miércoles, 3 de enero de 2018

Texto de apertura de la Tertulia 84. La Náusea, de Jean Paul Sartre. Comentario de Luis Seguí


Antoine Roquentin está poseído por la Náusea. Él mismo lo dice en las primeras páginas del diario que se ha decidido a llevar: estaba en un café, se dejó caer en el asiento y “veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee”. La Náusea que posee a Antoine Roquentin no se asimila –a pesar de que en su diario alude a las ganas de vomitar que le sobreviene en ocasiones— a la que padecen las mujeres durante el embarazo. La Náusea de Antoine Roquentin es un mal metafísico, una manifestación de lo que Lacan llamó “el dolor de existir”.

¿Quién es este personaje torturado, que después de recorrer mundo desechó la posibilidad de vivir en París para instalarse en la ciudad de Bouville, un próspero puerto comercial del norte de Francia? Él mismo explica que lo hizo porque Bouville tiene una biblioteca municipal en la que está depositada la más importante documentación que registra la vida de un oscuro personaje, el marqués de Rollebon, un aventurero que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, y que murió en prisión después de perder los favores reales; historiador, Antoine Roquentin acude a esa biblioteca para documentarse acerca de esa especie de alter ego al que finalmente abandona, huérfano ya de interés por él, como por cualquier cosa en este mundo. “El señor de Rollebon era mi socio –escribe- él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir mi ser”.

Jean-Paul Sartre escribió La Náusea en 1938, cinco años antes de la aparición de El ser y la nada, y cuatro antes de que su contemporáneo y “némesis político e ideológico”, Albert Camus, publicase El extranjero. Es decir que, casi diez años antes de que el existencialismo cobrara carta de ciudadanía como corriente filosófica –con las derivadas políticas conocidas— Sartre sentó en La Náusea sus coordenadas fundamentales: el rechazo al dualismo entre apariencia y realidad, al sostener que la cosa es la totalidad de sus apariencias; la conciencia pre reflexiva consiste en percatarnos de algo, en tener conciencia de algo, y la conciencia reflexiva surge cuando me doy cuenta de que me estoy percatando de algo; si se resta a la cosa lo que es debido a la conciencia, lo que constituye su esencia, lo que queda en la cosa es el ser-en-sí; el para sí, separado del ser, es radicalmente libre, y en este sentido el hombre es quien se hace a sí mismo.

Escribe Sartre: “considerado en sí mismo, al margen de las cosas de las que me ocupo, yo no soy nada; en este sentido, la conciencia me arroja una y otra vez sobre el mundo, condenándome a una diáspora o falta de identidad irremediable. Ahora bien, eso mismo es lo que me hace libre, pues me obliga a elegir en cada situación qué quiero ser y en qué mundo quiero estar. Mi existencia es mi responsabilidad. No obstante, la posibilidad de realizarme, de ser definitivamente lo que decido ser, supondría paradójicamente el fin de lo que soy, la cancelación de mi libertad, la anulación de mi conciencia. Por eso, la existencia humana es en el fondo una pasión absurda, colmada solo en la medida en que, ante los ojos de los otros, sí llego a ser definitivamente esto o aquello: un ente con esencia, una cosa”.

A pesar de representar, junto a Heidegger, la corriente atea del existencialismo, hay en el pensamiento sartreano –aunque sea tangencialmente- una cierta relación con el existencialismo cristiano de Kierkegaard, para quien la existencia se revela como un misterio, una cifra cuyo sentido debe ser comprendido en una búsqueda sin fin, o bien cuyo fin es Dios. Para Kierkegaard  la existencia, el hecho de que una cosa exista o no, no tiene razón de ser. Se trata de algo injustificable, inconcebible, y que, como tal, desafía la correspondencia entre la realidad y la razón, desafía el principio fundamental de todos los sistemas filosóficos, de que todo lo que es tiene una razón de ser. En el caso de los seres humanos, de los individuos concretos y existentes, la conciencia de esta situación, de este ser sin razón, provoca el sentimiento esencial de la existencia: la angustia. La angustia se convierte así en el motor de la vida humana, lo que impulsa a los individuos a decidir sobre el sentido de su vida y les descubre el poder de su decisión.

Antoine Roquentin está poseído por la Náusea, pero también por un sentimiento constante de angustia, que como enseñó Lacan es el único sentimiento que no engaña, y que confronta al personaje a la evidencia –y él mismo lo expresa en palabras- de que está muerto para la pasión y que la existencia misma carece de todo sentido. La existencia, escribe, es una imperfección. Él, simplemente vive, tiene un cuerpo que por momentos duda de que sea el suyo en relación a los objetos que le rodean, y que toca, como si los movimientos fueran autónomos. Es un sujeto completamente incapacitado para establecer un lazo social, que se relaciona puntualmente con la tabernera, que le permite ocasionalmente un desahogo sexual, y con el Autodidacto, su compañero de fatigas bibliotecarias, con cuyas convicciones humanistas Antoine no tiene nada que ver y al que finalmente deja caer en la humillación y la ignominia, pudiendo evitarlo. Cuando se reencuentra fugazmente en París con Anny, su antigua amante –que lo había abandonado cuatro años antes-, adopta un papel absolutamente pasivo y se recrea observándola, no sin cierto deleite sádico, para concluir que está gorda y fea.

Antoine Roquentin podría muy bien definirse como un nihilista susceptible de asumir el pesimismo radical de Schopenhauer, para quien la vida es un paso en falso, un error, un castigo y una expiación, o firmar él mismo el texto de Goethe en el que Mefistófeles afirma ser “el espíritu que siempre niega (…) pues todo lo que nace no vale más que para perecer. Por eso sería mejor que nada surgiera”.

Curiosamente, en varios pasajes de su diario Antoine se refiere a la Náusea como la cosa, lo que  remite inevitablemente a la Cosa freudiana. Dice en un momento: Hoy ya no espero nada, vuelvo a mi casa al final de un domingo vacío: la cosa está allá” (…) La cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. No es nada: la Cosa soy yo. La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo”.

E inmediatamente, antes de regresar a París, escribe en su diario: “La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la padezco, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.

¿Hay alguna leve esperanza de que en París Antoine Roquentin sepa hacer con su Náusea, hacer de ella su sinthome, vivir, y no solo existir?

Luis Seguí


Addenda

Notas para la conversación:

Sartre rechazó durante décadas la noción de lo inconsciente argumentando que lo inconsciente era un criterio característico del irracionalismo alemán. Opuso a la teoría de Freud lo que definía como psicoanálisis existencial, una versión pretendidamente racionalista del psicoanálisis basado en la autocrítica del propio sujeto tendente a eliminar lo que Sartre llamaba “mala fe”, que consistía en un autoengaño por el que el sujeto pretendía tranquilizarse a sí mismo.

En su opinión, “un ser humano adulto no puede ni debe estar defendiendo sus defectos en hechos ocurridos durante su infancia, eso es mala fe y falta de madurez”.

La tarea del psicoanálisis existencial es hacer ver que solo un análisis y dialéctica concreta de los proyectos puede descifrar los comportamientos empíricos del hombre, concebido como una totalidad, y por lo tanto como una realidad en la cual cada uno de sus actos (no solo la muerte o ciertas situaciones límite) es cifra de su ser.

En el curso de este psicoanálisis existencial se hace patente la estructura de la elección propia del ser humano y el hecho de que cada realidad humana sea a la vez “proyecto de metamorfosear su propio Para-sí en un En-sí-para-sí, y proyecto de apropiación del mundo como totalidad de ser-en-sí bajo las especies de una cualidad fundamental”.

Sartre concebía la existencia humana como existencia consciente; el ser del hombre se distingue del ser de la cosa precisamente porque es consciente. La existencia humana es un fenómeno subjetivo, en cuanto es conciencia del mundo y conciencia de sí.

Si para Heidegger el Dasein es un ser-ahí, arrojado al mundo como ser para la muerte, para Sartre el hombre, en cuanto ser-para-sí es un proyecto, un ser que debe hacerse.

En El existencialismo es un humanismo (1945-1949) escribe: “El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo”.

Paradójicamente, en la polémica que sostiene Roquentin con el Autodidacto, en el que este se muestra como un humanista, Sartre –por boca de Antoine- está más próximo a lo que sería la posición de Freud: el psicoanálisis no es un humanismo, en la medida en que en el humanismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Freud se sitúa en una tradición realista y trágica, lo que explica que su lucidez nos permite hoy comprender y leer a los trágicos griegos (Lacan, Seminario 3, Las psicosis).

(De ahí que Freud rechace el axioma “amar al prójimo como a uno mismo”).    

Sobre el bien y el mal, rechazaba el maniqueísmo. Sostenía que una moral verdadera es una totalidad concreta que realiza la síntesis del bien y el mal: el bien sin mal es el ser parmenídeo, esto es, la muerte; el mal sin bien es el no ser puro (Parménides rechazaba que el conocimiento provenga de la experiencia sensible, que es cambiante).

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