sábado, 15 de mayo de 2010

Entrevista a Ion Vianu, por Gustavo Dessal


Ion Vianu, nacido en Bucarest, psiquiatra, escritor, emigró por razones políticas y vivió en Suiza, donde ejerció la medicina. Después de la revolución de 1989, desarrolló en Rumanía una actividad en la prensa escrita. Ensayista: en este campo ha escrito Blestem? i Binecuvântare (Maldición y Bendición), así como una investigación sobre la vida del escritor Matei Caragiale: Investigatii mateine. Autor de múltiples volúmenes de memorias: Amintiri în dialog (Recuerdos en diálogo, con Matei Calinescu), Exercitiu de sinceritate (Ejercicio de sinceridad) y una novela autobiográfica, Amor Intellectualis, que acaba de aparecer. Como novelista ha publicado: Paramnezii (Paramnesias), Necredinciosul (El infiel), Caietele lui Ozias (Los cuadernos de Ozias) –la historia de un original centenario que ha recorrido el siglo que acaba de finalizar- y Vasiliu foi volante, una ficción sobre el mundo de los asilos psiquiátricos que coloca en escena al psiquiatra comunista Vasiliu y “su” enfermo, Laban. Esta última novela ha sido recientemente traducida al español por Ioana Zlotescu, bajo el título Vasiliu, hojas sueltas (Ed. Aletheia, 2010).

Gustavo Dessal: ¿Cómo fue su encuentro con el psicoanálisis? ¿En qué situación se encontraba el psicoanálisis durante la etapa comunista de Rumanía? ¿Se leía a Freud en la clandestinidad?

Ion Vianu: Yo tendría menos de doce años. Un día me sentía desdichado sin saber por qué, y mi madre me dijo: “Hagamos el siguiente ejercicio: intentemos comprender por qué eres desgraciado. De esa forma no te sentirás más triste”. Habiendo resultado la maniobra, ella exclamó: “He aquí en qué consiste el psicoanálisis”. Más tarde, adolescente, quise yo mismo curar a mi madre de su neurosis, y fue en relación con ese deseo que consideré convertirme en “médico de almas”. El psicoanálisis no fue para mí, de forma primordial, una adquisición cultural, sino el efecto de una relación viva, una recompensa infinita. Por ello, cuando entré por primera vez en una biblioteca pública ─tendría quince años─ pregunté “¿tienen ustedes libros de Freud?”. Los tenían, especialmente una vieja edición de El chiste y su relación con el inconsciente que devoré. En el nuevo estado “popular” (a partir de 1948) el psicoanálisis estaba estigmatizado como “pseudo-ciencia reaccionaria, contrarrevolucionaria”, etc. Los libros de psicoanálisis no estaban traducidos; incluso en mi círculo de amigos lo que les importaba era la gran literatura, Dostoievski, Shakespeare…la filosofía, Nietzsche, Kierkegaard. El psicoanálisis era mi jardín secreto, y por buenos motivos: ¡el deseo de curar al ser amado, de ser curado! Para empezar, y como acabo de decirlo, el psicoanálisis no fue para mí una adquisición intelectual sino algo vivo, una esperanza de placer. Hacia él no me concedía jamás una actitud ingenua. A pesar de mis lecturas, un amigo me ofreció (donación francesa de los servicios culturales), el Diccionario de psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, que acababa de publicarse. Inmenso privilegio, yo debía de ser el único que lo poseía en Bucarest. Mis conocimientos se volvieron más sistemáticos.
La Rumanía no fue, entre las dos guerras, un país privilegiado del psicoanálisis; tampoco fue un territorio virgen como otros países del sudeste de Europa. Después de 1948 el psicoanálisis fue proscrito y condenado, conforme a la enseñanza estalinista. La traducción o difusión de las obras de Freud estaba prohibida. Sin embargo, con el tiempo se fue dando una tímida liberalización. Propuse a una casa de edición el sumario de un volumen de obras escogidas de Freud, con un prefacio que escribí y que fue juzgado demasiado atrevido; no apareció jamás. Pero la selección que había hecho fue publicada cuando yo estaba ya en el exilio, sin el estudio introductorio.
En aquella época estaba aún activo el primer psicoanalista rumano, I. Popescu – Sibiu, un antiguo médico militar. Él había hecho tal vez un análisis didáctico -breve, como se hacía en la época- en Viena. Bajo el nuevo régimen, huyó de su propia reputación de analista, atemorizado por las posibles consecuencias. En un ocasión anunció una conferencia sobre las perversiones sexuales. La sala estaba repleta. Tuvo miedo, e hizo una exposición puramente descriptiva: de qué manera los diferentes vacíos del cuerpo humano y animal de los dos sexos podían encontrar las distintas protuberancias. Fue bastante cómico. Popescu – Sibiu había publicado antes de la guerra un libro: La doctrina de Freud. Aprovechando la relajación progresiva que se produjo después de 1968, su libro fue reescrito por el polígrafo Dr. V. Sahleanu. Se vendió en pocos días, volviéndose muy difícil de encontrar. Y después, un joven psicólogo, Eugène Papadima, tuvo la idea de hacerse psicoanalizar por Popescu; éste practicaba en la clandestinidad, antes de emigrar a los Estados Unidos algunos años más tarde, donde se reunió con el Directory.

G.D.: ¿Y qué es lo que había en su prefacio para que fuese censurado? ¿El acento puesto por el psicoanálisis en la sexualidad? Es sorprendente, cuando uno estudia la historia del estalinismo, descubrir que la ideología comunista profesaba hacia la sexualidad una condenación más feroz que la moral burguesa del siglo XIX, o que la misma Iglesia católica.

I.V.: No fue el prefacio lo que había sido censurado, era la idea de publicar una selección de Freud. El hecho de que esta antología haya podido aparecer más tarde, tras mi partida de Rumania, y sin mi prefacio, es debido a la “desideologización” acaecida en los años ochenta. En aquella época, sólo el poder personal de Ceausescu contaba aún, así que podíamos escribir y publicar casi todo. Evidentemente, el psicoanálisis continuaba prohibido en las instituciones, pero su práctica clandestina no estaba castigada. Sin embargo los psicoanalistas clandestinos y silvestres se habían marchado. No tenía mucho sentido el psicoanálisis en un régimen totalitario. ¡Iba tan a contracorriente! No hubiera tenido sentido más que como real fuerza de oposición, de revuelta contra el padre monstruoso, Kronos: existe un complejo de Zeus, la voluntad de matar al padre supremo. Pero vivíamos un terror servil, no podíamos olvidar el gran terror estalinista –que hubiera podido volver, muchos lo creían- y en el psicoanálisis había pocos mártires en potencia.
El marxismo no había sido siempre un adversario jurado del “freudismo” (conocerá usted el trabajo del gran teórico literario soviético, M. Bakhtine, sobre Freud). Añado un recuerdo personal, aquel de un militante del partido que, en los años setenta, se acordaba de que en el Círculo Marxista de Dorohoi, una pequeña ciudad de Moldavia, “se estudiaba a Freud”. Es el estalinismo el que instaura la gran censura. Por una parte, volvimos a una especie de “academicismo” generalizado (todo lo que fuera moderno era sospechoso); por otra parte, toda concepción global del hombre era una competidora del marxismo –otra explicación total- que había que destruir; para finalizar, había un pudor increíble, en palabras, no en hechos. Debo decir que en Hungría, país histórico del psicoanálisis, había una mejor tolerancia, y parece que hubo siempre allí un filón psicoanalítico que vio la luz tímidamente.
En una conferencia que di en Viena hace unos años, intenté encontrar una fórmula para “prever” las posibilidades del psicoanálisis en el período de entreguerras. En primer lugar, estaba la existencia de una intelectualidad judía; no hay posibilidad alguna para el psicoanálisis sin una masa crítica de intelectuales judíos. En segundo lugar, la existencia de una sociedad suficientemente liberal: las dictaduras aceptan mal, o en absoluto, el psicoanálisis. En tercer lugar, cuenta la religión: el cristianismo occidental (protestantismo, catolicismo) desarrolla una cultura de la culpabilidad, que es un mantillo favorable al psicoanálisis; la ortodoxia oriental, por el contrario, es poco sensible a las cuestiones de ética. Por último, cuanto más rural es una sociedad, menos ganas tiene de psicoanálisis. En Rumania, país cristiano-ortodoxo, los judíos jugaron un papel cultural bastante importante entre las dos guerras, pero se sentían amenazados; la democracia, en aquella misma época, existía relativamente; además, Rumania comenzó a construir, después de la primera guerra, una auténtica cultura urbana. La suma de todos estos factores permitió de todas maneras un movimiento freudiano en la Rumania de antes de 1939. Aunque la situación en Hungría, por las mismas razones, era mucho más favorable al desarrollo del psicoanálisis, incluso bajo el régimen comunista.


G.D.: Usted se define como "psicoanalista silvestre". Como sabemos, es una expresión utilizada por el propio Freud para referirse a aquellos psicoterapeutas que practican el análisis sin haber realizado un psicoanálisis didáctico. ¿Cuál es para usted el significado de este término? Por otra parte, me había usted mencionado que durante su estancia en París tuvo contacto con la enseñanza de Jacques Lacan. ¿Qué le interesó de su obra?

I.V.: Debo volver a hablar de mí. Obtuve una beca en 1971, por un breve período (tres meses); fui a París, a fin de estudiar “la psicoterapia de grupo”. Me acogieron en el distrito XIII, donde funcionaba una “psiquiatría de sector” analítica. El jefe e inspirador era Lebovici, figura fundadora del psicoanálisis francés, un pensador poderoso y autoritario. Comunista hasta la revolución de Hungría, él había empujado tan lejos la disciplina del partido que abandonó por un momento el psicoanálisis, retomándolo después de su salida del PC. “El sector” practicaba un psicoanálisis fuertemente centrado sobre lo social en los grandes grupos formados principalmente por emigrantes magrebíes y sicilianos. Los terapeutas eran a menudo tan numerosos como los pacientes, y las interpretaciones eran masivas y violentas. El mismo ambiente posterior al 68 reinaba en el psicodrama analítico dirigido por Jean Kestemberg…Como estaba solo, yo buscaba otros círculos y encontré uno, el de los esposos Paul y Gennie Lemoine, lacanianos de primera hora, que me invitaron gratuitamente (hecho destacable) a sus fines de semana de psicodrama en el hotel particular del Marais, rue des Lions St. Paul. Antaño había recibido, por la misma vía que el Diccionario de Laplanche y Pontalis, los Escritos de Lacan, desde su publicación en 1966. Pero no los estudié hasta mi regreso de París. Los Lemoine no eran militantes sociales, eran únicamente psicoanalistas; yo atribuía su actitud al setting privado en el cual se diferenciaban del “sector”. Intervenían e interpretaban poco, de hecho nada. El grupo era simplemente más animado. Fueron los Lemoine quienes me sugirieron asistir a un curso de Lacan. Ellos iban regularmente. Había que estar al menos dos horas antes en el gran anfiteatro de la facultad de Derecho. El curso se había vuelto un acontecimiento mundano, muy frecuentado por turistas, muchos japoneses. La aparición de Lacan provocaba un estremecimiento. Ese día hablaba del significante fundamental. Pero él estaba ya en la teoría de los grafos, imposible seguirlo, como testimoniaban los fieles Lemoine. A la salida del curso comimos en la rue de Médicis. Lemoine me sugirió dejar Rumania y comenzar un análisis con Lacan, y posteriormente lamenté no haberlo intentado. Antes de volver por prudencia a Rumanía, hice una visita a Lebovici; le expresé mi cuestionamiento interior: quería convertirme en psicoanalista, pero en Rumanía, y no podía seguir un análisis didáctico. ¿Debía renunciar o convertirme en un “analista silvestre”? “Lebo” me miró a través de sus grandes gafas que le daban un aire de extraterrestre, y me dijo: “creo que debe hacerse analista silvestre”. Viniendo de un representante de la ortodoxia analítica su opinión tuvo en mí un impacto considerable. En ello me convertí, en Rumania, de 1971 hasta 1977, año de mi emigración. Fue una experiencia rica…Lo que me sorprendió es que los pacientes me hablaban no sólo de su Edipo, sino también, y yo diría sobre todo, de la dictadura y la dificultad de vivir la falta de libertad. No tardé en percibir que la detestación de la tiranía ─ y del tirano ─ eran una parte, o un desarrollo, del complejo de Edipo. ¿Había que adaptarse o vivir con el deseo de libertad? Jamás, me parece, abrí una vía para la adaptación, y tomé partido en contra el psicoanálisis americano practicado por los analistas que habían escapado del nazismo y que traicionaron su doctrina radical en favor de un psicoanálisis adaptativo, ¡llegando hasta pretender curar la homosexualidad! Me dediqué a leer a Lacan, dándome cuenta hasta qué punto me incomodaba ser un lacaniano solitario. Lacan me atraía por el rechazo a la reificación, por el horror a lo que él llamaba “la marcha moralizante,… al son de orfeones salvacionistas”. Mi mayor triunfo fue cuando estando aún en el país, y habiendo pronunciado abiertamente contra la dictadura, uno de mis pacientes me declaró que estaba curado: desde el momento en que su psicoanalista se atrevió, ¡él iba a hacerlo también! El psicoanálisis bajo la dictadura se revelaba como una fuerza de oposición cara a cara con el padre monstruoso, contra Saturno devorando a sus hijos…Durante ese tiempo, yo había publicado, en 1975, una Introducción a la psicoterapia, donde emprendía, más que otra cosa, una defensa del psicoanálisis. No resisto a la tentación de citar una definición de la psicoterapia pública en esta obra, que aún defiendo: “la psicoterapia es este conjunto de procesos psicológicos por los cuales el terapeuta […] intenta disminuir o anular la voluntad de sufrimiento del paciente, favoreciendo secundariamente su voluntad de gozar, de dominar, o de poseer”. En el fondo, ya dijo Nietzsche: “El objetivo no es la felicidad, sino el poder. Hay en la humanidad una fuerza inmensa que se quiere gastar, crear; es una cadena de explosiones continuas que no tienen en absoluto la felicidad como fin”…El psicoanálisis, siempre me ha parecido evidente, no cura, sino que aumenta el placer.
Me salteo varios episodios. En una nueva hipóstasis de psiquiatra en Suiza, comencé un psicoanálisis. De la misma forma que la sesión analítica de cinco minutos que me ofreció mi madre a la edad de doce años, este análisis no tuvo por objetivo la persecución de una carrera sino la voluntad de sentirme más fuerte. ¿Iba yo a perseguir una carrera de analista? Pensé un momento en colmar mi antiguo deseo, recorrer todas las etapas del curso, convertirme en un analista didáctico. Y después, no…Entre tanto, había esperado mis cincuenta años, había pasado por fuertes experiencias. Además, el psicoanálisis me había “curado” muchas veces, es decir aumentado el placer…y ya no quería más hacer una carrera…Mi práctica quedó centrada sobre la transferencia.

G.D.: ¡Voluntad de sufrimiento! La tiranía es igualmente un ejemplo de cómo las gentes pueden, en ciertas circunstancias y condiciones históricas, elegir la sumisión al “padre monstruoso”. Camus lo había demostrado muy bien en su Calígula. ¿Acaso el estalinismo aplastó el psicoanálisis al considerarlo una fuerza peligrosa?

I.V.: En los pequeños pueblos vencidos, sometidos, no se trata de una elección, sino de la aceptación forzada de la tiranía. Tácito habla, en el prólogo a Agrícola, de la “dulzura de la inercia” (ipsius inertiae dulceo) que se apodera del hombre bajo las dictaduras. ¡Y tanto peor para los torturados y los muertos! Sin embargo, no podemos hablar de infantilización del sujeto que vive bajo las dictaduras. El niño que crece es un rebelde; el complejo de Edipo es eso, la dialéctica violenta que se instaura en el seno del triángulo familiar. El sujeto que acepta la dictadura es un adulto precoz, irremediablemente sometido. La patología es aceptar a Kronos, como lo hacen los Titanes, esos seres que no crecen, que nacen trabajadores y no dejan de serlo. Y la tentativa coronada de éxito de Zeus es la instauración del Edipo como ley de una renovación perpetua, de la creación. El placer de la esclavitud es un hecho innegable. Cuanto más poderoso es el padre, más sádico y arbitrario, más nos sometemos, ahorrándole el remordimiento. Pero también está el placer de liberarse de la esclavitud, y es por lo que existe un tiempo de revoluciones. El psicoanálisis practicado bajo la dictadura iba en ese sentido, pero era un arma para los happy few.
En mi novela, Vasiliu, hojas sueltas, creé el personaje del psiquiatra Vasiliu, que corresponde a ese individuo que acepta la tiranía y desarrolla un “culto al Gran Hombre”. Porque Vasiliu no sólo está infantilizado por la tiranía; es igualmente un hombre que reflexiona sobre la muerte de Dios y el culto al Gran Hombre que se deriva.

G.D.: Su dedicación a la escritura se inicia en la juventud, pero sin embargo no fue hasta la entrada en la madurez intelectual que decidió comenzar su etapa como novelista. ¿Qué lo condujo a ello?

I.V.: Entonces…yo sufría. Carecía de proyecto. Había publicado, aún en Rumania, un breve ensayo sobre la “poética del sueño”. Constataba que el sueño se organizaba como una obra de arte… ¿Podía yo continuar con una “poética de la locura”? Ese fue durante mucho tiempo mi gran proyecto. Algunos fragmentos, lo que consideraba como trabajos preparatorios, salieron a la luz. Pero yo carecía cruelmente de diálogo, estas ideas les parecían extrañas, desfasadas, a aquellos psiquiatras, analistas, que se enteraban de ellas. Perdí la fe en mi proyecto. Me encontraba vacío de nuevo. Desde los cuarenta años había concebido el proyecto de una novela compuesta de bosquejos, fragmentos. “La poética de la locura” existía tal vez, pero había que expresarla empleando los medios de la ficción novelesca. Un personaje valía más que unas ideas. Escribí centenares de páginas que de nuevo tiraba. Y un día surgió de mi cabeza un personaje, un tal Puiu Ozias, un tipo nacido en 1900, que había cumplido sus cien años, al mismo tiempo estafador y gran memorialista, mezcla del sobrino de Rameau y del duque de Saint-Simon. Los cuadernos de Ozias fue mi primera novela publicada, a mis setenta años. En el fondo, en “Ozias” yo hablaba de la generación de mis padres, de las dictaduras de derecha y de izquierda, de amor y de cobardía, de traiciones olvidadas. Concebí “El Archivo de la Traición y de la Cólera”, una suerte de crónica del siglo. “Ozias” era la primera parte, Vasiliu, hojas sueltas sería la segunda… Habrá una tercera (que estoy escribiendo). He escrito unas memorias, ensayos, y otras dos novelas. El placer que mi psicoanálisis había podido darme (y a partir de un cierto momento no me dio más) yo lo reencontraba en la escritura de ficción. En el fondo, aquello se parecía al análisis: a partir de una trama vaga, mi relato tomaba cuerpo. Yo sentía que avanzaba según un plan que existía pero que no se revelaba más que en el acto de escribir. Aprendía cosas sobre mí, tal como en el trabajo analítico. Pero no en seguida. El proceso de la escritura mismo se parecía más a una especie de “sueño dirigido”. Las interpretaciones venían más tarde, una vez que la obra (o más bien las grandes partes de la obra) estaba acabada. Con la escritura, reencontré el placer que el psicoanálisis me había ofrecido largo tiempo y que, después, me había negado.

G.D.: En su libro Vasiliu, hojas sueltas, usted realiza un magistral retrato de la locura, mostrando dos modalidades diferentes: la locura "discreta" de Vasiliu, que usted mismo define como "forma vacía", "simuladora de la vida viviente" y la locura "plena" de Labán, invadida por la fuerza creadora del delirio. ¿Cómo consigue que las huellas del psiquiatra no se entrometan en la prosa del narrador? Porque es indudable que sin el conocimiento de la clínica sería imposible crear personajes semejantes, y sin embargo usted consigue que el lector "olvide" la formación específica que posee el autor. En mi opinión, ese es uno de los grandes valores de su obra.

I.V.: En la novela que usted acaba de citar hago el retrato de un psiquiatra “loco”, el doctor Vasiliu. Éste es una especie de Monsieur Teste (el personaje de Paul Valéry), un Teste perdido en el torbellino de una historia tormentosa (Guerra, revolución, terror). Su racionalismo mórbido le empuja a querer sistematizar todo. La obra de su vida es una “sistemática” de enfermedades mentales inspirada por los principios del marxismo-leninista. “La muerte de Dios” lo lleva a un culto a Stalin que no tiene en cuenta las evoluciones históricas por las cuales ese culto fue abandonado. Sin embargo, Vasiliu es poeta; su capacidad poética es una rama verde sobre un árbol seco. ¿Pero por qué Vasiliu está mortificado, mientras que el otro personaje central, Laban, no lo está? Es que Vasiliu no conoció más que el amor helado e incestuoso de una madre depresiva; mientras que Laban, el gran loco del asilo, “el rey de los locos”, aquel que sobrevivió a las frustraciones monstruosas, encontró también un amor completo, totalmente satisfactorio, con la campesina María. Este amor es una fuente de vida. Laban, un “parafrénico” según las antiguas sistematizaciones, no es, no será jamás, un muerto viviente, como su doctor.
Si realmente mis personajes están vivos, ello no resulta en absoluto de mis conocimientos psiquiátricos. No los he inventado a partir de un esquema preestablecido; la práctica psiquiátrica ha sido mi guía, y no la teoría. Estos personajes han surgido de mi memoria, y no del conocimiento teórico que tengo de la psicosis. No se trata de modelos múltiples, de rasgos dispares que se funden en una síntesis épica. Evidentemente, no puedo decir que la teoría, principalmente la teoría analítica, no haya jugado un papel, pero creo que ésta ha pasado siempre por el recuerdo de una experiencia de vida, de una figura, de un acontecimiento. La memoria está siempre viva; el razonamiento desencarnado es estéril. Aquello que es cierto de los personajes novelescos, a saber, que la teoría mata mientras que la experiencia vivifica, lo es también para el autor. En alguna medida, Vasiliu soy yo. Un Vasiliu que ha renunciado a su sistema, que ha reconocido su fracaso teórico, optando por el relato.

G.D.: ¿Cómo ha recibido la crítica rumana la obra literaria de un psiquiatra y psicoanalista? Porque en muchos países existe un doble prejuicio: a los escritores no les gusta mucho que los "Psi" invadan su territorio, y los "Psi" suelen mostrarse bastante envidiosos de los colegas que se hacen escritores. ¿Cómo ha vivido usted esta doble condición?

I.V.: Conozco de experiencia las situaciones que usted describe. Mi caso, además, está agravado por una cuestión de generaciones. La mía debutó en la vida literaria a finales de los años cincuenta, y alcanzó la cima en los años setenta. En lo que me concierne, yo había publicado una selección de ensayos. A partir de 1977, en el exilio, realicé sobre todo periodismo político y cívico. Y estaba mi gran proyecto teórico, “La poética de la locura”, que aplazaba siempre. De una forma o de otra, todo ello estaba “programado”; había visto, en 1966, la gran película Andrei Rublev de A. Tarkovsky. Se trata de un célebre pintor de iconos del siglo XVI, un monje. Éste no comienza a pintar más que al final de su vida, después de haber vivido, de haber atravesado las experiencias transformadoras del amor, la guerra, el trabajo. Yo me dije: “tú deberías hacer lo mismo: vivir, después crear”. Pero no soy el primero de mi especie. Théodore Fontane comenzó a escribir novelas hacia los sesenta años y publicó la mejor de todas, Effi Briest, cuando tenía ochenta y un años.

G.D.: La relación entre el psicoanálisis y la literatura es muy larga y controvertida. ¿Cuál es su posición al respecto? ¿Puede el psicoanálisis aportar algo a la creación o a la crítica literaria?

I.V.: En efecto. La actitud de los escritores hacia el psicoanálisis va desde la negación más cruenta (V. Nabokov) a una aprobación prudente (T. Mann) La actitud más interesante es la de E. Canetti. Él es altamente crítico con Freud, pero su problemática es la misma que la del psicoanálisis. Da la impresión de que se bate con el psicoanálisis en defensa de su cuerpo. Marchar en los pasos del psicoanálisis habría significado para él condenarse a la esterilidad. Lo que le reprocha particularmente al psicoanálisis, en La antorcha al oído, es el reduccionismo, el hecho de simplificar todo al complejo de Edipo, de ignorar lo individual. Se tiene la impresión de que el psicoanálisis y el escritor cazan sobre las mismas tierras, con armas diferentes. El psicoanálisis eleva los casos individuales hacia las leyes (o las reglas), el autor de ficción espera esclarecer lo general para el caso individual. Sin embargo, esta comparación es insuficiente. En el proceso de la transferencia el placer juega un papel considerable de los dos lados, el del analista y el del analizan. Y en su artículo de 1909, Der Dichter und das Phantasieren (El poeta y la fantasía), Freud dice que el escritor encuentra en la ficción el placer infantil de la omnipotencia y se encarga de transmitirlo al lector. La relación del autor y el lector tiene una analogía poderosa con aquella que se establece en un análisis. Al mismo tiempo, como ya dije, el trabajo del escritor es paralelo a las asociaciones libres del paciente. La conducta es más o menos lúcida, se podría a veces hablar de “paranoia crítica” (S. Dalí). Siendo el autor parecido al analizante, se ve que la crítica literaria de inspiración analítica tiene hermosos días por delante, complazca o no a los autores. A partir de allí, un diálogo es posible.


Traducción del francés: Candela Dessal López

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