sábado, 22 de enero de 2011

La propia insignificancia; comentario de apertura de la 22ª reunión de Liter-a-tulia sobre Wakefield, el cuento de Nathaniel Hawthorne.

Nos encontramos hoy ante un relato verdaderamente peculiar, algo que no debiera sorprendernos dado que el camino de Liter-a-tulia ya ha tenido que adentrarse por algunas obras absolutamente peculiares, pero en este caso, siendo más concreto, y aunque este cuento no sea el único que presenta esta disposición, no deja de resultar pasmoso que a uno le cuenten el cuento en el primer párrafo; una vez que se termina, podemos confirmar emprendiendo la lectura del cuento completo, que el autor lo que hace es desarrollarlo, y en ese desarrollo la propia historia podría enriquecerse con la sutileza de los detalles, pero la historia en sí, lo que va a ocurrir, incluido su final, está contado en el primer párrafo. Casi como el amigo que ya vio la película y que nos la destripa: el asesino es el mayordomo. A partir de ese momento la intriga del film se devalúa, y a veces hasta la relación con el amigo también.

¿Por qué Nathaniel Hawthorne habría de decidir comenzar así? Sólo se me ocurre una posibilidad, que confirmé al releerlo; la importancia para el autor reside en la psicología del personaje, ello no desmerece el relato, es más una cuestión de dónde poner el acento.

Abandonar a la esposa. Uno podría tener algún motivo, o quizá muchos, entre ellos puede que alguno fuera muy poderoso, pero abandonarla sin motivo aparente es, como dice Hawthorne, muy infrecuente, extraño y raro. Pero es que además, la cualidad de este abandono del hogar que llega a prolongarse por 20 años, no sólo atañe a la esposa, suponemos que también sus amistades si las hubiere, y el trabajo del que nada sabemos, deben verse afectados, aunque no igualmente, porque hay un dato que otorga un privilegio cuando nos referimos a su mujer y que la distingue del resto, ya que ella conforma el lugar central de este abandono. Lo que nos dicen es que durante todos los días, y son esos muchos días cuando se trata de 20 años, el marido huido contempló la casa, atisbando con frecuencia a su propia esposa.

Es inevitable, connatural en cuánto seres humanos, tratar de significar, buscar un sentido a todo esto. Nos preguntamos por qué lo haría, tantos años. Debo decirles lo que nos dice el autor, y sigo dentro del primer párrafo, para que vean lo que es capaz de dar de sí éste. Fue un auto-destierro. Singular, sí, indudablemente; un auto-destierro que encuentra su fin así que transcurren 20 años, en los que no sólo se ha puesto un paréntesis a su felicidad matrimonial, se le ha dado por muerto y se ha repartido su herencia. Podemos tratar de pensar el alcance que tiene eso; por ejemplo, que el nombre de este sujeto ha sido borrado de todo documento público o privado, y que su mujer ha debido convertirse probablemente en una resignada viuda.

Y tras estas dos décadas, nuestro desterrado decide volver, y de una forma que nos deja boquiabiertos; no entre clarines ni alharacas, sino como si hubiera ido a por tabaco, cruza la puerta y desde ese mismo instante se convierte en amante esposo para su mujer hasta que la muerte los separe. Asombroso.

Entendemos el destierro habitualmente como un castigo con el que se expulsa a alguien de un lugar, y si hablamos de auto-destierro debemos pensar que la pena se la impone uno mismo, sin embargo, no hay rastro de la pena o el castigo, y esto seguramente se deba a que se trata de una decisión, una decisión que muestra el carácter más o menos determinado de un sujeto que resuelve acerca de algo. Aquí debemos añadir que dicho sujeto pudo no conocer el cálculo, el tiempo que estaría lejos, bueno, no tan lejos, pero conocía de antemano y hubo una premeditación respecto de sus actos, al menos de buena parte de ellos, quedando en el aire el tiempo durante el cual se cumple la supuesta pena que supone este destierro, que es el significante del autor y que aconsejo que tomemos para luego poder exprimirlo cada uno con nuestras reflexiones.

Si le buscamos hermanos a este significante destierro en el conjunto de los significantes del relato, enseguida podemos encontrar otro que aparece asociado con él, se trata del significante “capricho”. El capricho introduce una tilde en la decisión o determinación que les planteaba y que se plantea para Wakefield. El capricho hace que la situación tome el aspecto del antojo, casi del humor del momento, algo arbitrario que probablemente no tenga otro fin que no sea la extravagancia o una supuesta originalidad.

Me parece que esta notación que desliza el autor es muy pertinente y puede aclararnos algo sobre el acto de este sujeto. El capricho conlleva, tiene de suyo, algo de ruptura, de ruptura de lo que es la norma, la rutina, lo cual nos dibuja mucho más claramente el perfil del personaje. La norma rota podría ser, por ejemplo, la de cómo se espera que viva, reaccione o se comporte un sujeto que ha alcanzado la situación social de la que goza nuestro protagonista. Sin embargo, la fantasía de Wakefield cortocircuita esto provocando que se entregue a ella de manera abnegada, como abnegada es la actitud de esta esposa sufriente.

Pero todo este análisis de características semánticas queda un poco huérfano si no le sumamos la invitación del narrador omnisciente para que no perdamos de vista el hecho de que esta historia porta un sentido latente y una moraleja. Justo en este sentido, quiero citarles lo que creo es clave para poder encarar este relato, y lo hago en las propias palabras del autor, porque no sólo me parece muy afortunadamente escrito, sino que apunta a la esencia de esto latente que subyace: nos dice que si pudiera escribir un artículo de varias páginas, podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado.

El hecho de que alguien pueda ser autor de una extravagancia no lo convierte en alguien extravagante. Nuestro sujeto, característica aquí, condición allá, no se aleja en exceso de lo que muchos varones podrían representar; corazón perezoso, poco hablador, no muy imaginativo, emotivamente frio, sin propensión a la calentura ni a ideas turbulentas que atenten a la constancia, valor éste muy destacable en él. Pero su mujer sabe algo más, sabe que en él hay “algo raro”. Podríamos pedirle que nos concrete un poco más, sin embargo no es ella la que nos responde, lo hace el narrador: lo que busca nuestro sujeto es confundir a su mujer ausentándose una semana. Ese es su plan, irse una semana, para provocar la confusión en ella, y es ahí donde debemos tomar un detalle del texto, sutil, preciso y fundamental para pensar lo que nos ocupa que es lo latente, algo que nuestro sujeto deja escapar a la vez que no puede evitar, la sonrisa de despedida, sonrisa astuta y cómplice, a la que su mujer se aferrará cuando todos le den ya por muerto, sonrisa que será el testigo de ese “algo raro” en este hombre gris.

¿Es la vanidad la que se encuentra en el fondo de este asunto? ¿Es posible pensar a este hombre como pieza central de un pequeño mundo que en un momento dado juega a desaparecer, gozando de la zozobra que provoca en el Otro? Lo cierto es que nuestro sujeto entra en un estado de agitación como consecuencia directa de su acto, un acto que resulta absolutamente alejado de los rasgos que lo describen como persona, el hombre frio que huye de las turbulencias se separa así de una vida sin sobresaltos. ¿No podríamos pensar, nosotros que somos los únicos privilegiados que conocemos el paradero de Wakefield, que lejos de estar muerto, este hombre está más vivo de lo que ha estado toda su vida? Desde esta idea asistimos al nacimiento de un nuevo hombre, alguien que ya no piensa en su regreso; causar confusión en su mujer ha caducado ya, porque ahora hay algo nuevo, ha aparecido un resentimiento, un cierto enojo que quizá pudiera iluminar ese “algo raro” que nos trajo hasta aquí. Dicho pesar no le permite regresar hasta que ella no esté medio muerta… de miedo, mientras tanto, experimenta cosas nuevas, como la efervescencia de sus sentimientos cuando comprende que ella está enferma, y la causa es su ausencia. Ya está, pensamos, lo consiguió, su mujer enfermó hasta el borde de la muerte, y ocurrió por haberle faltado, ya puede regresar. El paso de las semanas trae la mejoría en la salud de ella, ¿qué aportaría ya su regreso? Ella ya nunca arderá por él. El cálculo de su ausencia queda perturbado. La brecha que se abre entre su apartamento y el domicilio conyugal resulta infranqueable para Wakefield, aunque se encuentre en la calle de al lado, porque nunca se trató de la distancia física. Hawthorne lo dice: Wakefield está en otro mundo.

Es ahora más que nunca cuando se puede pensar que volver a casa es, como nos sugiere el narrador, pisar la propia tumba. Mientras pueda evitarlo, seguirá expuesto al riesgo, porque sabe que ello le ha devuelto la vida, y aunque este paso a un lado, a la manera de los ermitaños, amenace con la pérdida de su lugar, de las ventajas que disfruta, será una vida a salvo, a salvo del sistema que inevitablemente nos aplasta hasta componer el TODO que constituye una sociedad; el hogar, la iglesia…, a salvo de la muerte que supone tener que ajustarse a ello. Un extravagante acto el de nuestro infeliz Wakefield que objeta su propia insignificancia.

Alberto Estévez

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