Wakefield es probablemente uno de los cuentos más extraordinarios que jamás se hayan escrito, aunque debido a las frecuentes y a menudo incomprensibles injusticias de la historia no ha gozado de la popularidad que merece. Tal vez porque se trata de un ejemplar insólito en la especie del cuento, ya que debe su rareza a la paradójica circunstancia de haber sido fabricado con una escritura impecablemente clásica, en la que al mismo tiempo el autor ha realizado una notable labor de vaciamiento argumental, al punto de que la historia, incomprensible en su esencia, puede resumirse en unas breves líneas que, de hecho, se nos ofrecen desde el comienzo sin ahorrarnos el conocimiento del desenlace. Esta abrupta síntesis inicial del contenido tiene un doble propósito: por una parte, mostrarnos la insignificancia de los acontecimientos, y por otra, destacar cómo su inofensiva extrañeza no les ha impedido alcanzar un récord en el concurso de las extravagancias humanas.
Sin embargo, al mismo tiempo que se nos señala esta escasez significativa, el talento de Hawthorne consiste en dotar al incidente, como él mismo lo califica, de una profundidad metafísica abismal, capaz de hacer resonar alguna de las preguntas decisivas de la existencia, y conducirnos a la terrible interrogación sobre el sentido de la conducta humana. Es precisamente por la absurda insensatez del comportamiento de Wakefield, por el carácter insólito e irrepetible del acontecimiento, por la pureza de su incomprensible originalidad, que el incidente, a juicio del narrador, merece la “generosa simpatía de la Humanidad”. Esta afirmación, expresada ya en los primeros párrafos, nos advierte que las páginas siguientes habrán de destinarse a reconstruir el puente entre el singular proceder del personaje y aquella universalidad que la simpatía general exige para conceder su misericordia.
Retengamos desde el comienzo la importancia decisiva de una palabra que, a mi entender, se insinúa como una clave fundamental: gap. Palabra que encontraremos al comienzo del relato, cuando el narrador nos diga que “después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial [...] entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera solo durante el día, y fue un amante esposo hasta su muerte”. Sin ánimo de cuestionar el acierto de traducir el término inglés gap por nuestro español paréntesis, elección que en el contexto de la frase se adapta más o menos bien al sentido de la frase, la palabra gap encierra una potencia semántica ineludible a los fines de nuestro análisis. Y no se trata aquí de promover lances idiomáticas ni de apelar a irrealizables purezas de la traducción, sino de recordar que el significado principal de gap es el de agujero, hiato, y discontinuidad, conceptos alrededor de los cuales gravita el inquietante enigma de este relato, que convierte a un hecho nimio e improbable en un acontecimiento que horada los cimientos de nuestro sentido común, aquel en el que todos los días nos recostamos para refundar nuestra cotidiana realidad.
La frase encierra, pues, el misterio de esta historia, a la que somos convocados para indagar en un agujero, un hiato, una discontinuidad que irrumpe en la serena línea de la felicidad matrimonial, una felicidad a la que nuestro personaje contribuía con el rasgo más sobresaliente de su personalidad: precisamente el perfil liso y átono de su temperamento, la insubstancialidad de su ser, la imposibilidad de ser capaz de cometer una acción cuyas consecuencias pudieran dejar memoria alguna. Nos vemos obligados a imaginar, siguiendo las sugerencias del narrador, que no es sino en el seno de una felicidad tibia y armoniosa, una existencia poco inclinada hacia las emociones perturbadoras, en suma, el transcurrir de esa homeostasis en la que el amor burgués cifra su ideal, que de un modo impredecible, a todas luces contrario a la razón, se abre una discontinuidad, un hiato, un agujero en el que la comprensión naufraga sin remedio.
Porque si algo nos afecta de manera conmovedora en este relato, no son los hechos, que en ningún momento describen nada sustancial, ni dedican una sola palabra a revelarnos el pathos de los protagonistas. No es la soledad de Wakefield, ni el imprevisible abandono que ha sufrido su mujer lo que nos inquieta. No podríamos sentirnos afectados por eso, en tanto es muy poco lo que se nos informa sobre el estado de ánimo de Wakefield, y mucho menos sobre el de su mujer, de la que ni siquiera sabemos si ha llevado a cabo gestión alguna para dar con el paradero de su marido, o si por el contrario se ha resignado obsecuentemente a su pérdida, como si el destino la hubiese ordenado. Es evidente que la fuerza y la tensión narrativa se obtienen no a pesar de privarnos de todos esos detalles, sino justamente por omitirlos. La abundancia solo conseguiría desviar el relato de su propósito claro: conducirnos hacia el gap, la hiancia, el agujero, el abismo insondable que hay en cada uno de nosotros, y del que estamos separados por una distancia que conjuga al mismo tiempo el cero y el infinito.
Dado que el narrador no nos oculta en ningún momento que ha optado por dar vida imaginaria a lo que tan solo fue una abstracta noticia rescatada de un periódico, nada podría haberle impedido ofrecernos una conjetura argumental sólida e ingeniosa, fantástica o verosímil, para explicar tanto la misteriosa partida de Wakefield como su no menos enigmático regreso al cabo de veinte años. Pero eso es exactamente lo que Hawthorne no desea hacer. No pretende rellenar esa discontinuidad, ni explicarnos el agujero, ni restablecer la secuencia, ni reunir los bordes de la hendidura abierta en la sensata y plácida existencia de sus personajes. Todo lo contrario: de forma deliberada, y empleando un lenguaje y un tono que intenta rebajar en nosotros todo atisbo de sorpresa e incredulidad, nos fuerza a admitir con absoluta naturalidad lo incomprensible, y nos mantendrá hasta el final sin compadecerse de nuestro aturdido entendimiento, dejándonos sin respuesta ante lo que podríamos llamar una causalidad secuestrada.
¡Con qué docilidad nos disponemos a seguir a Wakefield en su rara aventura! De pronto, y carentes de todos los pormenores intermedios, nos encontramos instalados junto a él en su nueva residencia. Cómo la ha conseguido, es algo que en el fondo carece de importancia. Nos vemos obligados a refrenar nuestra curiosidad y a conformarnos con saber que el final de tan intrépido viaje ha conducido a Wakefield a la siguiente calle. Durante los próximos veinte años, estará separado de su vida anterior por solo una calle de distancia, aunque esa calle valga por el infinito, y los veinte años nos sean más que una fracción de segundo, apenas un abrir y cerrar de ojos, una microscópica hendija entre dos pensamientos probablemente intrascendentes. Porque es evidente que la nueva vida de Wakefield no es en verdad muy distinta. Del mismo modo que nada sabíamos de la primera, lo desconocemos casi todo de la actual. ¿En qué entretiene sus horas? ¿A qué se dedica? ¿De dónde obtiene el sustento cotidiano? Ninguna de estas preguntas obtendrá respuesta, dado que el silencio es la regla imperante de esta historia: ni él ni su mujer pronuncian una sola palabra, ni el más mínimo diálogo se insinúa en la partida o el regreso. La visión última y muda de una sonrisa en el rostro de Wakefield será todo lo que de él perdure en el recuerdo de ella, una sonrisa ambigua que la imaginación de la mujer, muchos años después, hará oscilar entre el significado de la muerte y de la astucia. Tan solo una voz se hace escuchar, la voz de la conciencia de Wakefield, que le aconseja no poner demasiado a prueba la falta que su ausencia podría causar en el ser amado. “Es peligroso -dice la voz- abrir una fisura en los afectos humanos, no tanto por lo mucho que pueden abrirse, sino por lo rápido que se cierran”.
¿Qué quiere Wakefield? ¿Qué se propone con su acto? El problema es que ni siquiera él lo sabe. Nuestra ignorancia y nuestra perplejidad son en definitiva las suyas. Nada le impide regresar, salvo el orgullo de mantener a salvo ese proyecto cuyo sentido desconoce. De hecho, la costumbre lo guía hasta el umbral de su casa, y próximo a deshacer el paso que la ha puesto en otra vida, de nuevo se hace oír la voz, pero ahora para alertarlo sobre lo que está a punto de cometer. No siempre tenemos la oportunidad de mirar de cerca, y durante la brevedad de un instante, la bifurcación que el destino pone frente a nosotros invitándonos a escoger entre una u otra dirección. Wakefield huye, no sin antes detenerse para echar una mirada hacia atrás, y descubrir para su perplejidad que todo aquello que hasta entonces le resultaba familiar, no ha necesitado más que una solo noche para volverse ligeramente extraño: el edificio, su propia casa, incluso la silueta de su mujer en el trasluz de la ventana. A partir de ese momento, ninguna duda volverá a atormentarlo, puesto que algo se ha afianzado en él, convirtiéndolo en otro hombre, para quien un paso atrás en su decisión le resultaría ahora más difícil que aquel que lo puso en su estado actual, un estado en el que muy pronto ha conseguido sustituir la repetición de entonces por una nueva, consistente en convertirse en espectador diario y furtivo de su antigua existencia. Observará desde lejos la evolución que su ausencia provoque en el ánimo de la señora Wakefield, y si acaso alguna vez estuvo a punto de ceder a la tentación de correr a su consuelo, una fuerza que ni él mismo conoce ni se explica lo ha retenido en el sitio, y la discreta medida de una calle se ha convertido en la distancia que lo separa de otro mundo.
A esta altura, Wakefield se encuentra atascado entre la imposibilidad de regresar y el desconcierto de un acto cuyo cálculo no sabría asumir en absoluto. Notemos, asimismo, que la presunta libertad en la que su vida se desenvuelve, si acaso habríamos de suponer que su conquista figuró alguna vez en el origen de su intención, no se emplea para otra cosa que merodear como un fantasma alrededor de su antiguo hogar, y mantenerse fiel a su mujer “con todo el afecto del que su corazón es capaz”.
Llegamos, entonces, al centro de este drama, al que ahora podemos apreciar como una estructura perfectamente simétrica: en un extremo de la secuencia tenemos la partida de Wakefield; veinte años después asistiremos a su regreso, y exactamente en el medio, transcurridos diez años en los que nuestro héroe comprueba la oscura e irreconocible fuerza que ha gobernado su hazaña hasta convertirla en una férrea repetición, se produce algo especial. Un buen día, por ningún otro mecanismo que los que el azar emplea para revolver el mundo, Wakefield y su mujer se cruzan en la calle y la muchedumbre los arrastra hasta que sus cuerpos se tocan, sus miradas se cruzan, y sus respectivos silencios se confrontan. Ambos siguen de largo. ¿Lo ha reconocido ella? No es seguro, y si lo ha hecho, poco importa, puesto que tampoco él ha querido manifestarse, apresurándose más bien hacia su refugio, donde al entrar y por primera vez en esos largos años comprende que le ha bastado el instante de una mirada para que “toda la miserable extrañeza de su vida” aparezca ante sus ojos. Es entonces que su propia voz, y ya no la de su conciencia, exclama las únicas palabras que conoceremos de su boca: “¡Wakefield, estás loco!”.
Si acaso lo está, reflexiona el narrador, su locura ha consistido en desistir de formar parte de la vida, sin atreverse tampoco a pertenecer al reino de los muertos. Se ha convertido en un espectador, capaz de atisbar el transcurrir de la existencia, sin ser visto ni reconocido en ella. Durante veinte años se ha jurado a sí mismo regresar, y durante veinte años ha pospuesto su promesa, como si en el fondo jamás hubiese tenido la más mínima conciencia de lo que su aventura ha durado.
O tal vez no está loco, y sencillamente se ha dado de bruces con esa revelación definitiva y fatal, que más valdría no se manifestara nunca, y a la que procuramos volverle la espalda en la medida de lo posible: que estamos irremisiblemente solos, y que puede bastar un ínfimo desplazamiento en el punto de perspectiva para que la familiaridad del ser amado se desvanezca en la sombra de lo irreconocible.
¿Por qué regresa finalmente Wakefield? De nuevo, donde nos reconfortaría encontrar al fin la justa causa que haga cesar de una buena vez tamaño desatino, solo encontraremos una insípida contingencia. Wakefield ha dado uno de sus habituales paseos al hogar que sigue considerando suyo, y lo sorprende una fría lluvia frente al portal de la casa. La intemperie es hostil y desoladora, el interior cálido y confortable. Él no es tan tonto como para desdeñar lo que le conviene, incluso a pesar de que por última vez su conciencia le advierta que, habiéndosele concedido la posibilidad de escapar de una muerte, no tendrá una segunda oportunidad. Atraviesa, pues, el umbral, y le es suficiente con adoptar la misma sonrisa que había dejado al partir, para recobrar la continuidad de lo que estaba interrumpido, como si esa sonrisa, que sin duda encarna la función de la mirada, hubiese sido el verdadero y secreto pasadizo por donde los dos mundos podían conectarse, el corredor en el que la fracción de un segundo equivale a la eternidad, y una calle a la infinitud del Universo.
La conclusión es, sin duda, moral. No nos están permitidas demasiadas libertades, y un paso en falso cometido en un instante, una ínfima torcedura en el cósmico engranaje al que toda vida humana está encadenada, puede conducirnos a esa fatalidad definitiva que tuvimos oportunidad de discutir en ocasión de nuestra lectura de Indignación, la novela de Philip Roth, una temática que este autor continúa en Némesis, su obra más reciente. Si Wakefield ha podido recobrar su tibia y mediana normalidad, es probablemente porque su aventura no ha pasado de ser un mero parpadeo de ojos, durante el cual toda la insensatez de su existencia, no más ni menos absurda que la de cualquiera de nosotros, se iluminó por entero.
¿Quién no ha albergado alguna vez el deseo de huir, de optar por el destierro, de desprenderse de esta nuestra repetida vida y proyectarse en otra? ¿Quién no ha soñado con una libertad que nos aguardaría en otra parte, y de la que estamos alejados por una invisible prisión que nos recluye en la perpetua reproducción de lo mismo? ¿Seríamos capaces, aunque más no fuese por un día en la duración de nuestro vivir, de acometer el salto y arrojarnos a la incertidumbre de ese más allá que nos seduce con su misteriosa sonrisa? Desde luego, si algo nos enseña este asombroso relato, no es tan solo que lo que llamamos el inconsciente es, en definitiva, el nombre que le damos a la imposibilidad de nombrar la causa de lo que mueve una vida. Es también la advertencia de que nuestros actos, por insignificantes que resulten, no pueden deshacerse nunca. Si estamos dispuestos a aceptar esta fatalidad moral, aún a riesgo de perderlo todo, entonces estaremos en condiciones de elegir algo más que una tímida y agridulce resignación. Pero no seamos demasiado exigentes con nosotros mismos. La realidad nos descubre que la mayoría, al igual que Wakefield, no estamos hechos para tanto.
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