martes, 26 de octubre de 2010

Miss Dorothy Phillips, mi esposa. Comentario de Alberto Estévez sobre el cuento de Horacio Quiroga

Miss Dorothy Phillips, mi esposa
En primer lugar me gustaría situarles este cuento del que les voy a hablar. Se trata de un relato que inaugura una serie de cuatro entre los años 20 y 30 que versan todos ellos alrededor de la temática del cine, un arte que a Quiroga inquietaba, supongo que desde su faceta de investigador de una novedosa forma de ficción.
Guillermo Grant es su protagonista y va a aparecer en dos relatos más de esta serie cinematográfica, lo cual da otra dimensión a este relato en concreto, que claro está, tiene un final, pero al tiempo encuentra una continuación en las otras historias que va a vivir nuestro pobre diablo. A ello deben sumar el hecho de que se sabe que Quiroga utilizó un seudónimo con el que firmó sus colaboraciones en alguna de las revistas cinematográficas en las que participó; ¿saben cómo se autodenominaba? El esposo de Dorothy Phillips.
Les cuento todo esto para compartir con ustedes mi impresión de que este relato en concreto no fue uno más entre los que escribió el autor, la importancia que atesora, al menos para él, encuentra su eco en esas dos circunstancias, la continuidad del personaje protagonista en, al menos que se sepa, dos relatos más, y la adquisición de un seudónimo derivado directamente de la historia que el propio relato nos refiere. Y ahora quiero participarles la impresión que me dejó la lectura que me ocupa, el primero de los tres que conforman el libro.
Lo primero que se me hace evidente es que estamos ante un relato amoroso, el motor que impulsa sus párrafos, desde el primero de ellos, es el amor. Del amor concedamos que tiene la maravillosa virtud de conseguir que un hombre y una mujer puedan estar juntos, cosa harto complicada como todos sabemos, a su vez, y aunque su objeto sea hacer de dos, Uno, el amor no puede librarse de la diferencia sexual porque es extraordinariamente sensible al hecho de cómo esta pasión puede ser experimentada por uno o por otra, lo cual nos conduce a la segunda evidencia; este relato de amor está escrito por un hombre, y no sólo porque lleve la firma de Horacio Quiroga.
Estar escrito por un hombre significa que lleva las marcas con las que la posición sexual viril tramita el amor. Y encontramos, gracias al genio del autor, la réplica que se le da desde la acera de enfrente, el tratamiento tan diferente que el amor recibe por parte de la mujer. Pueden efectivamente converger en su meta, pero es indudable que son dos amores distintos, el amor de Guillermo y el de Dorothy.
¿Y por qué el amor, el de ambos, en esto sí hay acuerdo, habría de intentar resolver la ecuación de dos incógnitas, por reducción, quiero decir, convirtiéndolas en Uno; es que no podría respetar que son dos seres diferentes? Quizá sí que pueda, no cualquier amor, evidentemente, pero por muy depurado que este sentimiento pueda llegar a ser, siempre porta en su interior esta apuesta de unificación. Esta es la cuestión central en el amor, la que lo impulsa, porque el amor sabe, aunque no quiera saberlo, lo que separa a un hombre de una mujer; un abismo.
“… no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente bellos. Es tal, que ni aún se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismo el abismo, el vértigo con el que el varón pierde la cabeza…”
Por muchos motivos el autor es un genio, no sólo porque pueda escribir un párrafo de esta categoría literaria, sino por cómo nos sumerge en la cuestión. Aquí expresa la modalidad macho del amor, en la que un objeto, en este caso son los ojos, recubren el precipicio del acceso a la mujer. Hay dos referencias más en el relato a este tipo de objetos cautivantes aunque no están tratadas tan poéticamente como los ojos; el roce del vestido, “será para él una brusca novedad cargada de amor”, y por último, el escote de sus zapatos, que no escapa a la devoración de la que es objeto el cuerpo de ella por parte de nuestro protagonista, y en la que el autor abandona la poética para traer a primer plano el objeto zapato, uno de los fetiches por antonomasia.
Sí, el amor del varón es más proclive a esta característica, que no podemos decir que no esté presente en ellas, pero no en la misma forma esclava que representa en el varón. A tal punto, que el desencuentro amoroso está servido, y perfectamente relatado; ella le pide las palabras, palabras de amor, ésas que él no ha escatimado en dedicarle, y en uno de esos giros, como no podía ser de otra manera, ella apunta a la división de él, porque uno debe estar al menos un poquito en falta para poder amar, y le suelta; queda muy raro lo que dice, con su acento… Pero él es un varón, y eso de mostrarse castrado cuando de lo que se trata es de hacer ostentación de fortuna no le va, y la corta, con lo que intuye que le duele: puedo callarme. Craso error, en primer lugar por pensar que el cortejo amoroso puede verse privado de las palabras, y en segundo, porque tambalearse y titubear ante la propia falta en los inicios del galanteo no es digno de una contienda amorosa que se precie. Efectivamente, este acto de la obra teatral se cierra con la conciencia sombría del error de nuestro protagonista: Duerme corazón - ¡para siempre!
No fue para siempre, ella decidió darle otra oportunidad y él vino con la lección aprendida, y a las primeras de cambio le confiesa el pillete que es y la fortuna que no es, y eso lo salva a nuestro pobre diablo, porque evidentemente ella no necesitaba saberlo, ya lo sabía, lo que necesitaba era su confesión, hacérselo decir a él, que queda perplejo y protesta, ¿por qué me torturaste así? Ah, mujer siempre… Y la respuesta de Dorothy: Quería saber bien… Ahora soy toda tuya. Ya lo saben, Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres.
Una compañera me comentaba esta misma semana su disgusto con la resolución del cuento, me refiero al hecho de que finalmente todo fuera un sueño. Me dejó pensativo, y efectivamente me fui en varias ocasiones al texto y pude descubrir releyendo que estábamos avisados de tal final, no de manera manifiesta pero sí que el protagonista nos cuenta que cierra los ojos y lo siguiente es por fin en Nueva York. Cruzó la distancia que separa ambas ciudades y la cruzó a través de un sueño, una ensoñación, quizá incluso una fantasía, cuesta pensar que un sueño condense esa riqueza en el detalle, pero es un poco una manera del hombre, la fantasía como forma de ir al encuentro con la amada, o mejor dicho, de no ir -por cierto una mujer casada- y al amparo de dicha fantasía, mantenerse a salvo de los inevitables tropiezos que conlleva aproximarse a una mujer, que para algunos, sobre todo hoy en día, son más que tropiezos, verdaderos peligros de los que conviene salir huyendo.
En mi caso, les confieso, me quedo con Quiroga, estoy convencido que el amor es el mejor tratamiento posible del abismo.
Alberto Estévez

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