa el dicho popular. Se trata de un thriller que abunda en el territorio de la subjetividad, y que remite a una serie de temas en los que el psicoanálisis tiene claramente una implicación directa. Uno de lo más importantes en esta obra no es solo el tema del amor y sus derivaciones psicopatológicas, sino algo que recorre toda la trama de manera subyacente, y que constituye una suerte de dilema que el autor deja deliberadamente irresuelto pero que se expresa a través de una serie de preguntas implícitas. ¿Cuál es el margen de maniobra que tenemos en nuestras vidas? ¿Somos meros objetos del destino? ¿Acaso la contingencia constituye una fuerza que no solo nos afecta por ser imprevisible, sino que sustrae nuestra capacidad de acción? ¿Qué es lo que uno elige, y hasta qué punto la elección es posible, o resulta ser el disfraz de una decisión que el inconsciente ha tomado por nosotros? Todas estas preguntas forman parte del debate interminable sobre la condición humana, y se presentan en esta novela de un modo verdaderamente original.
         La historia, aunque pertenezca al género realista, tiene en todo momento un clima fantástico, incluso onírico. El arranque, con la escena del picnic interrumpido por el accidente del globo aerostático, es ya en sí misma una muestra de lo que apuntamos. Los hombres colgados de las cuerdas, intentando dominar esa nave que se ha vuelto ingobernable, constituye una imagen formidable de la pequeñez humana, de la debilidad de la criatura en el gobierno de la existencia. En la canastilla del globo -no lo olvidemos- hay un niño.
         Antes de proseguir mi comentario, quiero detenerme un momento en el título, porque lo considero fundamental para obtener una mayor comprensión de la obra. El título en la versión original es Enduring love, correctamente traducido como Amor perdurable. Pero el verbo “to endure” no solo significa “durar”, al provenir del latín “durare”, sino también posee una acepción diferente que se traduce como “soportar”. Por ese motivo, el título contiene un juego de palabras intraducible a nuestra lengua: es Amor perdurable, pero al mismo tiempo Soportar el amor. Esta ambigüedad remite por una parte a la permanencia del amor mórbido de Jed Parry, pero también al hecho de que el amor puede en muchos casos y en muchos momentos alejarse considerablemente de su imagen idealizada y romántica para convertirse en algo que a duras penas podemos soportar. Hay una observación muy atinada al respecto, y es cuando el protagonista Joe Rose indaga en el síndrome de de Clérambault y se pregunta si esta patología del amor acaso podría enseñarnos algo sobre la esencia del amor en general. De hecho, es así como Freud comenzó su investigación sobre la vida amorosa. Tomó como punto de partida el estado de enamoramiento, al que no dudó en calificar como un proceso patológico, una enfermedad aguda en la que la conducta del enamorado, su exaltación apasionada del objeto, el carácter imaginario de la vivencia, se explican mediante una serie de mecanismos próximos al delirio.
         Joe y Clarissa forman una pareja casi perfecta. Una perfección que apreciamos incluso en las sencillas pero expresivas imágenes que el autor nos entrega de los protagonistas físicamente enlazados, formando una suerte de alegoría de la perfección de la esfera. Hay sin duda un contraste dramático entre la esfericidad inicial de esa relación y la redondez del globo que se desestabiliza. McEwan tiene un gran oficio y sabe trazar muy bien a sus personajes, en cierto modo arquetípicos de lo masculino y lo femenino. Joe representa la racionalidad, expresada en su pasión por el conocimiento científico y su fe incondicional en aquello que solo puede verse y demostrarse. Ella en cambio pertenece al mundo de la sensibilidad, es la encarnación de la belleza física y poética. Para él, el lenguaje está al servicio de la razón. Para ella, es la materia con la que se fabrica la forma más perfecta de lo bello, y también el espacio para el misterio, lo que no se revela a la razón. Pero a pesar de sus diferencias, parecen vivir en un idilio que se traduce en la imagen bucólica del picnic en la campiña británica, sin duda un guiño irónico del autor a la sociedad y la tradición a la que pertenece. ¿Quién podía prever que esa romántica serenidad se haría pedazos por la irrupción de algo que llega desde el aire, algo que descompone la armonía del amor e instalará en sus vidas la semilla de la desconfianza y el rencor? Clarissa y Joe, el uno para el otro, se volverán extraños e irreconocibles. Cuando el velo del amor se desgarra, la cálida familiaridad del semejante da paso a la emergencia del sentimiento de extrañeza. Nuestro alter ego, la proyección de nuestra imagen, se transmuta en algo ajeno que suscita distancia y nos coloca en una posición defensiva. Clarissa y Joe son sacudidos por el rayo del destino, que es eso que aguarda nuestra llegada. El destino no es lo que está escrito de antemano. No es la fatalidad en el origen. El lo que nos conduce azarosamente hacia algo que se disponía al encuentro. El destino es la garrapata que aferrada a la rama de un árbol espera pacientemente, durante años, a que un ser de sangre caliente, uno cualquiera, pase por debajo. Entonces, se deja caer. Ese día, Clarissa y Joe habrían podido elegir un lugar distinto para hacer el picnic, o suspenderlo porque uno de ellos hubiese cogido un resfriado, y sus vidas habrían sido otras.
         La vulnerabilidad y la incertidumbre son los dos grandes rasgos de la condición del ser humano que dan origen a lo que el pensador ruso Mijaíl Bajtín denominó “miedo cósmico”, el contraste entre nuestra infinita pequeñez y la inconmensurable dimensión de las colosales fuerzas del mundo natural. El miedo cósmico es la fuente de todas las religiones, pero también es el origen del desafío científico por comprender y dominar las leyes de lo que nos rodea. Ante la visión de la caída de Logan, Joe experimenta el sentimiento de dejá-vu. Él ha visto algo semejante en una pesadilla repetitiva de su juventud. En esos sueños angustiosos, él está subido a un promontorio, y desde arriba observa con horror una masa de seres humanos que están a punto de perecer a consecuencia de una catástrofe. Corren en desbandada como hormigas, y Joe siente el espanto y la impotencia de no poder hacer nada. Él no cree en Dios, y por lo tanto no aspira al consuelo de la salvación divina, pero tampoco su inconmovible confianza en la ciencia puede evitar la tragedia. Esta pesadilla es una puntuación fundamental en el relato, porque señala muy bien la naturaleza de lo real que va a irrumpir en su vida, un real del que ni Dios ni la ciencia pueden defenderlo.
         Detengámonos un momento en el personaje de Clarissa. No solo está dotada de la gracia de una belleza exquisita, sino que encarna la pureza de otra clase de fe: la fe en la bondad y en el amor. Está convencida en el poder del amor y del bien como las dos armas que pueden combatir el mal. Si el erotómano Jed encarna el amor como enfermedad, Clarissa representa el ideal del amor como curación. Hasta el final ella seguirá creyendo que todo habría podido ser distinto si al amor delirante de Jed se hubiera respondido con el amor de la caridad, de la mano tendida a aquel que ha equivocado su camino.
         La viuda de Logan es un personaje más secundario, pero tiene su interés por la modalidad de respuesta que da al acontecimiento traumático. Basándose en unos detalles que a priori se demuestran contingentes, desvía la vivencia de la pérdida mediante la sospecha de infidelidad de su marido, una sospecha que desemboca en una revelación absurda y tragicómica. Se trata de una reacción de resentimiento hacia el objeto perdido que algunos sujetos experimentan como forma patológica del duelo. McEwan maneja con gran conocimiento los mecanismos psíquicos, y los plasma con absoluta verosimilitud.
         Vayamos ahora al personaje de Jed Parry, que ha tenido su propio encuentro con lo real. Ese real se le presenta mediante el signo alucinatorio de una mirada, la mirada de Joe. Creo que no es gratuito el hecho de que el autor haya escogido dos nombres tan semejantes para los personajes de esta pareja formada por Jed y Joe. En cierto modo, Jed es el antagonista de Joe. La fe en Dios del primero es decididamente negada por el segundo, quien a su vez trata de defenderse amparándose en el conocimiento racional. Con estos caracteres McEwan fabrica un relato que se desarrolla siguiendo la lógica de la comunicación humana, que consiste fundamentalmente en el malentendido y la sobreinterpretación de los signos. Clarissa y Joe se distancian por la discordancia permanente de los mensajes, y la viuda de Logan está dispuesta a llegar al fondo de una verdad que solo se sostiene en su fantasía. Al respecto resulta muy instructivo darnos cuenta de que precisamente el malentendido, la duda, la incomprensión y el desencuentro de las significaciones son los elementos que permiten establecer una frontera entre la locura de todo el mundo y la de uno solo, siguiendo la famosa distinción de Pascal. El  amor de Jed no está sometido a ninguna variabilidad ni malentendido. Se trata simplemente de “entendimiento”, en el sentido de Wittgenstein, quien considera que “entender es saber cómo proceder”. Es saberlo sin duda alguna, y el delirante es el sujeto que por antonomasia ha “entendido” el mensaje del Otro, y sabe cómo proceder. Jed no posee la jactancia del neurótico, que presume o se pavonea con su yo cuando en verdad no entiende nada. Es un ser humilde que se declara simple mensajero o portavoz del deseo de Dios. De allí que negarlo a él sea equivalente a negar a Dios, desairar su voluntad. La certeza del amor de Jed proviene de la voluntad divina, y por eso no admite el rechazo bajo ninguna circunstancia. La presencia de Dios le da a este caso de erotomanía un acento particular: “El hecho que que me ames y que yo te ame no es lo importante. Es solo el medio…”, dice Jed ¿El medio para qué? “El propósito es llevarte hacia Cristo, que está en ti y que eres tú. De eso se trata en el don del amor. Acaso no es muy sencillo?”.
         Volviendo a Clarissa, es preciso destacar que no puede tener hijos, y que por esa razón su necesidad de amor se ha extendido hasta convertirla en una suerte de madre simbólica de muchos niños y adolescentes. A pesar de que la caída de Logan es para ella la prueba de la inexistencia de lo divino (habría sido una buena oportunidad para que los ángeles demostrasen ser ciertos), sin embargo no puede dejar de pensar que el hombre ha muerto por salvar a un niño, y que por lo tanto esa muerte tiene un sentido. Joe es en este punto mucho más escéptico, y considera que dicha muerte fue absolutamente insensata, que “la buena gente a veces sufría y moría no porque su bondad fuese puesta a prueba, sino precisamente por no haber nada ni nadie para comprobarlo”.
         La carta que Clarissa le dirige a Joe, y que en cierto modo decide la ruptura, es verdaderamente ilustrativa de su obstinación por culparlo a él de la forma en que los acontecimientos evolucionaron. Reconoce su error de apreciación sobre la locura de Parry, pero al mismo tiempo insiste en que Joe habría podido manejar las cosas de otro modo, fundamentalmente si hubiese seguido el consejo inicial de ella: invitar a Parry a entrar en la casa y mantener con él una conversación civilizada. La racionalidad de Joe, toda su confianza en la manera de concebir el mundo, se ve acorralada por la acción conjunta de Jed, la incomprensión de Clarissa, y desde luego la respuesta de la policía. La institución policial juega en la historia el papel de mostrar la rotunda necedad del sistema, sostén de una concepción delirante de la libertad que conduce muchas veces a la indefensión de las personas y la invulnerabilidad de los acosadores. La sociedad que propaga el discurso de la prevención de los riesgos resulta ser una farsa inoperante. El ojo paranoico que todo lo vigila en verdad no ve nada, y siempre se espabila cuando es tarde.
         Soportar el amor es una forma de expresar la esencia de su verdad: es siempre, y en todos los casos, un síntoma. McEwan nos ofrece en esta obra algunas de sus variantes, pero existen muchas más, todas ellas reveladoras de que el amor es la forma siempre fallida de consolarnos por el destierro y la soledad que los seres humanos sufrimos precisamente por carecer de ese entendimiento del que Wittgenstein hablaba. En el fondo nunca sabemos cómo proceder, y el amor viene en nuestro auxilio señalándonos un camino ilusorio.


Gustavo Dessal

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