sábado, 20 de abril de 2019

Tertulia 93. A&P, de John Updike. Comentario de Miguel Alonso


Narrado en primera persona, el relato ofrece una visión detallista de un personaje maravilloso, Sammy, sobre un pequeño trozo de mundo concentrado en un supermercado A&P. El detalle alcanza al extremo de que sería fácil deslizarse, en la lectura, hacia una visión realista del relato, pues allí encontramos una descripción escénica, conversaciones con los clientes, marcas de mercancías, cobros en la caja, etc., etc. Pero esa misma precisión nos rescata de cualquier aproximación realista cuando, en primer lugar, las descripciones alcanzan el cuerpo de las mujeres, en especial el de “la reina”, y en segundo lugar hay un sujeto implicado en ellas. Los rostros de las chicas, los rizos del pelo, las lunas blancas del culo, el vientre blanco, la quemadura de sol debajo de los ojos, las costuras del sujetador, el tirante caído, etc., etc., son traídos a escena por Sammy con una delicadeza y sensualidad tan sublime que, indefectiblemente, nos conducen a un terreno más humano que el realismo: el deseo. Por otro lado, hay una vertiente ética del relato: se trata de una reflexión sobre moral sobre el mismo sistema capitalista y la incidencia que esa moral tiene sobre los sujetos.    

Hay que pensar que leemos desde la visión de un hombre. Esto es importante en tanto señala una vertiente del deseo, la masculina. Además, siguiendo en  el campo del deseo, se trata de un hombre que es mirado por el cuerpo de una mujer, o de varias mujeres. ¿Por qué digo mirado? Porque una mujer en biquini, una reina en biquini, en un supermercado de un pueblo apartado, es como una mancha situada en la pared blanca acabada de pintar, mancha que a Sammy lo hipnotiza de manera que no puede desviar los ojos de ellas. Como bien dice el gerente, aunque desde un lugar moralista, en la playa no es lo mismo, incluso el sol ciega, pero en un supermercado aislado del mundo, una mujer en bikini es otra cosa, algo que perturba. 

En contraste con Sammy, tocado por el deseo, y el gerente, tocado también en el deseo pero priorizando la represión de la moral, lo que el narrador llama borregos, ni siquiera miran. Lo cual nos lleva a una reflexión, y es que en uno de los templos del capitalismo, el supermercado, comprobamos como el genio capitalista es capaz de desviar el deseo vivo hacia los objetos de consumo, lo cual sugiere que más apropiado sería hablar de un deseo muerto.

Por tanto, más allá de concebir el relato dentro de una literatura realista, lo que se pone en juego en A&P, tengo la impresión, son diversas cuestiones. En primer lugar, el deseo de un hombre en relación a la mujer. En segundo lugar nos encontramos con el enigma: la pregunta de qué es una mujer para un hombre. En tercer lugar, el relato sitúa la vertiente ética relativa a la cuestión de cómo la sociedad capitalista, reducida aquí al establecimiento A&P, lleva a los seres humanos al abandono del deseo en favor de la satisfacción inmediata, es decir, el goce del objeto de consumo. Y por último, no podemos obviar la cuestión del héroe ético, personificada en Sammy, un héroe que va a presentarse como símbolo de los restos humanos que el capitalismo desprecia. Estos serían, para mí, los temas principales por los que transita el relato de John Updike.

Respecto a los detalles que la mirada de Sammy sitúa en el cuerpo de las tres mujeres, pero más concretamente sobre “la reina”, diríamos que estos detalles marcan todo el relato en tanto ofrecen lo que es esencial en el deseo de un hombre. Es un deseo que no ve a la mujer como un cuerpo unitario, sino que se recrea en trozos del cuerpo como si fueran joyas, como si fueran perlas, vamos a decir más propiamente, delicados fetiches; el cuello, el culo, blancuras de la piel, costuras de una prenda: “... un bañador de un color rosa sucio... y lo que más me llamó la atención, con los tirantes caídos... se veía un cerco brillante... / “Cuánto más largo tuviese el cuello, más de ella podía tener”. Y cómo lo remata Sammy pensando en la gloria: “Era algo más que hermoso”.

Eso en cuanto al cuerpo. Pero hay una cuestión que ya se explicita en la primera página, y es el enigma de lo femenino para el hombre: “Uno nunca sabe con certeza cómo funciona la cabeza de las mujeres”. Y nos dirige a nosotros, como lectores, una pregunta que encierra entre paréntesis: “¿Crees de verdad que lo que hay dentro es una mente o es sólo un leve zumbido de abeja en un tarro de cristal?”. No creo que haya que tomar esta frase como desprecio hacia la mujer, sino todo lo contrario. Es claro que Sammy es capaz de darse cuenta que en la mujer hay algo que no puede alcanzar a comprender. Pero además, el zumbido en este caso es el de “la reina”, alguien que precisa la atención de todo un enjambre, lo cual sugiere un enigma encerrado en un cuerpo delicado, de cristal, hasta diría bello, por la sutileza que emplea en toda la descripción.

Salta a la vista la pregunta: ¿Qué es ser una mujer? Si nos fijamos bien, la pregunta es tanto para Sammy como para ellas. Sammy no hace un conjunto cerrado respecto a las tres mujeres, sino que trata de una en una el cuerpo de las tres. Insisto, como si cada una fuese un enigma en sí mismo y para sí mismo. Lo cual se ve acentuado en la actuación de ellas. De esa actuación deducimos que también son un enigma para sí mismas. Porque las otras dos miran a la reina como si ella representase lo que es ser mujer, cómo tiene que comportarse una mujer para serlo. La reina es la que ya sabe cómo ser mujer para despertar el deseo en un hombre. Las otras, diríamos, están aprendiendo a ser mujer desde ella: “Ella era la reina. En cierto modo conducía a las otras dos, que echaban miraditas alrededor y se encorvaban. Ella no miraba alrededor, la reina no, se limitaba a andar en línea recta y despacio sobre esas piernas largas y blancas de prima donna”. Y este hecho, es decir, que la reina es aquélla que muestra a las otras cómo ser mujer, lo  podemos ver en la siguiente cita: “... pero sabes que ella ha convencido a las otras dos para que entrasen aquí con ella y ahora les estaba demostrando cómo se camina lentamente y con el cuerpo erguido”. Es la mascarada de “la reina”, hecha, no de pinturas baratas, sino de sutiles dibujos con sus claros y sombras realizados en conjunto por el sol y por las prendas de vestir.

No parece baladí la referencia a “los borregos” transitando en una misma dirección y a las chicas en contra. Pareciera una escena que simboliza dos direcciones dentro del mundo capitalista, reducido aquí a un supermercado. Una es la dirección del deseo, que acabamos de ver, otra es la dirección del goce. Ahí llama poderosamente la atención un hecho. Y es que el sistema capitalista fomenta el goce inmediato de los objetos de consumo antes que el mismo deseo.  

Los borregos sepultan la dialéctica del deseo entre hombre y mujer, y la sustituyen por las marcas comerciales. Son cuerpos cuya viveza no les dice nada. Apartan la mirada de ellos. Sammy sugiere un borramiento del deseo haciendo desaparecer a la mujer con la metáfora de la explosión. Dice al respecto: “Apuesto a que podrías volar con dinamita un A&P y la gente seguiría alargando el brazo, tachando los copos de avena de sus listas...”. Es el goce, la adicción a los objetos de consumo. Es el vicio. Es la inmediatez del goce sin tener que pasar por la complicada dialéctica en la que nos introduce el deseo, donde nunca está garantizada la consecución. Eso lo vemos en que el pobre Sammy, pese a su deseo encendido y a su épica, se queda compuesto y sin reina.  

Sammy pone de relieve cómo el mercado ofrece productos y productos de consumo para que uno no se ocupe de ese deseo, siempre problemático, que no garantiza el encuentro con el otro sexo. El mercado lo da todo para que ese encuentro se produzca y se sacie cualquier apetito: endivias, espárragos, o lo que quieras. Esa es la verdadera relación sexual del capitalismo.

Los supermercados como A&P, levantados por las multinacionales, son los templos que desempeñan hoy el papel que en otro tiempo desempeñaba la iglesia y la religión. Ellos son los que velan lo real del sexo y de la muerte. En los templos del capitalismo, el deseo sexual sin garantías de realizar el encuentro, a caballo de la metonimia, se sublima en los productos de consumo. En el mundo de hoy no resulta extraño que a los hombres los seduzca más el objeto de consumo que una mujer en biquini. Y esa seducción puede ir hasta la misma muerte. Sammy lo ejemplifica perfectamente en su frase: “Veamos, había una tercera cosa, empezaba por E, espárragos, no, ah, ya, endivias” o cualquier otra cosa por el estilo. Esto sí las hacía sacudirse”. El objeto de consumo tan a mano, inmediato, supuestamente saciante, ofrecido para colmar un placer que en el deseo sexual no está garantizado. Es la política y la ética del mercado.

Pero, en efecto, el precio de la redención es alto. Uno lo paga con algo parecido a la misma muerte. Podríamos pensar que el borrego del consumo es el síntoma de una universalización ya instalada en el mundo del mercado capitalista. Digamos que en el templo religioso A&P del mercado, donde los objetos de consumo (el paquete de galleta HiHo, los espárragos, las endivias, etc., etc.), todo a mano, sustituyen a los santos viejos. Ahí ya no hay pregunta por la feminidad, eso tan enigmático que perturba a lo humano. Esa pregunta sólo se la puede hacer algún héroe solitario y loco como Sammy. Y si esa pregunta surge, y además por la vía de la tentación del deseo, ya están los agentes como Lengel para restablecer las leyes del goce universal. Lo que no entre en ese marco, por ejemplo lo femenino tentador y enigmático, tiene su nominación peyorativa esperándolo.  
                                         
En el final de la salvación que ofrece la iglesia de nuestro tiempo, el mercado, ya no está Dios. No sabemos a quién representan los objetos con los que se comulga. Es en esa comunión con el objeto donde se propone alcanzar la auténtica relación sexual,  el goce absoluto, ese goce que finalmente se le escapa a Sammy en la perfecta representación de que el deseo nunca garantiza el goce.   
                                                                                                      
Sammy está solo en el mundo universalizado por el mercado. Su soledad final es la basura que el capitalismo desprecia en todas las disciplinas que quisieran que el mundo siguiese siendo humano, es decir, sustentado en un deseo que implica la dialéctica con el Otro. Sammy es un héroe ético podríamos decir, en tanto sustenta su deseo en la pregunta fundamental para un hombre: qué es una mujer. Pero no es un héroe clásico reconocido por todos en su lucha contra el mal. Sammy es un héroe anónimo en un mundo donde el mal triunfa, y el héroe pasa a ser un resto, insisto, una basura.  

A este final hay que añadir algo más. La escena final, done el gerente se pone en la caja sustituyendo a Sammy, es también significativa. Viene a ilustrar el mecanismo continuo, la rueda capitalista que no puede pararse en su movimiento infinito. En el capitalismo no hay lugar para la herida, para la crisis. La herida es taponada de inmediato con más movimiento y con la interminable circulación de los objetos. La maquinaria del goce lo requiere. Y así, supongo, hasta la muerte.

Miguel Alonso  

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