domingo, 23 de noviembre de 2008

Preguntas sobre lectura y escritura a través del personaje de Tarzán; un trabajo de Lázaro Covadlo

El autodidacta de la selva


Tarzán, el personaje creado por Edgar Rice Burroughs pronto hará un siglo (1912), ya no está tan vigente en la imaginación de las multitudes afectas al cine y la literatura de evasión, pero fue un importante referente durante la pubertad y primera juventud de muchas personas. Todavía continúa siéndolo. Nunca comprendí la razón por la que esta saga fantástica se excluya del canon académico, sobre todo cuando instaura un nuevo mito, un mito moderno, comparable en elementos simbólicos a los que refieren la historia de Rómulo y Remo, en la que de algún modo reincide Kipling al cabo de dos milenios y pico con su Libro de la selva. Desde luego, para los chavales criados en ciudades cuadriculadas, el entorno de una selva tropical sin duda representa la figuración de la libertad y el paraíso, pero la cosa va más allá, mucho más allá, porque los hallazgos formales que conforman la novela de Burroughs rompen con la lógica convencional y las más trilladas concepciones epistemológicas, más que nada en el campo de la semiótica. Creo que esto ha sido posible porque, casi de seguro, Burrroughs —por suerte— no tenía idea de semiótica, y menos de epistemología (sí la tenía de mitología, durante la temporada que asistió a la Harvard School de Chicago se interesó por el mundo clásico de Grecia y Roma). Para explicarme debo hacer hincapié en el punto en que Tarzán inicia su proceso de culturización por cuenta propia.

Quienes hayan leído la novela recordarán que el niño nace en un remoto rincón de la costa africana, hijo de padres aristócratas que fueron abandonados allí por una marinería amotinada. El padre de Tarzán construye una cabaña entre la selva y el mar mientras su pobre esposa se vuelve loca al mismo tiempo que pare el niño e, inoportunamente, muere. El pobre John Clayton (el padre) está desesperado, y así lo consigna en su cuaderno de náufrago: “¿Quién amamantará al niño? ¿Cómo sobrevivirá?” Tan concentrado se halla en su desolación que no advierte la entrada en la cabaña de unos primates ominosos a los que Burroughs clasifica como los mangani, una mezcla de gorilas, chimpancés, orangutanes y quién sabe qué más. Una quimera antropoidal, vamos. Pues bien, resulta que el jefe de estos manganis es un bravucón que se carga a Lord Greystoke y seguidamente pretende hacer lo mismo con el hijo. Se lo impide Kala, la hembra del matón, que acaba de perder a su retoño y sigue latiendo en ella el instinto maternal. Así pues, la buena Kala amamanta el descendiente de los difuntos Clayton y le pone nombre en idioma mangani: se llamará Tarzán, esto es mono lampiño, o mono blanco. Sucede que estos simios tienen su propio idioma para nombrar las cosas del mundo, un idioma en el que no faltan los sustantivos, de tal modo, el león es “numa”, la leona “sabor” y el elefante “tantor”. Hay muchas más palabras, ya que la lengua mangani posee un extenso léxico oral; también una sintaxis rudimentaria, que no tardará en aprender el avispadísimo Tarzán. Ahora bien, aquí, en esta imaginaria zoosemiótica, es donde yo encuentro el primer hallazgo literario de Burroughs, quien pergeña una elemental lexicografía simiesca y la pone al servicio de su historia.

Pero, lo anterior es lo de menos comparado con el expediente que utiliza el autor para hacer que su personaje, que nunca había hablado más que con los monos de la tribu, a partir de su tercera o cuarta visita a la cabaña paterna se las ingenie para adueñarse de multitud de términos del vocabulario humano (en este caso la lengua inglesa), y aprenda a combinarlos y dar sentido a las palabras compuestas por esas hileras de bichitos, de cuyo nombre Tarzán también se informa: son las letras; así es como se llaman esos bichitos: letras. Habiéndole dado ya significación a las palabras sueltas y pudiéndolas asociar a objetos, acciones, fenómenos naturales y estados de ánimo, el buen salvaje pasa a conocer el valor de las frases compuestas por estos morfemas y, finalmente, el de oraciones enteras. En este punto Tarzán ya sabe leer en inglés y también escribirlo (en la cabaña encuentra lápices y papel), aunque no hablarlo. Y es que, al haber aprendido sólo los grafismos del idioma, pero no habiéndolo oído hablar jamás, su memoria auditiva y su aparato de fonación nada saben sobre el modo de expresarlo por vía oral. Ahora bien, ¿cómo pudo Tarzán haber aprendido el idioma por escrito, prescindiendo de la representación sónica y verbal? Pues, gracias a la representación visual, ya que aquí es donde Burroughs sale del paso mediante el recurso de colocar en la cabaña numerosos libros ilustrados, que previamente se habrían hallado allí. Eventualmente, el joven Tarzán ha podido asociar las ilustraciones a las filas de bichitos, de tal modo, al ver la figura de un árbol debajo de la cual aparece una hilera compuesta por cuatro bichitos: “t-r-e-e”, Tarzán ya supo de qué se trataba. A continuación quizá tomó un lápiz, dibujó la palabra tree y, encima de la misma, dibujó un árbol, igual que en el libro. Más adelante, al ver la ilustración de un león acompañado del epígrafe “lion”, el hombre mono supo que así es como se escribe numa “león” en idioma mangani. De la misma manera tantor es el elephant, y así siguiendo.

Cuando leí Tarzán de los monos, a mis diez u once años, me pregunté muchas veces si ese tipo de milagro sería posible. En capítulos posteriores de la misma novela se produce el encuentro de Tarzán con representantes de la civilización occidental, que es cuando conoce a Jane Porter, su futura mujer, y todo lo que sigue. Obviamente, a falta de un código compartido no logran entenderse, y no caen en cuenta de que podrían utilizar la escritura, común a ambos. Lo que sin duda comienza a funcionar entre ellos es el lenguaje que podríamos llamar “químico”, tal vez se trata de la mutua percepción de feromonas; tal vez se huelen mutuamente las grandes dosis de estrógeno y testosterona que ambos debían de emitir, ya que se trata de animales jóvenes. De todos modos eso no figura en el texto, es apenas una licencia del autor de estas líneas.

Ahora bien, ya que estamos en el terreno de lo fantástico, sigamos tirando del hilo y preguntémonos cómo sería la comunicación entre unos hipotéticos seres de inteligencia humana, pero faltos de aparato de fonación. Atención, no me refiero a mudos o sordomudos comunes, porque éstos de cualquier modo se han educado entre fonohablantes. Lo que propongo es una civilización en la que nunca ha existido el habla basada en la fonación y la audición. Recapitulemos: siempre hemos dado por sabido que el habla precede a la lectura y los fonemas a su representación gráfica. Pero, ¿si fueran posibles una escritura y una lectura independizadas de la voz? En este caso deberíamos olvidarnos de las vocales y consonantes y el alfabeto no tendría sentido porque la percepción visual de la información seguramente requeriría una escritura sustentada en glifos, ideogramas y, en última instancia, logogramas.

Pero, esto ya ha existido, se dirá. Claro, pero los signos en todos los casos han tenido una previa representación verbal y auditiva. Ahora se trata de desarrollar una fantasía que sólo pretende señalar la posibilidad de una preponderancia de lo visual sobre lo auditivo. Sin embargo, no descartemos del todo lo auditivo, ya que del mismo modo se podría imaginar un lenguaje basado en ritmos y melodías. No me refiero a la música sin más: trato de figurarme un modo de transmitir información mediante ritmos sonoros. Lo hay, claro: es el que se sustenta en las pulsaciones del sistema Morse o el tam-tam africano. ¿Qué tal sería “leer” La Odisea, de Homero, desde el principio al fin, atendiendo a los puntos y rayas del sistema Morse? O, ¿cómo resultaría la “lectura” de Fenomenología de la percepción, de Merleau Ponty, gracias a los redobles del tam-tam?

Sigamos fantaseando. Ahora tratemos de imaginar la existencia de un especie muy inteligente desprovista de voz y de los sentidos de la audición y la visión, pero dotada de un prodigioso olfato y ciertas glándulas odoríferas muy potentes, mucho más potentes que las que poseen las mofetas o los ciervos y antílopes, e incluso las civetas, los castores y los ratones almizcleros. Estoy pensando en un ser capaz de emitir secreciones olorosas muy variadas, una gama incontable de aromas que van desde los más sutiles hasta los francamente nauseabundos (estos últimos serían el equivalente de las blasfemias en el lenguaje humano). Dejemos de lado la novela El perfume, de Patrick Süskind. Estoy refiriéndome a un lenguaje oloroso que no sólo provocaría sensaciones emotivas, también sería capaz de transmitir información intelectual. Siguiendo el hilo de esta fantasía, es dable imaginar que un ser de estos transmita información matemática o conceptos filosóficos a un semejante por medio de una rápida sucesión de secreciones aromáticas que el receptor internalizará mediante su olfato. Más aún, los autores literarios de esta especie plasmarán sus obras en preparados aromáticos convenientemente embotellados. Se leerá con el olfato.

¿Podrían existir otras formas de lectura aparte de las que ya conocemos? ¿Sería posible crear información o pergeñar narraciones sin recurrir a la escritura convencional y el lenguaje oral?


Lázaro Covadlo


No hay comentarios: