lunes, 23 de marzo de 2009

Fernando Pessoa: Un retorno a la subjetividad. Por Miguel Ángel Alonso

Como contrapunto a una sociedad que rechaza con furor inusitado lo subjetivo, en la que se asienta con una fortaleza casi absoluta lo imaginario, impulsada por corazones que laten al ritmo de impulsos tecnológicos, como contrapunto a una sociedad en la que se ofrece todo como alcanzable eliminado la imposibilidad y el vacío que nos habita, se nos ofrece, sugerente, un estado del alma asomado al desconocimiento: Fernando Pessoa.

Es él uno de los poetas portugueses por excelencia. Sus palabras, setenta años después de su fallecimiento, perduran vívidas soportando melancólicas pero nítidas y serenas, la marca indeleble de la verdad misma del ser humano.

La presentación de Fernando Pessoa sólo puede hacerse a través de sus heterónimos, personajes independientes, voces singulares que el poeta fue descubriendo dentro de su propio ser, diferentes incluso a la de aquél que las sintió crecer. Los nombres de los principales heterónimos son: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, y el propio Fernando Pessoa, además del semi-heterónimo Bernardo Soares, personaje de un discurrir vital más cercano al del propio poeta.

Fernando Pessoa es la morada que acoge la tristeza confortable de una existencia múltiple, el clamor de tantas voces que, sin propósito, se reúnen, dignificando su vacío, abrochando, universalizando en una obra de literatura la expresión de sensaciones y paradojas, “paz de angustia”, “sosiego hecho de resignación”, pérdida de la inconsciencia, o lo que es lo mismo, conciencia de la irremediable derrota final. Un “saber hacer” mezcla de acción y sueño, manera que tiene su ser de habitar el lenguaje a través de la escritura.

Situándonos en el ámbito del lenguaje, quizá Fernando Pessoa no disponga propiamente de un comienzo, y en consecuencia, de una historia al estilo de la típica novela familiar, es decir, de un entorno que cumpliera la función de abrocharlo a la vida. Posiblemente eso se le sustrajo. No habiendo podido sentir en su exterior el comienzo de nada, sería entonces un poeta del inicio. Encarnó la ausencia en estado puro, el exceso estructural del deseo que partió de su vacío para perderse y renovarse en aconteceres literarios. Su yo diluido se despliega en una problemática vital: “El poeta tiene que crear el medio que lo comprenda” decía en Páginas de literatura y estética. Crear una invención para sostenerse en la vida no podría hacerse sin producir una ruptura. Se compromete con una irrespetuosidad en referencia a los modos habituales de entender la subjetividad, de habitar el ser, y de inventar el conocimiento. Ilustra una refutación de la unidad de lo imaginario como sostén del cuerpo y de la vida, yendo más allá de ello. Su heterónimo Bernardo Soares, autor del Livro do Dessasossego sabe, no la verdad, sino el carácter fantasmático de lo que la vela:

El mundo exterior existe como el actor en un palco. Pero es otra cosa”.

Fernando Pessoa, entonces, es la expresión nítida de fundamentos que son universales. Los celebrados heterónimos no son ilusiones de un loco, sino una forma de la verdad, de esa estructura subjetiva universal dividida, si acaso acallada, silenciada, velada por el saber tradicional, más no por un poeta de tan extraordinaria dimensión. Y son los heterónimos el límite en el que Pessoa sabe vivir como verdadero poeta. ¡Cuán difícil resulta sostenerse en esa frontera! Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Fernando Pessoa, viven la división de una manera radical. Lejos de anularla se esfuerzan en cultivarla mostrándonos, con toda la fuerza de la trágica belleza, una de las características primordiales de la condición del sujeto de la palabra:

Creé en mí varias personalidades, creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, después de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y no yo. Para crear, me destruí; tanto me exterioricé, dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva donde pasan varios actores representando varias piezas”.

Pequeños párrafos como éste, me parece que ilustran la armonía existente entre la singular posición de Fernando Pessoa acerca del ser y el lenguaje, y ciertas vertientes del campo analítico tomadas desde el lugar de la experiencia, también singular y particular, de un psicoanálisis. En esta pequeña y limitada escritura nutriré mi reflexión con las palabras del semi-heterónimo Bernardo Soares y del heterónimo Alberto Caeiro.

Abramos pues el Livro do Dessasossego de Bernardo Soares. En una de las primeras páginas de la edición Europa-América nos encontramos con el siguiente párrafo:

El mal todo del romanticismo es la confusión entre lo que nos es preciso y lo que deseamos. Todos nosotros precisamos de las cosas indispensables para la vida, para su conservación, para su continuación; todos nosotros deseamos una vida más perfecta, una felicidad completa, la realidad de nuestros sueños. Es humano querer lo que nos es preciso y es humano desear lo que no nos es preciso, pero es para nosotros deseable.
Lo que es dolencia es desear con igual intensidad lo que es preciso y lo que es deseable y sufrir por no ser perfecto como si se sufriese por no tener pan. El mal romántico es éste: es querer la luna como si hubiese manera de obtenerla”.
Y aunque la luna ya parece más cercana, no para los románticos, eso no elimina la esencia de este pequeño párrafo en el que se deja ver con claridad el fundamento primero de la condición humana: el deseo. El sujeto con sus necesidades satisfechas pero aún sintiéndose en falta, enfermando y sufriendo por no saber acerca de esa fuerza inconsciente que lo mueve, que lo mortifica tratando de llenar un vacío irremediable. Como él dice al final de este párrafo: no se puede comer un bollo sin perderlo.

El Livro do Dessasossego es un lugar en el que podremos a menudo detener nuestros pasos con la seguridad de que él nos ofrecerá, a los que hacemos la experiencia de un análisis, un camino de palabras familiares.

Veamos sino como desde ellas, Bernardo Soares nos presenta al sujeto imbuido en la verdad de su desconocimiento, rompiendo con ello ese mito de la emancipación del hombre moderno, para el cual, como sugería al principio, pareciera no haber obstáculos que le impidan llegar a las metas que se propone y que finalmente se constituiría en alguien transparente para sí mismo, en alguien absolutamente dueño de sus actos, es decir, en alguien idéntico a sí mismo. Encontraremos multitud de frases, a lo largo del libro que demienten la creencia de ese hombre moderno, frases como las siguientes:

Ser hombre es no comprender, vivir es ser otro; los sentimientos que más duelen…: el ansia de cosas imposibles, la saudades de lo que nunca hubo, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro…”

En definitiva: la insatisfacción de la existencia del mundo y del vacío irremediable que nos habita, la división de ser a la vez yo y otro. A esta pequeña constelación de palabras podemos ponerle el siguiente colofón:

Nadie me conoció bajo la máscara de la igualdad, ni supo nunca que era máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie supo que a mis pies estuviese siempre otro, que al final era yo. Me habían juzgado siempre idéntico a mi”.

Pensemos ahora en el recorrido de un análisis, cuando en principio uno llega con sus ideales inamovibles, con sus leyes, con sus identificaciones, etc. Más tarde o más temprano uno comienza a no sentirse dueño de sus palabras, ellas comienzan a mostrarse colocadas en los lugares más insospechados, en multitud de ocasiones permanecen escondidas, otras veces se fracturan para convocar y exigir el pronunciamiento de nuestro olvido, y acabamos aprendiendo que en realidad no somos sus amos, sino siervos del deseo que vehiculizan. Guiados por ellas, se nos ofrece la posibilidad de un trastocamiento subjetivo que nos permitirá una vez más encontrar en las siguientes palabras de Bernardo Soares la familiaridad de la que antes hablaba:

Y veo que todo cuanto tengo hecho, todo cuanto tengo pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño, de locura. Me admiro de lo que conseguí no ver. Extraño cuanto fui y veo que al final no soy. Todos mis gestos más ciertos, mis ideas más claras y mis propósitos más lógicos no fueron al final más que embriaguez nata, locura natural, gran desconocimiento”.

Ilustrativo resulta este párrafo en cuanto muestra el camino que hemos de seguir. En un análisis aprendemos a desaprender, a acercarnos a esas últimas o primeras palabras que a lo largo de nuestra vida fuimos vistiendo con más y más palabras hasta quedar atrapados en una angustia de pasos quietos. Cuánto lastre hemos de soltar para llegar a esas palabras que conforman nuestra verdad subjetiva. Llegar ahí es como entrar en la posada serena del otro heterónimo de Fernando Pessoa: Alberto Caeiro.

Lo esencial es saber ver
Saber ver sin pensar
Saber ver cuando se ve
Y no pensar cuando se ve
Ni ver cuando se piensa.
Pero eso (tristes de nosotros que traemos el alma vestida)
Eso exige un estudio profundo
Un aprendizaje de desaprender.

Desde el balcón de la mirada clara de Caeiro podemos observar como el paisaje natural, inaccesible, es creado como una concreción que pudiera parecer utópica, pero que no lo es tanto si lo pensamos como la verdad de una metáfora. Metáfora que ilustra, plácidamente, esa problemática del ser humano con la cosa a través del lenguaje. En ella podemos ver el límite, la frontera que constituyen esas últimas o primeras palabras a las que podemos llegar en un análisis, después de las cuales nos hallamos ante una dimensión Real que nos resulta inaccesible, por fuera del campo del lenguaje. Con Alberto Caeiro podemos ilustrar ese límite, punto de llegada reposado y calmo, donde las cosas se ofrecen nítidas porque derraman todo su único sentido íntimo, el cual es: “No tener sentido íntimo ninguno”.

Se siente que sobre las cosas se sitúa una irremediable palabra, pero sólo una. Ahí sí, se dibuja un horizonte posible como el lugar hacia donde concurren los caminos detumescentes que partieron de aquellos pasos quietos.

Y dicen que las piedras tienen alma
Y que los ríos tienen éxtasis bajo la luna

Pero las flores si sintiesen, no serían flores
Serían gente;
Y si las piedras tuviesen alma, serían cosas vivas, no serían
Piedras;

Y si los ríos tuviesen éxtasis bajo la luna,
Los ríos serían hombres sufrientes.

Es preciso no saber lo que son flores y piedras y ríos
Para hablar de los sentimientos de ellos.
Hablar del alma de las piedras, de las flores, de los ríos,
Es hablar de sí mismo y de sus falsos pensamientos.
Gracias a Dios que las piedras son sólo piedras,
Y que los ríos no son sino ríos,
Y que las flores son solo flores.

Por mí, escribo la prosa de mis versos
Y quedo contento,
Porque sé que comprendo la naturaleza por fuera;
Y no la comprendo por dentro
Porque la naturaleza no tiene dentro;
Si no, no era la naturaleza.

Como colofón deseo que resuene en estas páginas el valor de la ficción, ese verdadero sustento de las vidas, palabras de Jacques Lacan y de Fernando Pessoa evocando formas de la verdad. Las de Jacques Lacan:

“La verdad tiene estructura de ficción”

O las escritas por Pessoa:

El poeta es un fingidor
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que en verdad siente.

Evocar a Fernando Pessoa en el intento de mostrar una articulación de su obra con el psicoanálisis parece congruente. ¿Quién mejor que él expresó la vida como ficción literaria, que hasta construyó en sí ese drama de heterónimos, literalmente, y literariamente, para vestir con elegancia su propio cuerpo? Porque fingir –que no hay que confundir con mentir, como bien observa Ángel Crespo— fingir, en su acepción latina, es amasar, formar, componer, moldear, construir. Si Fernando Pessoa compuso versos, dramas, si amasó en ellos pasiones “que en verdad siente”, podemos tener la certeza de que en su obra literaria no hay más nada que vida –ficción y verdad confundidas, escribiendo sabiduría de incertidumbre. El fingimiento se vuelve entonces valor. La vieja y tantas veces denostada, y hasta peligrosa ficción, se revela como substrato histórico de Vida y verdad representadas de forma indiferenciada en el escenario excelso del ser poético de Pessoa, en su testimonio escrito, en su memoria construida: literatura. Escenario que se sustenta en su fidelidad al ser, a sus pasiones, a sus afectos, a su vacío, porque sin vacilación y sin temor lo muestra.

Es la hora del poniente para estas palabras, y para estos pasajes que acabamos de evocar, creados por ese estado del alma llamado Fernando Pessoa, un encuentro con la belleza trágica de una literatura sin propósito, con la metonimia de un deseo eternamente sin objeto, neblina suave que nos distancia mínimamente de las cosas, el grado cero desde el cual, inconsciente, partió el ser humano hacia su dolor.


Miguel Ángel Alonso.



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