domingo, 5 de febrero de 2017

Tertulia 76. Putas asesinas, de Roberto Bolaño. Comentario de Miguel Alonso

Putas asesinas parece un buen ejemplo para mostrar cómo, en la desnudez patológica más absoluta, puede aparecer de forma diáfana, sin velo alguno, la estructura del sujeto. En este caso, la estructura de un sujeto femenino en relación al amor. El relato está atravesado por una respuesta a la pregunta: ¿qué espera una mujer de un hombre en la vertiente del amor? Y las respuestas se sitúan en la misma superficie de ese lenguaje categórico que usa nuestra protagonista sin nombre, circunstancia que podríamos tomar como una generalización del problema. En la línea del lenguaje, resulta apasionante dejarse guiar, dejarse atrapar, en primer lugar, por el mismo armazón del relato, transitando desde la desvalorización de lo imaginario a la trascendencia del ideal y de la palabra articulada al amor; no menos apasionantes aparecen las metáforas auténticamente geniales que nos ofrece Putas asesinas, como la del mar vacío, o la del túnel, o las frases, muchas de ellas también geniales y siempre contundentes de las cuales es imposible despegarse lo más mínimo a lo largo de la lectura. A cada paso nos ofrecen frutos totalmente maduros, sea de forma aislada, sea en concatenaciones perfectas. Por ejemplo, y como apertura, podemos traer a colación la siguiente composición: “Verte en TV fue como una invitación” / “Yo soy una princesa que espera”/ “Impaciente” / “Te he buscado” / “No a ti, sino al príncipe que también tú eres y lo que representa el príncipe” / “El príncipe es bienvenido, independientemente de cómo llegue”. Frases concluyentes para situarnos, no sólo en la estructura amorosa de la mujer, sino en una de sus particularidades, la erotomanía.   

Nuestra protagonista, insisto, sin nombre, desearía ser la princesa de un cuento de hadas, pues a quien primero elige es a un príncipe, pero con una característica fundamental, y es que las frases dejan ver a las claras que el príncipe es un modelo ideal previo que trasciende toda imagen, cualquier aspecto relacionado con el yo del partener amoroso. Al respecto, explícito resulta el texto cuando dice: “Te he buscado... No a ti, sino al príncipe que tú eres”. En otras palabras, el Otro que estaría destinado a colmarla en el amor es un lugar vacío, no existe realmente, es un producto de su fantasía, y el imaginario que viene a llenar ese vacío, en este caso Max, es un otro precario que, lógicamente, nunca da la talla del ideal. Y la locura pone este mecanismo estructural a la luz, señalando el deseo de la mujer fundado en el amor, mientras que el del hombre, como veremos, no pasa por el amor sino por el goce.  

El rechazo por el aspecto imaginario se acrecienta todavía más en el contraste que establece nuestra protagonista entre, por un lado, la descripción que realiza del grupo aislado, al parecer en una grada de un estadio, con los valores mediocres por los que ellos se movilizan, y por otro realzando el valor de la palabra en el amor. Palabra y amor son los escenarios inseparables en los que compromete su vida nuestra protagonista. Insisto, toda la primera parte del relato nos ofrece un desmontaje contundente de lo imaginario. ¿Qué otra cosa podríamos pensar cuando nos habla, por ejemplo, del movimiento de la vida, como si un ángel la follara? Un ángel es una buena metáfora para dar cuenta de ese Otro que no existe para una mujer en relación al amor, pero alrededor del que realiza un esfuerzo supremo para hacerlo existir, eso sí, comprobando a cada paso que ninguna imagen sostenida por un hombre, en este caso Max, puede alcanzar: “El encontrarte carece de importancia

Otra frase categórica que abunda en la creación del escenario amoroso a partir de ese Otro que no existe es la siguiente: “Siento la inquietud de la princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe”. En ella se condensa todo lo que estamos planteando. Ella es la mujer, sí, pero “princesa”. El Otro que no existe aparece en: “contempla el marco vacío”. Y allí, en ese vacío, debería advenir algo, vamos a decir, idealizado: “la sonrisa del príncipe”. Toda una estructura en tres pequeños pasos de la fantasía femenina.

Como dije al comienzo, es imposible separarse, ni un solo momento, de las frases del relato: “Siempre te soy fiel”. Se acopla perfectamente al carácter erotomaníaco de este tipo de elección amorosa. Pero hay que tener en cuenta que la fidelidad es a muerte, pero siempre al príncipe, no al que lo encarna. Ese, en realidad, puede ser sustituido en cualquier momento. Es fiel, podemos decir, a la estructura.

El príncipe, por tanto, es el Otro que no existe siempre. En este sentido, podríamos pensar la cuestión como una vertiente de la soledad inconmovible, estructural, de una mujer: “Un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años”, “Príncipe de la máquina del tiempo”. Es claro que el espacio vacío trasciende a la contingencia del encuentro. Lo supera. Es una maquinaria que no se detiene ni con la presencia imaginaria que, eventualmente, viene a rellenar ese vacío. “Traerte aquí, a mi más pura soledad”. Es decir, convivir con la soledad de un espacio vacío, eternamente vacío, aunque, de forma contingente, ese vacío sea llenado por la imagen de un Max cualquiera.

Es a partir de dejar clara esa estructura, cuando se adentra en la contingencia del encuentro eventual, un encuentro siempre abocado al fracaso, entre un hombre y una mujer. De forma metafórica aparece un túnel y ellos partiendo de los extremos opuestos y de sus respectivas soledades. Es aquí donde sus palabras muestran también la estructura de la vida amorosa del hombre, bien diferente de la de la mujer. Ella hace una enumeración de los objetos que Max desea y de los que rechaza. Se trata de objetos fetiches y de la moral que sostiene su mundo. Como digo, está apuntando directamente a la estructura psíquica en la que se sostiene el hombre en contraposición a lo que ya vamos viendo de la mujer. Ahí es interesante la exclusión, lo que no le gusta, pero con una particularidad importante, y es que señala al goce, en el sentido de que el goce que no es propio queda excluido, lo cual nos llevaría a desviarnos hacia la misma problemática de la exclusión, de la segregación.

Frase genial: “Tú lo primero que me tocarás será el culo, pero eso también es parte de tu deseo de conocer mi rostro”. Señala perfectamente como el hombre, en la relación amorosa, no atiende a la totalidad del cuerpo, sino a partes del mismo. Tanto esta frase como la enumeración anterior de objetos y de moral y orden, nos informa acerca del carácter fetichista del objeto en el hombre. Si la mujer está ante un espacio vacío que trata de llenar en la erotomanía con la palabra de un príncipe, el hombre llena su falta con objetos que tienen el valor de fetiche en tanto ocultan la falta. Son dos modos diferentes de enfrentarse a la falta. O dicho de otro modo, la forma de escapar a la soledad estructural. Por eso es perfecta la metáfora del túnel, del agujero, de la falta a la que se enfrentan los dos, pero como vemos, partiendo de extremos opuestos y sólo con la posibilidad de ver la silueta del otro, pero jamás la esencia de su ser.

Y nos adentramos en el terreno de la palabra. En el encuentro, la mujer sólo contempla la posibilidad de la palabra como fin último: “Y entonces tú y yo podremos volver a hablar... pero hasta entonces deberemos revolcarnos”. La mujer sólo admite la vía de la palabra para que un hombre toque su ser. Como si para ella la sexualidad fuese un simple medio para conseguir del Otro esa palabra que la toque en lo más íntimo de sus entrañas. Pero nuestra protagonista señala, con toda claridad, que no encuentra respuestas. En este sentido, es magnífica la metáfora del mar vacío como imposibilidad, un mar vacío propiciado por el goce del hombre en el amor. Es el desierto después del goce. El hombre, desde el goce, solo puede dar noticias de derrota en la relación sexual con la mujer. El hombre como atleta del sexo, lo es de una maratón que no tiene noticias de victorias sino de derrotas. Él es el príncipe sordo. Podríamos pensar que ante el deseo de la mujer, un deseo absoluto e imperativo, el hombre retrocede pues su estructura de goce no da para encarnar una auténtica palabra.  

Miguel Alonso

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