miércoles, 18 de marzo de 2009

La puerta, de Magda Szabó. Comentario de Miguel Ángel Alonso

¿Cómo se puede acceder al ser? En este libro, las pasiones de los protagonistas parecen converger en el anhelo de tocarlo, no siempre de la buena manera, sino a través de la trasgresión, incluso de la perversión. El deseo, el amor, el insulto o la ofensa, la traición, la muerte, el sueño, convocan nuestra atención, además de lo traumático, que impone en las vidas de las dos protagonistas un antes y un después.

Los terribles excesos vitales acaecidos en la infancia de Emerenc, le hacen “emplear toda su energía en encontrar algo en el futuro que le permitiera remediar el pasado” (15). Pareciera ser un sujeto que, a partir de su infancia y adolescencia, construye su ser resguardándose del sufrimiento en una posición que, finalmente, se hace seductora para el Otro. Con los medios de que dispone, escasos, aunque notables, se vuelve activamente hermética, con el fin de prevenir el torrente de goce que amenaza sobrepasarla. Es su forma de “saber hacer” con la vida. Pero en toda su acción, en las relaciones con el otro, parece encerrarse en una defensa.

Defensa de los afectos: “No debe entregarse nunca a una pasión con toda su alma porque eso lleva antes o después, pero infaliblemente, a su perdición” (162).

Emerenc no quiere padecer más divisiones, más desengaños, y se protege en un hermetismo que le ofrece seguridad, la posibilidad de no contaminarse de nuevo con los afectos.

Su posición ambigua respecto al amor se plasma en los encuentros y los desencuentros, desplazamientos propios de la vida amorosa. La vida sentimental de Emerenc está dividida entre el amor y las decepcionantes experiencias que tuvo con la familia y con los hombres. La relación con el otro está marcada por esta ambivalencia, ella necesita encontrar en el otro algún signo que haga surgir el amor, pero a la vez se resguarda tomando una cierta distancia de ese afecto, de manera que, en gran medida, sacrifica ese amor con el fin de evitar el malestar que produce su pérdida. No sería, entonces, un amor vital ligado a la falla, a la imposibilidad, a la contingencia, a los objetos de este mundo –juega su vida a un solo destino que tiene que ver con el otro mundo, para lo cual quiere construir una morada que la cobije más allá de la vida—. Si el amor de Emerenc no puede dar lugar a la imposibilidad ni a la inconsistencia, es porque no soporta la falta de garantías que le ofrece.

Del lado de la escritora estamos ante un modelo del amor más simple, marcado por determinaciones edípicas. Para ella Emerenc es la madre con la que quisiera compartir sus secretos. En muchos momentos de la obra, Emerenc está puesta en el papel de la madre de la escritora, con la que ésta parece que no pudo compartir experiencias.

La puerta de Magda Szabó me evoca otras lecturas anteriores, Bartleby el escribiente de Herman Melville, y El perfume de Patrick Süskind. En el primero uno se preguntaba cómo era posible soportar la respuesta autista e invariable del escribiente ante la solicitud de realización de un trabajo: “preferiría no hacerlo”. También aquí uno se pregunta por qué se soporta al personaje de Emerenc como sirviente. Porque, pese a su eficiencia en el trabajo, es un personaje caprichoso, contradictorio, impertinente, que no deja de proferir exabruptos, ofensas, insultos, llegando incluso a la violencia verbal con la familia y a la física con el perro. La lectura nos permite una posible interpretación. Es aquí donde evoco El perfume. Uno puede soportar a Emerenc porque es poseedora de una esencia que los otros suponen en ella. Esa esencia es lo que convoca a todos los incondicionales a su alrededor, como un ideal, como alguien que posee un poder sobre ellos. Se puede decir que posee un objeto, algo que no sabemos lo que es, no podríamos decirlo, pero lo posee y moviliza el deseo del otro.

En este sentido, se podría decir que Emerenc tiene el objeto causa del deseo. La medida humana que el otro tiene de ella está signada por este objeto. Su casa es la metáfora de su vida y de la de cualquiera de nosotros, la metáfora de la estructura subjetiva. La antesala, es ese escenario de reunión, no problemático, de vínculo social, donde las relaciones imaginarias con el otro tienen su lugar. Y por otro lado ese otro lugar enigmático hacia el que todos dirigen la mirada, la puerta siempre cerrada, punto de detención del deseo, lugar que concita el interés y el movimiento hacia ella.

Lo curioso de ese lugar es su variedad de registros. Cuando la escritora lo atraviesa por primera vez observa dos cosas, por un lado la pulcritud, por otro, que es un lugar en el que se acoge al animal perdido. La segunda vez que lo atraviesa es un basurero escatológico. Aún lo atravesará una tercera vez, ya veremos lo que aprecia en esa ocasión.

Ese objeto es el que Emerenc trata de resguardar a toda costa. Pero él concita un movimiento perverso que, aunque revestido por la fachada de la normalidad y de la ley, no deja de ser el mismo movimiento que se produce en El perfume. Como dice Lacan:

“Te amo pero, inexplicablemente, amo algo de ti que es más que tú mismo y, por lo tanto, te destruyo"

Es el impulso sádico. Cuando se atraviesa el umbral que resguarda lo más íntimo del ser, el objeto a, cuando se atraviesa la piel en busca de esa esencia inconmensurable, el personaje deja de estar a la altura que se creía, sólo se encuentra lo inmoral, lo pestilente, lo obsceno, o la muerte. Es lo que aparece cuando todos, queriendo ver más allá de lo cotidiano, derriban la puerta. Incluso la violencia del hacha que usan para derribarla muestra la perversión, la ansiedad por saber lo que hay tras la coraza, tras la piel de Emerenc.

No hay nada en ese lugar. El ejemplo lo da el momento en que se traspasa la cámara acorazada. Es la tercera visita de la escritora. Ahí vemos la verdadera naturaleza del objeto a, como semblante de un vacío. Todo es pura fachada, una máscara. Cuando Emerenc se muere, los objetos se difuminan, ningún soporte hay para ellos, pues están llenos de vacío.

“No encontraron restos de nada, solo el vacío que un mobiliario, unas piezas de porcelana y un reloj habían dejado después de convertirse en nada” (310)

Por todo ello, Emerenc se cubre la cara, siente vergüenza porque lo más íntimo de ella ha sido puesto al descubierto ante todos. Emerenc entonces bajó de las alturas y se muestra como paradigma de una estructura mortal.

“¿No ves que Emerenc se siente profundamente avergonzada ante ti, delante de todos nosotros, porque ha mostrado su vulnerabilidad, no puede soportar la idea de haber sido descubierta en su impúdico estado de abandono, rodeada de todo tipo de inmundicias, y ver así su dignidad pisoteada y destrozada? Es normal que ahora adopte el papel de amnésica, para no recordar su propia imagen rota en mil pedazos… Tú que eras la única capaz en este mundo de convencerla para que abriese esa maldita puerta, la engañaste y permitiste a la gente descubrir sus secretos. Has sido desleal con alguien que es más puro que cualquiera de nosotros. Tú le has dado el beso de Judas” (267).

La relación entre la escritora y Emerenc, introduce un vacío, un imposible que queda como trauma escondido detrás de una puerta. Lo imposible es Real que subsiste tras la relación: el sueño de angustia. La pesadilla de la escritora, y su despertar, nos lo muestran. Un espacio de imposibilidad subjetivo resguardado por una puerta. Cuando el deseo insiste en traspasarla, se produce la angustia, y el sueño cumple su trabajo, te despierta.

Pero dije al principio que la convergencia en el ser era una de las características que mostraban los elementos que aparecen en este libro. Un elemento resalta notablemente, es el desprecio, la ofensa, el insulto. Si el deseo quiere apresar la sustancia inaprensible, otra forma de tratar de alcanzar el ser del otro es el insulto. Es, además del amor, la otra dirección encarnada en la posición de Emerenc. El insulto pretende dividir al otro, y quedar grabado en el ser, fijar al sujeto a los significantes que se profieren. El insulto va dirigido al ser de goce del sujeto, es decir, a su forma de gozar. El insulto dice “tu eres”, y ese decir es trasformado por el sujeto en “yo soy”. Es, se puede decir, una especie de superyó que, de una u otra manera, está presente en la vida de los protagonistas del libro.

Emerenc resguarda lo que está más allá de su semblante, de la máscara que construyó con el tiempo, hermética, marcada por las contingencias que fueron surgiendo en su relación con el otro, en su devenir traumático. Pero al igual que comenten una perversión con ella, por su parte la comete con el otro encarnado en la escritora. Las marcas de goce del otro son para ella un motivo de odio, de desprecio, de insulto, es su forma de alcanzar el ser del otro más que con el amor. Porque le resulta difícil sostenerse en el amor, para poder hacerlo primero habría de reconocer cuáles son sus marcas, sus signos, su vacío resguardado en el interior de su hermetismo, y en la inmortalidad que cree poder encontrar con su muerte, su verdadera mansión, su paraíso.

Otros temas que aparecen en el libro con menos notoriedad son la apropiación que de los discursos éticos hacen ciertas instituciones sociales que lo usan en interés propio y para el sometimiento del otro, pone como ejemplo a la iglesia apropiándose del discurso ético de Cristo. También se pone en juego la jerarquía y la oposición de los valores en que nos sustentamos, amistad y traición, la falsedad y banalidad de lo célebre, de los acontecimientos sociales en contraposición al sufrimiento del otro, de tal manera que nuestra decisión es nuestra responsabilidad. El sentimiento de culpa de la escritora es consecuencia de sus decisiones. En psicoanálisis se habla de desangustiar, pero no de desculpabilizar, pues en esa culpa es preciso ver la responsabilidad que tiene quien la siente.

En definitiva, se podría decir que estamos ante una obra ética que hurga en lo recóndito del ser y en sus avatares, atravesando la moral, la ley, y el bien, asentados en lo convencional.

Miguel Ángel Alonso.

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