lunes, 13 de noviembre de 2017

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Gustavo Dessal

El extranjero fue publicado en 1942. Veinte años más tarde, Hanna Arendt escribió Eichmann en Jerusalem. Informe sobre la banalidad del mal. A pesar de pertenecer a géneros diferentes (ficción y ensayo respectivamente), ambas obras se copertenecen, y prosiguen la investigación abierta por Kafka: indagar en la naturaleza del mal, del mal que no resulta de una acción impulsiva y desatada, del mal como manifestación de una pasión irrefrenable. No hay malvados en la obra de Kafka. Solo gente que hace su trabajo al servicio de un poder superior que permanece en la sombra y presuntamente encargado de gestionar el orden y el funcionamiento de las cosas. Eso que se llama una burocracia. Meursault no es Eichmann, sin duda. Es mucho más misterioso, pero en cierto modo lo anticipa. Es una versión torpe y más modesta que el modelo Eichmann, que fue un prototipo más avanzado de deshumanización, de pieza en la maquinaria de la muerte a escala industrial. Eichmann se declaraba obediente a órdenes que emanaban de una instancia superior, y a la que se entregaba sin oponer ninguna objeción. Meursault (apellido en cuyas letras está el verbo “meurt”, “muere”) en cambio no parece obedecer a nada ni a nadie. Pero ambos personajes se reúnen en un factor común, que al día de hoy sigue formando parte de los grandes enigmas. Me refiero al problema de la causa. No hay nada en la personalidad de Meursault a lo que pueda atribuirse una causalidad explícita y clara que explique su crimen. Tampoco el informe de Hanna Arendt logra resolver el misterio de Eichmann. Uno de los aspectos en mi opinión más logrados en la novela de Camus es la manera en la que el fiscal argumenta su acusación y convence al jurado: las declamaciones son magníficos ejemplos de oratoria y, al mismo tiempo, resultan totalmente absurdas. Se demuestra la maldad intrínseca del acusado porque llevó a su madre a un asilo. Porque no recordaba su edad. La noche anterior a su entierro fumó y bebió café con leche. No derramó una lágrima. No quiso ver el cadáver. Al día siguiente, de vuelta en su casa, fue al cine a ver una comedia y tuvo un encuentro con una mujer. Hagamos el esfuerzo de imaginación y agrupemos en un conjunto a todos los hombres que han ingresado a su madre en un asilo, que no recordaban su edad, que el día de su muerte fumaron junto a su cadáver, bebieron café con leche, no lloraron ni quisieron ver el cuerpo y, para colmo, al día siguiente fueron al cine y se acostaron con una mujer. Ahora demos un paso más y nombremos a ese conjunto como el Conjunto de Seres Abominables. El ejercicio mental desemboca en algo incongruente.
         
Desde luego, Meursault ha cometido un crimen, ha quitado una vida, pero no es un monstruo ni un ser perverso. Fue precisamente eso lo que atrajo la atención de Hanna Arendt durante el juicio a Eichmann. Ni Camus ni Arendt utilizan estos términos, pero hay algo que tienen en común a la hora de trazar su personaje el primero, y estudiar el suyo la segunda: ninguno de los dos da muestras de gozar del crimen. Añado una observación de Lacan: no sabemos qué es estar vivo. Solo sabemos que un cuerpo vivo goza. No sabemos de qué gozan los cuerpos de Meursault y Eichmann. No sabemos, por tanto, si están vivos. No afirmo que no lo estén. Solo digo que no sabemos de qué gozan.

No voy a entrar en la cuestión psicopatológica. Podría hacerlo, tanto en la novela de Camus como en el informe de Hanna Arendt. La filósofa, como es lógico, no posee los instrumentos clínicos para analizar la presunta normalidad de Eichmann. Solo puede constatar que es alguien que no piensa. No es una persona mala ni buena. Es simplemente una persona que no es. Eichmann se parece mucho a una persona normal porque carece de rasgos patológicos ostensibles, al igual que Meursault. No hay en ellos ni odio ni pasión de ninguna clase. Ambos son, en apariencia, capaces de razonar. Pero a poco que se indague, descubrimos que se trata de un raciocinio particular. Los dos funcionan como mecanismos que están despojados de juicio. Los dos son modelos que adelantan una forma de subjetividad que puede confundirse con la normalidad. Más aún: una forma de subjetividad que puede muy bien convertirse en lo que actualmente se expresa como “the new normal”, algo así como “la nueva normalidad”. Nadie hoy repararía en el detalle de que alguien fume al lado de su madre muerta, o beba café con leche. Y no es que el fiscal se equivoque. Por el contrario, su perspicacia es extraordinaria. Es un clínico magistral, solo que debe sostener con argumentos de contenido banal el hecho de que Meursault puede pasar por una persona corriente, aunque en el fondo haya en él algo que lo distinga de la mayoría de las personas. Y debe apelar a esos argumentos porque, sin duda, no posee los datos que el lector sí tiene acerca de Meursault. El lector sí sabe que Meursault, aunque viva una existencia corriente, es al mismo tiempo alguien que está separado de la vida. Meursault vive en la pura conciencia de sí, y es desde esa conciencia como observa y procesa los datos del mundo. En el interior de esa conciencia está perfectamente resguardado de todo lo que lo rodea. No elige nada, no desea nada, y no proyecta nada. Su voluntad se reduce a aquello que es indispensable para la supervivencia. Es frugal, medido, no destaca, no tiene opiniones ni convicciones fuertes de ninguna clase. Se adapta a todo, incluso a la celda en la que será recluido. La costumbre es un elemento de orientación. Tiene un deseo sexual por Silvie, es cierto, pero ese deseo es a la vez algo insustancial. Ni siquiera podemos aferrarnos al deseo bajo la modalidad homosexual que en varios momentos se sugiere en la atmósfera de los diálogos entre el personaje y los otros protagonistas masculinos.

No es posible evitar la tentación de ahondar en la relación de Meursault con su madre. El dato fundamental es el hecho de que la única mención a lo que la unía a ella sea el siguiente: “Después del almuerzo, deambulé por el apartamento. Era cómodo cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y tuve que trasladar la mesa del comedor a mi cuarto. Vivo solo en ese cuarto, entre las sillas de enea un poco encorvadas, el armario en el que amarillea la vajilla, la mesilla y la cama de bronce. El resto está sumido en el abandono”. Presumimos que la vida exterior de Meursault no ha cambiado desde que su madre ingresó en el asilo. Sin embargo, algo fundamental cambió en la casa. Meursault se exilió a su cuarto, y el resto del territorio se convirtió en un desierto deshabitado. Desde la perspectiva del sujeto, podríamos decir que Meursault está cautivo en sí, y es al mismo tiempo ese desierto deshabitado. Meursault deshabita el mundo. Es allí un extranjero, pero uno que no puede darse cuenta de su extranjeridad, puesto que todo le resulta perfectamente comprensible. Solo en escasos momentos, en los que es espectador de su propio juicio, experimenta momentos fugaces de perplejidad. Pero rápidamente se repone y recobra el sentimiento de que todo aquello que lo rodea sigue un curso perfectamente trazado y una lógica a la que no cabe oponerse. Sólo lo veremos despertar a cierta forma de humanidad hacia el final, ese glorioso final que le da Camus al relato, en el encuentro de Meursault con el confesor. Por primera vez vemos al protagonista esgrimir un argumento. Por primera vez percibimos en él un atisbo de afecto, de pasión, de energía, con la que se opone vivamente a toda reconciliación con la idea de Dios. Es el único momento en el que defiende con ardor una idea, una convicción, una toma de partido. No a Dios. No quiere ser rescatado, ni salvado, ni perdonado. No está dispuesto a llamar “Padre” al confesor. Meursault es el hombre que no cree en el padre.
         
En ese sentido, Camus anticipó al sujeto contemporáneo y, como corresponde a  los grandes genios, fue un auténtico visionario.
                                                                  
Gustavo Dessal

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