viernes, 13 de octubre de 2017

Tertulia 82. Un secreto, de Philippe Grimbert. Comentario de Rosa López

Esta historia comienza con una paradoja y un malentendido: “Aun siendo hijo único, durante largo tiempo he tenido un hermano

Se trata de una suerte de oxímoron que se esclarece inmediatamente mediante el sentido común al cobrar el término “hermano” un carácter puramente imaginario. Esto es algo bastante corriente que los niños inventen un amigo o un hermano que les acompaña continuamente, con el que hablan y se pelean, sin que esto tenga un carácter de locura alucinatoria. Por el contrario, cumple la función de establecer una pareja imaginaria que representa a la vez al rival y al ideal. En el protagonista de esta historia se ve claramente ambas cosas, el hermano imaginado es un yo ideal que compensa del sentimiento de empequeñecimiento del propio yo y a la vez es el rival con el que se pelea cada noche.

Ahora bien, lo extraordinario de esta narración biográfica es que no se trata de un hermano imaginario sino de un hermano real. Y digo real en el sentido común del término y también en el sentido lacaniano. El hermano imaginado existió en la realidad de los hechos y al mismo tiempo tiene un estatuto real en tanto es lo no dicho, un agujero en la significación familiar y algo que retorna siempre al mismo lugar.

Ese agujero está completamente tapado, obturado. En el plano de las palabras por el secreto (lo que no se dice) y en el de las imágenes por esos cuerpos tallados atléticamente a los que parece no faltarles nada. ¿Dónde está, entonces, el agujero? En el propio cuerpo del niño que actúa como narrador. En asa depresión en el centro de su ser, el hueco en el pecho. Algo que tiene que ver con la manera en que este sujeto fue concebido por el deseo culpable de sus progenitores y la carga que eso supone.  

En cuanto a ese deseo de los padres que hizo tanto daño no podemos juzgarlo sin recordar lo que Freud descubrió y es el hecho de el deseo inconsciente es indestructible, excéntrico, inconveniente, inoportuno en ocasiones (el flechazo se produjo en el momento mismo de la boda), pero con una potencia inexorable. Veamos cómo lo vive Tania. Dice en la página 101: Por primera vez experimenta una atracción en la que no entran en juego ni la estima ni el cariño”.

¿Qué es, entonces, lo que se pone en juego?: visiones concretas, el contraste entre el bronceado del cuello y la blancura de la camisa, la línea de sus hombros o las venas salientes de sus antebrazos. Es a esto lo que los psicoanalistas llamamos el objeto causa del deseo, esos pequeños detalles que provocan una pasión desconocida  “una tensión extenuante" que cambia al sujeto. Eso lo vemos en Tania, quien a partir de ese encuentro deja de dibujar figurines vaporosos e ideales, para tomar posesión a través del dibujo de ese cuerpo rotundo de Maxime, y entonces: descubre que posee un estilo, un vigor en el trazo que hasta entonces ignoraba”.

Tenemos una historia sobre la fuerza del deseo en medio de la pulsión de muerte generalizada (la segunda guerra mundial). Es algo extraordinario ver como esto es muy común, la intrincación entre Eros y Tánatos hace que en medio de la muerte subsista el deseo, el amor, la procreación, pero la potencia de Tánatos puede ser más fuerte y  producir consecuencias trágicas.

¿Cómo juzgar el silencio que cayó sobre Hannan y Simone? La novela nos dice que se puede callar por temor, pero que también se puede callar por amor.

Hubo cosas que fueron calladas por amor (el acto suicida de Hannan) hubo otras que se mantuvieron en secreto por temor, Máxime y Tania taparon el desgarro mediante un tratamiento de su propio cuerpo que les llevó al nivel de la perfección, de la completud, a dibujar la figura ideal como reverso de sus orígenes no arios. La castración que quiere evitarse les retorna en ese hijo que es enclenque y malformado. Solo cuando empieza aparecer la falta en los padres, “las grietas que habían aparecido en su perfección" el hijo empieza a fortalecerse y sus huecos se rellenaban. Es de una lógica implacable.
La verdad os hará libres, podríamos decir. Es esto lo que le ocurre al protagonista cuando Louise, con gran acierto, desvela el secreto.

El acto suicida y, en cierto modo, filicida de Hannan nos recuerda a Medea que en su venganza por la infidelidad de Japón llega a destruir a sus propios hijos, aunque ella no se suicida. Parece que Medea es más fuerte que Hanna, pero en la tragedia de Eurípides también se la ve desarbolada cuando pierde al marido en manos de otra y se nos muestra en un estado lamentable: “ella yace sin comer, abandonando su cuerpo a los dolores, consumiéndose día tras día entre lágrimas, desde que se ha dado cuenta del ultraje que ha recibido de su esposo (...) y cual piedra u ola marina oye los consuelos de sus amigos”.

El acto de una “verdadera mujer” es prescindir, desprenderse de los más precioso, su hijo, su propia vida, con tal de producir el en otro un agujero que nunca podrá completarse.

Lacan dice que Jasón se olvidó que tras la madre está la mujer. Y advierte que la mano femenina que ayuda al hombre en algún momento de la vida, es la misma mano que lo puede castrar cuando el cambia de objeto de deseo. Hay algo de lo femenino que escapa a la razón fálica, por eso ante una contingencia de la vida, la exigencia femenina de la castración puede emparentarse con la locura.


Rosa López

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