Esto es una anécdota, pero a la vez es mucho más que eso. Forma parte de la idiosincrasia de la cultura judía que Philip Roth tiene la maestría de poder transmitir. Es un autor cuya obra siempre gira en el interior de un espacio restringido. Casi todas sus historias transcurren en el pequeño mundo de la ciudad de Newark, que ahora es una gran ciudad, pero que en esa época era apenas un pueblo en las afueras de Nueva York. Y centrando más el foco, esas historias suelen referirse a comunidad judía del lugar.
Lo extraordinario es que, centrando el foco en algo tan reducido, consigue conectar con un plano tan universal de la subjetividad, que solamente se puede explicar por el hecho de que es uno de los últimos autores que han sabido recoger el testigo de la gran tradición de la literatura occidental. Es un autor que podría perfectamente situar en la línea que comienza con la tragedia griega y pasa por Shakespeare. Porque toda su obra es la recreación de la esencia de la tragedia.
¿Qué es la esencia de la tragedia, de la tragedia de nuestra civilización occidental? Desde mi punto de vista, es la cuestión del padre. Y Philip Roth no se ocupa de otra cosa que de una profunda reflexión sobre el padre. En esta novela, como en todas sus obras, todo está extraordinariamente calculado. Para empezar, la elección del apellido, Messner. Si quitamos la n, Messer en alemán es cuchillo. Eso no es casual. Es absolutamente intencional en Philip Roth. La imagen del cuchillo es totalmente centrípeta, es alrededor de esa imagen que se ordena toda la lógica de la novela. La imagen del cuchillo es el cuchillo del padre, es el cuchillo de Isaac, evidentemente, porque en la metáfora de ese período histórico de los Estados Unidos de la guerra de Corea, lo que encontramos es una versión anamórfica de la tragedia bíblica.
Y a pesar de su declaración de ateísmo, es un autor profundamente religioso, porque es capaz de conectar con esta temática absolutamente arraigada en nuestra civilización, el pilar de nuestra civilización, que es la dimensión simbólica del padre.
Al protagonista le pasa lo mismo que le ocurre a Kierkegaard, sobre quien pesa la maldición de su vida. Toda la penuria de su vida es acarrear el pecado de que su padre maldijo y desafió a Dios. Aquí es lo mismo. Habiendo desafiado el nombre de Dios, el sujeto paga con la muerte. Es una enseñanza sobre cuán difícil es lograr un verdadero ateísmo. Porque para poder superar la creencia en Dios no basta decir que no creemos en él; el propio Marcus, quien declaraba ser contrario a toda religiosidad, supuestamente no creía en Dios, y sin embargo pagó con su propia vida el pecado de desafiar el Nombre del Padre.
Para poder derrotarlo de verdad, es necesario algo más que una simple declaración de intenciones.
Gustavo Dessal
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