martes, 19 de mayo de 2009

Mª José Martínez Sánchez abre la 8ª reunión de Liter-a-tulia comentando la obra de Murakami; Al sur de la frontera, al oeste del sol


El Deseo. Una tragedia a la japonesa.

Haruki Murakami nació en Kioto en el seno de una familia culta, y vivió en Europa y América hasta que el atentado con gas Sarín en el metro de Tokio y un grave terremoto en su país le incitaron a volver.
La historia que nos ocupa es una historia de amor contada en primera persona de forma muy bella y emotiva, con tanta sencillez y sinceridad, que nos parece que esta historia bien pudiera ser oriental u occidental, más del norte o más del sur, porque en ella no se encuentra nada que no sea común a cualquier ser humano que habite otras latitudes. Y digo esto porque en este libro encontramos la nada y el vacío semejantes al vacío que Sartre nos describió.
Gran aficionado al Jazz, Murakami dijo que esta música le había enseñado todo, también sin duda, la evanescencia y la variabilidad que hacen del jazz el signo de toda posibilidad, brillante u oscura, mientras la melodía vuelve por sus fueros o acaba elevándose en espirales entrelazadas. Esto mismo le ocurría al protagonista con la música de Liszt, sin saber Hajime, si las emociones que entonces le provocaba podían ser expresadas con palabras, y sin estar nunca seguro de lo real de sus sentimientos.
Pero si a alguien hubiera querido expresar sus sentimientos sería a Shimamoto, la niña que, también hija única, un día le cogió de la mano para dejar en él una añoranza imborrable, para dejar que él leyera a fondo en su palma infantil y supiera entonces todo lo que tenía que saber. Eso fue lo necesario para que en ambos se construyera el Deseo con mayúscula, de dentro a fuera, insustituible, su otro yo, deseo que se forjó sin saber casi nada uno del otro, sin creer ellos conocer su “verdadero yo”.
Y tal vez podríamos preguntarnos cuál es el verdadero yo de cada uno.
Aquel contacto modeló en su interior el lugar donde el amor y el deseo habían de albergarse con identidad particular, deseo ineludible, amor con nombre propio para ambos que, como deseo puro, apunta a una imagen de inalterable felicidad. Y detrás de esa imagen está la persona. En este caso, Shimamoto.
Pero en su vida hay una serie de posibilidades y Hajime, que ha dejado de estar cerca de Shimamoto, pasa de una a otra, sabiendo nosotros que alrededor de un tema principal caben muchas soluciones, y que estas dependen de cada intérprete. Como en el jazz.
De este jazz, que sería una señal del Japón moderno, se pasa a contarnos algo más especial: una historia de amor frustrado que se pierde, al principio sin dramatismo, entre las múltiples posibilidades que tiene la vida. Porque, ¿qué tiene de dramático o de destino fatal, que un chico adolescente deje de ver a una chica que se ha ido a vivir un poco más lejos? Nada. Del destino como cómplice del desastre, de fatalismo, de tragedia, de momento nada, pues la tragedia nace de una falta cometida que previene a los espectadores del drama que se avecina.

Pero la tragedia siempre es posible.

Hajimi, adolescente, pierde a Shimamoto, y Hajimi, hombre, encuentra a su mujer. Son felices y tienen dos niñas. Pero un día vuelve a ver a Shimamoto y los dos vuelven a encontrarse con su deseo.
Plantando cara a la situación, la mujer de Hajime habla con él. La cosa está muy clara, pues el protagonista le confiesa su amor por otra mujer sin saber muy bien en qué términos expresarse. Y si el jazz podía representar al Japón moderno, aquí aparece el segundo aspecto del libro que nos demuestra lo clásico de los sentimientos humanos mostrándonos los extremos contrapuestos de toda tragedia. En efecto, si él deja a su mujer y a sus hijas cometerá una falta contra la ley social, contra la razón, contra la ética elaborada alrededor de la familia. Si por el contrario deja el amor de Shimamoto, si renuncia a su propio deseo, a pesar de las incógnitas que ella presenta, cometerá una falta contra el deseo de verse nombrado en el momento más íntimo, contra el deseo que en este caso habita una mujer, y se verá inmerso en un enorme vacío de soledad, un vacío donde ya no existe la belleza.
Al hilo de la historia cabría hacerse varias preguntas:
Una: El deseo ¿es aceptable en su construcción, o es que se teje con mimbres tan raros que luego no se puede realizar?
Otra: Si el deseo fuera correcto, ¿no sería mejor cambiar la ley social y evitar así el vacío del hombre? ¿Por qué no amar al deseo fuera de toda lógica? ¿Qué pasaría si esa fuese la nueva ley? ¿Qué pasaría si el vértigo de la vida estuviese colocado ahí?
Pienso que el deseo de Shimamoto, con sus exigencias, sí puede estar viciado y llevar en sí mismo un germen de fatalidad.
Ese germen de fatalidad, esa acción, esa falta desde dónde ya se divisa la muerte, nos la presenta la mujer que acabará dándonos la versión japonesa de la tragedia. Ella es la que introduce los elementos perturbadores, no él. Ella le plantea a él tomarla entera, con su misterio, con su soledad, con la irresoluble individualidad que tanto cultivan los orientales, sin explicaciones, sin términos medios en esa sociedad tan inescrutable y cerrada, o todo o nada, o me tomas o desaparezco, con el mismo rostro imperturbable con el que los antiguos iban a la muerte o se hacían el harakiri. Y aparece así el tercer aspecto del libro, el del Japón tradicional. El Japón que en otras partes de la historia no se aprecia es traído aquí de la mano de Shimamoto.
Al margen de esta narración, quisiera resaltar dos cosas: una, la tradición de considerar a la mujer el origen de todos los males, y otra, recordar cómo fue precisamente la tragedia griega la que abrió al mundo occidental la conciencia del hombre con relación a los demás.
Considerando esto podríamos decir, que Shimamoto defiende su deseo indivudualista, mientras que Hajime se inclina por el mundo familiar, porque además del Deseo, con mayúscula, existen otros deseos, muy legítimos, destinados a cuidar de la prole.
Y cuando él nos dice que siempre persiguió ser otro –anhelo muy común–, podríamos recordar lo que nos decía Ortega del hombre y su circunstancia, para entender que cada persona puede vivir, en esta, varias vidas. Efectivamente, él podría ser otro con su primera novia o con la segunda, pero también podría ser otro si pasase a ser pareja de Shimamoto.
Y cuando su mujer nos dice que también ella tuvo sueños a los que renunció, y por lo que ya conoció el vacío, y los dos sacan la consecuencia de que los sueños son imposibles, que ellos son realmente sus carencias; y cuando en otra parte se considera que el vacío forma parte ineludible de la persona, me pregunto ¿de donde sale este fatalismo de que nada puede salir bien, que ningún vacío se puede llenar? ¿En qué consiste nuestra educación sentimental? ¿Qué se nos dijo?
A ellos les gustaba la canción de Nat King Cole que ayudó a su educación en este sentido, que dice: “Cuando estés triste, finge que eres feliz”.
Y esto último es lo que tendrá que hacer Hajime cuando Shimamoto desaparezca de su vida llevándose el futuro y el pasado, incluidas las cenizas de su bebé y el sobre conteniendo los cien mil yenes de aquella amenaza velada sobre aquel secreto que de haberse desvelado habría cambiado sus vidas. Sin marcha atrás.
Y como no lo desveló, ésa es la falta cometida por ella para desde ahí vislumbrar la muerte, para precipitar el desastre, para que la tragedia del amor perdido llegase a su fin.
¿Hubo suicidio en esta ocasión?
No lo sé, pero todos seguirán mirando al sur de la frontera y persiguiendo al sol, hasta el infinito oeste, para evitar que sus vidas se queden sin calor.
Dicen los entendidos, que la lectura, si se hace en silencio va al recuerdo, pero si se hace pensada y despojándonos de nosotros mismos, puede ser maestra de vida. Ésta sería, pues, la mejor lectura. Comentarla es lo que hacemos nosotros aquí. Ojalá la hagamos siempre con el sosiego necesario para captarla en su fondo y para disfrutarla en su forma.
Madrid, 8 de mayo de 2009
Mª José Martínez Sánchez.

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