lunes, 17 de mayo de 2010

Apertura de la 17ª reunión de Liter-a-tulia; Revolutionary Road, a cargo de Alberto Estévez

Revolutionary Road, publicada en 1961, es el debut como novelista de Richard Yates, Escritor, profesor y periodista, creo que es correcto ordenar así esta secuencia profesional, decidió dar este curioso título a su novela, y hubo de defenderlo firmemente, porque los editores le pidieron de manera insistente el cambio de título; en opinión de ellos parecía el de una novela histórica, pero Yates no cedió, sin duda ése era uno de los rasgos de su carácter. Él pretendía que el título sugiriera que el camino revolucionario de 1776 había llegado a un punto muerto en los 50. No andaban tan desencaminados por tanto los editores cuando el propio escritor introduce la dimensión histórica para justificar el título, las vueltas que su país ha dado en los últimos casi 200 años.

¿Y cómo podríam
os definir el momento que se vivió en el año 61? Desde las distintas perspectivas que podemos pensar la historia, sería posible etiquetar de diferentes maneras ese período. Una de las denominaciones que más se ha utilizado por afortunada y descriptiva de aquellos momentos es el de “la era de la ansiedad”, o incluso más popular aún el manido “fracaso del sueño americano” que nos habla de la frustración de hombres y mujeres ante el inalcanzable e imposible ideal estadounidense; deben perdonar la redundancia porque al hablar de “Ideal” se sobreentiende que no tiene sentido aclarar si es posible o no atraparlo, en la medida que el ideal no tiene más lugar que en el imaginario del sujeto, en este caso con la mediación, la complicidad si lo prefieren, del otro social que lo sirve en bandeja. El sueño americano tiene una tradición arraigada en la inmigración algunos siglos antes, ligando los Estados Unidos a la tierra de las oportunidades y de la abundancia, pero como concepto de sueño americano más dirigido a sus nativos, recibe su formulación no hace tanto, en 1931 en un libro de historia titulado American Epics y escrito por James Truslow Adams.
Ahora bien, esta pequeña introducción no busca refrendar la vertiente histórica que pueda esconderse en el título, sí introducir las claves que marcan el deambular de los sujetos en una sociedad. Pero, ¿alguien piensa que esta obra sea la simple recreación en una serie de personajes de las miserias que supone el fracaso de un sueño ideológico? Siempre es posible dicho así, pero personalmente ha supuesto mucho más que eso, aunque sólo sea porque uno no descubre grandes autores todos los días, y además en este caso no crean que ha sido fácil, una circunstancia contingente lo propició, la película de Sam Mendes.
Si recuerdan, en la primera convocatoria que enviamos para este encuentro de hoy, incluimos lo que el escritor Stewart O’Nan dio en llamar, o mejor dicho, en titular, ya que escribió un voluminoso ensayo en la Boston review acerca del tema, “El mundo perdido de Richard Yates” O’Nan se preguntaba: ¿Porqué las obras del gran escritor de la Edad de la Ansiedad dejaron de publicarse? Escribir tan bien y luego ser olvidado es un legado terrorífico.
Richard Yates nació en 1926, y su más temprana infancia se vio marcada por el divorcio de sus padres. Participó en la Segunda Guerra Mundial, y cuando regresó a su país unos años más tarde, ya que estuvo viviendo un tiempo en Francia, ejerció como redactor en Nueva York. Como dato curioso les diré que redactó los discursos de Robert Kennedy hasta el año 63, cuando su hermano JFK fue asesinado en Dallas.
El alcohol y la soledad, tras dos matrimonios fracasados, lo convierten en un misántropo, y es indudable que su desgaste y su desilusión se proyectaron en sus personajes. Poco antes de morir dijo lo siguiente: “si en mi obra hay un tema, sospecho que es uno simple: que la mayor parte de los seres humanos están irremediablemente solos, ahí es donde reside la tragedia”.
¿Cómo pensar ahora el tema que la novela plantea? Es indudable que de base está el momento social en el que los acontecimientos ocurren, un barrio residencial de las afueras de Nueva York al comienzo de los años 60, pero tan cierto como eso, es también que una de las características mágicas de esta obra es su absoluta actualidad, algo que podríamos trasladar, con muy pocas modificaciones, más en la forma que en el fondo, a nuestros primera década de este siglo XXI: ¡han pasado 50 años! ¿Y cómo se consigue que los años no pasen para este libro? Enfrentando los problemas centrales que nos afectan como sujetos, fíjense: esta novela nos permite analizar a través de sus personajes temas tan fundamentales como las dificultades y trabas que nos plantea la emergencia del propio deseo y el papel que en todo ello interpreta la repetición; también la paternidad; el conflicto que supone dar una respuesta a la pregunta de qué es ser padre o madre; también el amor, pero en este caso, más allá del narcótico efluvio que embriaga en el período del enamoramiento; pueden encontrar repetidamente las posiciones de los sujetos frente al enigma que acompaña la posibilidad de encuentro entre los sexos; y de manera bien precisa, como nos recuerda el propio autor, la soledad, la soledad que, como tragedia, acompaña al ser humano. Si a todo esto le sumamos la prosa de Richard Yates y su valentía y finura para adentrarse en las zonas más oscuras tanto de los hombres como de las mujeres, el resultado es una gran obra. Esto es una pequeña muestra que elegí de su prosa: A cada momento veían la promesa del fracaso en las miradas de los demás, en los cabeceos y sonrisas de disculpa cuando se despedían y en la espasmódica premura con que montaban en sus respectivos coches y volvían a casa, donde probablemente les esperaban promesas de fracaso más antiguas y menos explícitas.
Y para expresar todo esto, para darle juego, el autor no necesita mucho, le basta únicamente con un hombre y una mujer. Él, alguien que vive a espaldas de sí mismo, que lleva a flor de piel el niño que fue, un niño fascinado por su padre, pero del que no obtiene la correspondencia a sus sentimientos. Condenado en una eterna alternancia: por un lado, dicha fascinación por papá lo lleva a engendrar un ideal que en distintas ocasiones a lo largo de la obra siente que encarna, y son esos episodios que Yates relata tan magistralmente, en los que Frank hace gala de una ridícula presunción, a veces más que episodios, períodos, como cuando regresa de una Europa de guerra y muerte, y aparece la infatuación con la que aborda cualquier escena. Pero también está el otro lado, aquel que lo descompone y del que encontramos el testimonio en el capítulo V de la primera parte de la novela, verdaderamente exquisito; entonces Frank no tiene más de 10 años, pero los fantasmas lo acompañarán el resto de su vida, expresados en cada mañana, cuando llegando ante las puertas de su trabajo acudan a su cabeza las palabras que su padre le diría en aquella primera visita “mejor que me des la mano, este cruce es peligroso”, la visita en la que su espejismo se rompió en mil pedazos, y en la que la desilusión fue el afecto que arraigó en su recuerdo, y marcó su futuro.
Estos dos polos de su relación a la figura paterna indudablemente dan cuenta de las dificultades que aparecerán a la postre con sus propios hijos, su padre no puede transmitirle de manera eficiente la relación con la ley y la interdicción que ésta dispone en el deseo. Hasta podemos hacer un balance final de la relación que Frank tuvo con su padre, el propio libro nos la propone antes de ese capítulo que les cito, y el autor decide nombrarla como “crónica discordancia”. Hay incluso una confesión de Frank acerca de esto, cuando nos dice: “sólo con la relación que tuvimos mi padre y yo se podría llenar un libro de texto” Confesión en la que no quedan muy claros los bordes que separan a Frank Wheeler de Richard Yates, como si el propio autor fuera en realidad el que se está confesando.
Frank comenta que su casa era un nido de neurosis, pero cómo disfrutarían los psiquiatras con un caso como el de April, su mujer. April es ella, atractiva, seductora, maestra de los semblantes, incluso cuando su falda manchada debería acobardarla, mantiene la cabeza bien alta. Abandonada nada más nacer en casa de una tía, hija de un padre que se suicida y de una madre que termina sus días en un centro para alcohólicos, sin embargo, sólo puede quererlos a ellos, y será ésta su propia condena, convertir el “caballito blanco”, limosna de un padre que no la quiere, en el símbolo de un amor profundamente idealizado.
Sucede tarde ya, bien avanzada la novela, cuando puede denunciar ante sí misma esta obstinada mentira, y resulta desgarrador cómo lo dice en el tramo final de la primera parte de la obra: “¿es posible que uno pueda llegar a engañarse tanto?”
El personaje de April me parece más complejo que el de su marido, y esto es así porque sus circunstancias personales lo exigen, su historia infantil contiene mayor deterioro que la de Frank, pero al decir más complejo no me refiero solamente a la vertiente patológica, porque en la narración, contrariamente a lo que podría esperarse, es ella la que parece estar más despierta que él, la lucidez que demuestra, por ejemplo, interpretando a su marido: acusa a Frank de que su mayor pecado es ceder ante su propio deseo, pervirtiendo así su esencia e incluso su identidad, arrastrándolo a repetir una historia que no es la suya, sino la de su padre. No le falta razón, de ahí el plan, irse a Europa, tomar distancia con todo, que los kilómetros puedan alejarlo de ese pasado que somete a su marido, y en la utopía de labrar un nuevo camino, también ella podría emprender la huída, que es además su fórmula favorita cuando la realidad se le torna en amenaza en distintos momentos a lo largo del relato.
Al poner en las palabras de April la denuncia de lo que está ocurriendo, a mi parecer Yates pretende que repensemos y nos planteemos nuestros propios prejuicios acerca de la diferencia entre locura y cordura; tanto el personaje de ella como el del hijo de la señora Givings tienen a su cargo en la novela los dichos que conforman los destellos de brillantez y que funcionan como brújula para el lector, y ante los cuales, los demás personajes de la novela parecen ser meros comparsas que reaccionaran, bien atónitos, bien enfadados o molestos, porque las palabras proferidas apuntan a la verdad escondida. En el caso de John, ni siquiera los 37 electrosocks consiguieron chamuscarle su aguda visión, que le sirve, entre otras cosas, para dirigirse a este matrimonio, y decirle a Frank que ha dejado preñada a su mujer para esconderse tras su vestido premamá, el comentario se aproxima tanto al verdadero motivo por el cual ya no se van a Europa y a la esencia de la relación de esa pareja, que Frank no lo soporta más y se ve llevado a intervenir echándolo de su casa. Esa misma escena termina cuando John, “el loco”, apuntando a April con su dedo, y para cerrar la reunión, sentencia que celebra no ser ese niño.
La huída, a la que Richard Yates ya se ha ocupado, en distintos lugares, de dar su estatuto como acto recurrente en ella, y que Frank siempre recibía con pánico, finalmente cobra su verdadera dimensión cuando se convierte en un acto suicida repitiendo el que tiempo atrás cometiera su padre. Es verdaderamente desalentador el desenlace, sobre todo para Frank, al que sus peores presagios se le cumplen; sólo gracias a la nota que ella le deja y al psicoanálisis que ha decidido comenzar, consigue que vislumbremos la posibilidad de que este hombre pueda ir encajando el terrible golpe. Definitivamente, las perpetuas o las siemprevivas no son las flores que corresponden a una mujer como April, y de su lado resulta estremecedor el testimonio que nos deja, sobre todo por la serenidad con la que lo hace, son sus últimas palabras en la novela y transmite una determinación que produce escalofríos, porque ahora sabe lo que en realidad había sabido siempre…: que para hacer algo absolutamente serio, algo de verdad, al final resulta que tienes que hacerlo tú solo.
Qué filo tan sensible nos propone el autor, porque si bien pareciera que la solución pudiera correr del lado de salir del autoengaño del que ella misma se acusa, en el que estuvo sumida toda su vida, cuando resulta que accede a un saber que había estado en ella de siempre y por tanto este autoengaño deja de funcionar, se precipita hacia lo peor. Considerar esta paradoja resulta esencial si queremos entender lo que el autor nos trata de transmitir.
El doctor Jacques Lacan decía que en ningún caso podíamos considerar el psicoanálisis como crítica literaria, ya que éste no da un aporte a la crítica literaria como tal. La referencia continua en la historia del psicoanálisis a la literatura es porque la literatura enriquece al psicoanálisis mismo, y aclara cuestiones que le competen directamente. La práctica del psicoanalista no motiva un juicio literario, no tiene interés en ese sentido; pero lo que para el psicoanálisis resulta fundamental es lo que el artista dice de su obra, más incluso que lo que la propia obra plantea. Por eso introduje, si recuerdan, lo que el propio Richard Yates sospecha que es el único tema que su obra plantea, y se lo hace decir a April en sus últimas palabras; que los seres humanos están irremediablemente solos, y es ahí donde reside la tragedia.
Stewart O’nan nos dice: No existe en Yates el desenlace que podría conducir a un final feliz. No hay comedia que diluya la humillación. Cuando se abre camino lo peor, no hay asidero”
Termino recordando que les hablé de la película que el director San Mendes realizó acerca de esta novela y que me permitió, a modo de feliz contingencia, adentrarme en el oscuro mundo de Richard Yates. Por entonces, Kate Winslet, que interpreta a April, era esposa del director, y eso debió inclinar la balanza a su favor frente a otras candidatas, pero no deja de ser significativo que éste eligiera como partenaire a Di Caprio para que tomara el papel de Frank, porque al disponerlo así, estaba reproduciendo la pareja que 10 años antes había llevado a la gran pantalla una de las películas que más reconocimiento obtuvo de la crítica en general, hasta el punto de ser considerada dentro del género romántico como pieza fundamental, me estoy refiriendo a Titanic. Por cierto, cada vez que esta pareja cinematográfica se junta muere alguno de los dos, menos mal que no siempre le toca al mismo. Revolutionary Road, por el contrario, no puede ser considerada romántica, es cruda y descarnada, seguramente no tan apta para el gran público que gusta de las historias edulcoradas, pero esto es lo que hay cuando el que da vida a la historia es un escritor como Richard Yates, se abre camino lo peor, y sus libros se llenarán de polvo en el estante de cualquier librería de segunda mano sin que nadie haga nada por solucionarlo.
Alberto Estévez

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