Un cuento de Antón Chéjov nos reúne hoy en la tercera cita del curso. Su título, Amorcito. Como ya saben ustedes, en algunos lugares es titulado de manera diferente y podemos encontrarnos el mismo relato como Un Ángel o incluso también Ólenka, el nombre de su protagonista.
Una vez enviada la primera convocatoria para comunicarles a ustedes cuál era la obra elegida, una colega de Valencia, Gloria Flores, nos felicitaba por la elección. Yo lo desconocía, pero al parecer la cultura rusa y más en concreto, su literatura, ocupan un lugar importante para ella, un lugar que se ha mantenido incluso con el paso de los años. Tolstoi, Dostoiewski, Pushkin, Chéjov, Brodsky y tantos otros son los responsables de un legado que se ha dado en llamar “alma rusa”, legado que sigue muy vivo hoy día y de ello tienen bastante culpa sus directores de cine contemporáneos que no parecen dispuestos a que ese tesoro se pierda.
Se da la coincidencia de que esta compañera, tras unas jornadas psicoanalíticas que celebramos a finales del pasado mes de noviembre aquí en Madrid, viajaba de vuelta a su ciudad y había elegido como compañero de viaje un pequeño texto de Natalia Ginzburg titulado Antón Chéjov de la editorial Acantilado, y me copió en el mensaje que me envió un pequeño fragmento de la, parece ser, famosa anécdota de las “Ostras” que yo desconocía.
Debo contextualizar primero y decirles que Chéjov vivió únicamente 44 años, y que la causante de ello fue la tuberculosis que lo había acompañado desde bien joven, y que contrajo trabajando en su profesión, la medicina. Esta enfermedad fue la responsable también de que, un mes antes de morir, se estableciera en un spa de la Selva Negra alemana, huyendo supongo del extremo frio ruso. La cita que Gloria me copió del libro dice así:
“Chéjov deliraba, hablaba del Japón y de un marinero: Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho. Y de pronto, recuperada la lucidez, él le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”
El doctor Schwöhrer llegó a las dos de la mañana. “Ich sterbe –le dijo Chéjov-. Me muero” El médico le puso una inyección de alcanfor. Luego quiso mandar a buscar un tubo de oxígeno. Chéjov le dijo: “Es inútil. Cuando lo traigan me habré muerto.” Entonces, el médico mandó que le subieran una botella de champán
Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: “Hacía mucho que no bebía champán”. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de Julio de 1904.
Se tomaron las medidas necesarias para trasladar el cuerpo a Moscú. No se sabe por qué llegó en un tren destinado también al transporte de ostras. Los amigos y familiares que esperaban vieron llegar un tren de color verde, uno de cuyos vagones llevaba un cartel con la palabra “Ostras”. El ataúd viajaba en aquel tren.
Esta anécdota me parece bien ilustrativa de lo que podemos pensar que sucede ante la lectura de las obras de este autor. Igual que el ataúd, perdonen la resonancia macabra, era la perla que escondía aquel tren destinado al transporte de ostras, los relatos de Chéjov siempre esconden una perla, siempre hay un más allá de lo que el autor plantea manifiestamente y de manera tan natural, incluso diría, hay una cierta trampa que el relato oculta tras un estilo que muestra una no disimulada sencillez, por el contrario, ésta es seguramente intencionada.
Él defendía lo siguiente; decía que la labor del artista era plantear preguntas, no resolverlas. Pienso que es esta creencia la que lo convirtió en el maestro del género literario que representa el cuento; lo vamos a comprobar este curso, si de alguna manera no lo estamos comprobando ya. Cuando en la primera reunión, nuestra invitada, Carmen Botello, nos decía que el cuento es el género literario que más se aproxima a la realidad subjetiva estaba hablando de esto mismo. Porque el cuento tiene esa estructura que produce un corte, un vacío una vez que finalizamos la lectura del relato. Hay algo que queda abierto, es la pregunta planteada que propone Chéjov que no encuentra dentro del relato su respuesta, y por tanto genera un vacío por la falta de su resolución. Para muestra no tenemos más que dirigirnos al que hoy nos concierne, con un final absolutamente tajante y a su vez tremendamente enigmático Alguien me comentaba la pasada semana que esa frase del final es la clave, yo no termino de darme cuenta, pero sí percibo que si hablamos de clave es que hay algo por resolver, una perla escondida en un relato cotidiano.
Admito la crítica que argumenta que lo que le ocurre a nuestra Olga no es algo tan habitual ni cotidiano, es un personaje que encierra una particularidad muy marcada y que por si no hemos reparado en ello, el autor nos sacude en una frase entre admiraciones ¡… qué horroroso es no tener ninguna opinión! Pero, cómo se forma una opinión alguien acerca de algo? Fíjense qué sorpresa, al final la manera en la que nos formamos una opinión no es algo tan distinto de lo que ocurre con nuestra protagonista, si acaso, podríamos hablar de una cuestión de grado superlativo para ella, pero nosotros todos estamos constituidos de lenguaje, que no es algo que vamos adquiriendo en la medida que maduramos, el lenguaje es previo a nuestra llegada al mundo, y ya antes, mucho antes de tener una mínima conciencia de nada, hay un lugar en este mundo simbólico que espera que nosotros lleguemos, el lugar que nos ha reservado el Otro. Estoy pintando el cuadro que refleja la mejor de las escenas.
Por eso les decía que hasta cierto punto podemos tomar este relato como crónica de un acontecimiento cotidiano, no porque nosotros quedemos suspendidos de alguien de la manera que lo está Ólenka para poder gozar en la vida, en ese sentido su alienación al otro resulta extrema, hasta el punto de que su vida parece quedar congelada si ese Otro sale de la escena, pero bien cierto es que el autor podría estarnos previniendo en su reflexión sobre esta mujer de que todos inevitablemente estamos constituidos de ese mixto que supone la inclusión en nuestra subjetividad de la figura determinante del Otro.
Tampoco es algo tan extraño, sabemos que en determinados contextos podemos vernos llevados a opinar cosas diferentes, y a veces hasta muy diferentes, y esto no es necesariamente consecuencia de que dicho contexto amenace nuestra propia integridad física. En una conversación, es nuestro interlocutor el que dispone de manera más o menos evidente lo que vamos a decir. Y esto rige en mayor medida si dicho Otro tiene relevancia en nuestra economía subjetiva.
Para nuestra protagonista, el supuesto amor que sentía por sus maridos era capaz de convertirla; ora en una experta defensora del teatro como arte sin el cual la vida tendría sentido alguno, ora como embajadora de las cualidades de la madera y profunda religiosa practicante, haciendo de los pensamientos de sus maridos algo propio, como también de sus gustos y devociones. A tal punto que la desaparición de estos socavaba un vacío en ella imposible de soportar.
Este vacío es nuestra condición como seres humanos, un vacío que no puede rellenar el amor, aunque es indudable que echa una mano para poder soportarlo, y entonces vemos como ella, conocedora de esta cuestión, utiliza el amor, si puedo decirlo así, para rellenar una existencia que evidencia su precariedad a través de la soledad que padece. La prueba de ello la encontramos en los momentos en los que nuestra protagonista está casada, ahí es donde reside la diferencia fundamental con otras historias más habituales, porque en esos momentos ella no presenta fractura por ningún lugar, parece completa. Pegada al Otro no sólo puede soportar la vida, sino que cree apoderarse de su vacío constitutivo. Nosotros podríamos hablarle de las limitaciones del amor, o incluso de que el matrimonio no es garantía de ninguna felicidad plena, algunos piensan que más bien al contrario. Les aseguro que no haríamos ningún favor a Olga explicándoselo.
Y en esta línea, la tercera solución que el autor plantea para esta mujer resulta genial, porque podemos pensarla en la línea de las equivalencias, ya no pasa por el vínculo del matrimonio; se trata del hijo del veterinario, Sasha, al que adopta como propio y acoge, que en parte no nos sorprende en Olga; establece su primer casamiento con un hombre desdichado y confiesa a la vez haber querido únicamente antes de éste a su padre, un hombre enfermo. Parece que tuviese cierta predisposición para alojarse en las historias que conllevan un signo de calamidad.
Con el muchacho insistirán punto por punto los comportamientos que habíamos visto en juego con sus difuntos maridos, repitiendo las mismas frases que el muchacho recita -no me dirán que no es genial introducir la definición de lo que es una isla, me parece absolutamente sutil-. Pero su temor de que lo que tiene lo puede perder y volver a su recurrente y peculiar soledad planea de manera insistente, cada vez que golpean su puerta. Aquí tenemos otra vez el elemento simbólico puerta que tanto nos enseñó en la lectura de la novela de Magda Szab
Por todo ello y finalmente, creo que todos somos un poco Ólenka, entre la añoranza de plenitud y la amargura por lo que no marcha se cuelan las actitudes defensivas y se extiende la sensación de amenaza empobreciendo cualquier existencia entre rutinas y perezas. El propio Chéjov debía saberlo, y él no se andaba con ambages a la hora de reconocer su propia división, tomemos su propio testimonio: la medicina es mi esposa legal, la literatura sólo mi amante. Es claro que para él, para Chéjov como sujeto, propiciar la convivencia con sus vacíos, lidiar con ellos, no suponía la catástrofe que arruina una vida, más bien al contrario, creó con ello, destapó, consciente de que era su mayor patrimonio, responsable de la preciada joya que constituye hoy su legado literario, una magnífica perla en un vagón de ostras.
Alberto Estévez
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