Comenzamos el nuevo curso de Liter-a-tulia leyendo la novela titulada Indignación, de Philip Roth, el más famoso escritor vivo norteamericano. Es muy de agradecer que su libro defienda y mantenga, aparte de muchísimas y muy sabrosas sugerencias, una única tesis: la de que la realización de muchos de los mil hechos triviales de la vida pueden llevarnos, según nos dice literalmente el autor, a obtener un resultado desproporcionado.
De 75 años, lleno de vida y de inteligente experiencia, el escritor nos habla en esta historia de sus preocupaciones y de muchos de sus demonios familiares tan comunes a muchos de nosotros, como pueden ser, en un cierto orden dentro de la novela, el destino, el sexo, y la muerte como final que a todos nos alcanza, pero apuntando en sus últimas páginas a la nada despreciable influencia de las masas en la vida de las naciones y por tanto de las personas.
Y este me parece un tema muy importante dentro de la novela.
Ambientada en 1950, con la guerra de Corea como fondo, y desarrollada al principio en un barrio humilde y judío de Newark, es en esta novela donde la muerte va ligada directamente a la tesis del autor, de tal manera que la muerte temprana del protagonista, podríamos decir, siguiendo su idea, la “consigue” a fuerza de dejarse llevar por impulsivos actos juveniles. Pero no podemos perder de vista que estos actos estarían condicionados por el rechazo al ambiente vivido en su infancia, y a la educación de ese padre, ya senil, al que todo le da miedo, sobre el que quisiéramos poder colocar una palabra de disculpa.
De esta manera empezamos a encontrarnos con la dualidad propia de toda vida, porque ese padre aprensivo y temeroso que más bien parece una madre angustiada que un padre cabal del que valiera la pena tomar en serio sus advertencias, es su buen y trabajador padre que, por ser como es, cosa inevitable también para él, hace que el hijo desee huir de su casa con todas sus fuerzas para salvarse de su influencia, sin advertir que, aún queriendo desarrollar su propio estilo de vida, lleva al padre incorporado a su ser.
Y podemos empezar a distinguir entre el azar y el destino, siendo el azar todo lo que más o menos aleatorio pasa por su lado, y formando el destino todos aquellos condicionantes que, comenzando por la familia del chico y la forma en que el padre y la madre tratan de educarlo, acaba en la asimilación de sus ideas.
Y estos condicionantes tan imperiosos serán los que en adelante gobernarán su vida y por los que él decidirá, al igual que todos nosotros, qué cosas tomará y cuales dejará pasar, las que valen como acicate de mejora y las que le impulsan a hacer el mal camino, las que lo completan en lo que le faltaba y las que son la espoleta para hacer salir de él aquellas formas ocultas de su ser que aguardan el momento preciso para conseguir, digamos, su desgracia. Y así lo vemos en algunas frases que pone Philip Roth en boca del chico cuando dice: “hice exactamente lo que no debía”, y esto lo dice tratándose de un muchacho que en la novela se nos describe a través de su réplica al Decano, como un chico de mente excepcional, pero tan terco como su padre y que, en definitiva, y de forma compulsiva, no soporta ninguna autoridad reflejo de la paterna.
El destino es un tirano agazapado e ineludible, parece decirnos Roth.
Y tal vez sea así.
Dramática conclusión a la que la novela y el protagonista llegan cuando él mismo se da cuenta de que se parece muchísimo a su padre en esa confusa mezcla de identificación y rechazo.
Buen golpe de efecto en la novela cuando vemos que se nos está narrando desde la muerte, y buen texto claro y sencillo donde el sexo sirve de comparsa para que podamos ir viendo como se acerca aquella muerte adelantada y presentida por un muchacho que reconoce no poder ver más que lo que quiere ver. De nuevo el destino marcándole el camino, “aprovechándose” del azar de tener aquellos compañeros y elementos fatales que se dieron en aquella universidad donde su presidente proclamaba ser quien inculcaría los principios éticos a los jóvenes confiados a su custodia, “niños en pañales y desbocados”, para ganar la batalla moral contra el comunismo soviético.
Más tarde, un narrador nos cuenta del final de la vida de sus padres, nos resume las cosas que el protagonista podía haber hecho mejor, para redundar en la tesis final del libro, sin pensar, tal vez, el autor, que el haber sido como era el chico en sus aspiraciones, y el haber leído a Bertrand Russell, pacifista y premio Nobel de Literatura en 1950, no eran una trivialidad en su vida, sino la lógica determinación de un chico que se vale de esas lecturas para poder separarse de lo vulgar del ambiente en el que se crió. Pensemos que tal vez el muchacho quisiera prepararse para ser diferente, para poder llegar algún día a un lugar moralmente mucho más alto que el conjunto de aquellos estudiantes compañeros suyos que estudiaban sólo para tener un buen trabajo, cosa nada desdeñable, pero ajenos a toda superación propia y personal que fuese un poco más allá de la adquisición de un bienestar uniforme a todos y que a todos conformase. No olvidemos que veinte años antes nuestro gran Ortega publicó en la Revista de Occidente, su estudio sobre el fenómeno social de la creación del hombre-masa, ese hombre que solamente se esforzará por conseguir su bienestar al margen de toda investigación y crecimiento moral en su vida.
Es ahí, con los alocados estudiantes, futuros ciudadanos acomodaticios, con el presidente de aquella Universidad lleno de ambiciones políticas que les lanza un discurso incendiario, donde descubrimos la fatal espoleta para que él chico se desespere. Esos detalles fueron los que estaban trazando, con su asentimiento, los alumnos, y con su intervención interesada, el rector, la ignominiosa línea por donde el mundo americano habría de discurrir.
Y es ante ese mundo que no sabe ser crítico por estar falto de ideales humanísticos, es ante esta gran abdicación del hombre, ante lo cual el chico reacciona rebelándose.
Estupenda novela. Un hermoso comienzo de curso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario