Es este relato de Joyce, Los Muertos, el que nos reúne hoy aquí.
Sin embargo, si suprimo algo de esta frase y les digo, son los muertos lo que nos reúne hoy aquí, no estoy faltando al primer sentido de la frase que les di, sólo que en este caso, al evitar la referencia a un relato y a su autor, el significado de la frase se amplía, se escucha de otra manera, mucho más equívoca.
No se trata simplemente de un juego, es mucho más. La equivocidad del significante, su polisemia, la pluralidad de sus significados, es un atentado contra la ilusión de una comunicación plena, que no dejaría resto alguno sometido a su influencia. No hay comunicación, entre seres hablantes, que no deje escapar esta dimensión del malentendido, esta posibilidad de que las cosas sean otras, es el propio lenguaje el responsable de esta pérdida, es el que se encarga de que Los Muertos , pueda ser una relato literario, pero pueda a su vez también constituirse como una significación que nos atañe mucho más personalmente en la medida que convoca, por ejemplo, seres queridos que ya no están.
Esta reflexión viene a contravenir una de mis primeras sensaciones al leer el cuento, que para mí, seguro que por lo que acabo de comentarles, porque debió convocar algunas ausencias, ha resultado absolutamente conmovedor, también la película de Huston es deliciosa y no pude resistirme a su nostálgico encanto. Tras su lectura, se apoderó de mí una sensación bien concreta; en realidad, aunque mostrase la estructura de un solo relato, me encontraba con la sensación de que en verdad se trataba de dos relatos, y en algún punto me atrevería a decir que bien distintos.
Hay una línea que es la que trae el baile anual desde el comienzo y que se extiende también al desarrollo del propio cuento. Un baile anual es una reunión que en su esencia congrega gente de años y años, un evento que lleva el inconfundible símbolo de la tradición, el pasado, incluso el paso del tiempo, y la inevitable evidencia de los que no están, tan presente en el cuento, lo cual, en un autor de la talla de Joyce, no es casual su elección para dar comienzo a la historia. Pensemos pues que desde el principio se nos está llevando a considerar todo esto, la palabra muertos está incluso en la primera frase del cuento en relación a los pies de Lily, la muchacha que sirve en casa de las Morkan.
El baile se aliña con pequeños trazos, algunas pinceladas que siluetean lo que no marcha, lo que no es tan social, sino más bien individual, propio e íntimo, menos vistoso, más oculto, pero no por ello invisible, incluso en algunos personajes es bien patente, como el alcoholismo del inefable Freddy Malins, no menos patente que el de Mr. Browne. La cuestión política de una convulsa Irlanda se salda en la disputa con Miss Ivors con una extraña salida de tono de nuestro hasta ahora apacible protagonista Gabriel y el insulto de Miss Ivors, anglófilo, un puñal que quedará como marca de lo que no marcha, de algo que no engrana en medio de una fiesta tan bien preparada y avenida.
Antes de todo esto ya vimos la respuesta de Lily, la sirvienta, cuando Gabriel le insinúa su interés en casarse y ésta le responde de forma desabrida, fuera de cualquier convención social, citando los bajos intereses de los hombres de hoy. Vaya un gesto taparle la boca con unas monedas, es Navidad, le dice, pero sabemos que el suceso tocó particularmente a nuestro protagonista que queda pensativo con el correctivo recibido. Tras estas dos historias sería interesante plantear; ¿qué le pasa a Gabriel con las mujeres? ¿Es un problema que se agota en su propia naturaleza masculina o estamos hablando de algo que lo incumbe en mayor medida?
Puestos a desmenuzar somos capaces de encontrar, con toda seguridad, muchas más muestras, de de las que yo sólo tomé alguna, de estos flashes de desencuentro que el cuento nos plantea, que no es otra cosa que el desencuentro de los goces de cada uno, que no buscan convenir, que no se pliegan a lo social ni a la norma y que los psicoanalistas llamamos pulsión de muerte, de la que somos habitados en tanto seres parlantes. Pero dicha pulsión de muerte ha estado bastante atemperada en buena parte del relato y aunque no podamos decir que no sufrimos algún bache en la lectura, el camino hasta aquí fue bastante llano. ¿Hasta aquí, pero hasta dónde? Hasta el punto de ruptura, punto en el que el agente desencadenante de este corte, genialmente elegido por Joyce, es una mujer. Y de nuevo, y ahora ya no es un tropiezo, la mujer; no sólo provocando la zozobra de nuestro protagonista, sino cortando el relato en dos, produciendo una grieta ineliminable.
Tengo pues que desestimar aquello de la primera impresión es la que queda, no hay dos relatos como yo pensaba, no ha podido resistirse la primera sensación ante la evidencia de que el autor nos conmina desde el principio, es verdad que de menos a más, a ir considerando la parte más oscura, y paradójicamente, la que le otorga su grandeza y exquisitez al relato. Ahora bien, ello no permite negar que su estructura porta este efecto de corte absolutamente intencionado, fractura pues, que está compuesta de un mixto; de una parte tenemos unos papeles de la función previamente distribuidos y asignados, y de otra, el golpe de la contingencia que encarna la canción La joven de Aughrim.
Es una maravillosa canción, la disfrutarán viendo la película de Huston, o en la web sin dificultad. Es también el nombre de un poema del poeta andaluz Juan Peña inspirado en esta historia, y que creo supo recoger el espíritu de lo que subyace aquí:
Pese a la enfermedad, la desgracia, el cansancio,
llevar en la mirada una pasión,
que la vida nos duela,
que sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
cayéndote en los ojos.
Por todo lo dicho hasta ahora, este cuento -y seguramente todos los cuentos, al menos los buenos cuentos que uno pueda llegar a leer- tiene dos niveles de lectura. Uno es más evidente, en el que el rancio de la sociedad dublinesa de la época, atrasada, antigua, protocolaria hasta la hez, aplastada por su nacionalismo provinciano y por el peso de la iglesia católica, se expresa en una fiesta, un baile anual, en el que sus invitados parecen competir en dar muestras de su carácter retrógrado. Joyce era un dublinés que tuvo que enfrentar esto, y escribe un relato en el que hace deambular a estos personajes y los pone en evidencia ante la imaginación, y gracias a Huston, también ante los ojos del lector, denunciando eso que lastra lo irlandés.
El otro nivel, no con ello trato de ir más allá, o invitarles a pensar en supuestas profundidades, es un nivel que consuena con una lectura más desde el sujeto, que escapa un poco de toda esta tentación que la interpretación social nos pone en la mano casi sin esfuerzo. Es un nivel que habla de una lectura de lo individual, mucho más psicoanalítica si prefieren, un nivel de las entretelas del psicoanálisis y que nos da para hablar de cosas bien distintas.
No se trata de que las lecturas sean independientes, todo lo contrario, creo que no puede entenderse la una sin la otra. Quizá podamos hacer la aproximación social al relato de Joyce, pero será muy terciada sin tener en cuenta la hipótesis subjetiva de los personajes. De la misma forma, imposible es abordar a través de la herramienta que nos brinda el psicoanálisis la lectura de lo que ocurre a nuestros personajes sin traer al primer plano lo que el contexto limita, del que quizá pudiéramos prescindir, pero el riesgo es el de siempre, incluir en nuestra lectura interpretativa nuestras propias construcciones y nuestros fantasmas distorsionando el objetivo, el lugar hacia el que apunta el relato. Por ello no quiero que lo piensen como capas, más bien como un trenzado, una lectura que llamé social se entreteje con otra más clínica si puede decirse, y eso será así hasta casi el final del relato, en el que el autor nos deja solos ante el desamparo, la división y el quebranto que nuestro no-protagonista nos monologa como final del cuento.
No quiero alargarme demasiado y convertir mi comentario en un ensayo sobre el cuento de Joyce, pero me gustaría que pudiéramos detenernos un momento en la cuestión siguiente. Acostumbrados, en lo que llevamos de curso, a finales que nos toman por sorpresa, finales podría decir “prematuros” en los que hay muchas cuestiones que han quedado en el aire, sin explicar, y que nos interrogan una vez terminada la lectura, pienso que en este caso estamos ante otro tipo de final, un final que compararía con las luces de un escenario que van apagándose, se presiente, la historia toca a su fin, pero ello no resta ni un ápice de importancia a lo que se está precipitando sobre nosotros, como en el cuento se precipitan los copos de nieve, bellísima metáfora de un helado final, en la que sí existe la sensación de algo que se cierra, aunque sea para quedar absolutamente abierto.
Pues bien, en esta escena final que salda el cuento, nuestro protagonista objeta su propio protagonismo, reconoce que merece de éste muy poco o nada, y el que asume o estaría dispuesto a asumir, lo juzga ridículo, torpe e inútil. Podríamos imaginar a Gabriel comenzando un diálogo con su autor en el que le trasladase este cuestionamiento, preguntándole qué lo ha llevado a otorgarle tal importancia a su personaje en el relato, cuando para él no hay duda de que el protagonista es otro, alguien menos cobarde, alguien dispuesto a arriesgar si la pasión amorosa toca su puerta, aunque dicho arrebato lo desaconseje la prudencia. Alguien que no teme recordar y por tanto no cede ante la añeja idiosincrasia dublinesa de familia y amistades. Por el contrario, Gabriel es alguien que eligió acatar, no discrepar. Un buen muchacho, hoy un hombre caballeroso, presto para sofocar cualquier emergencia o atisbo de contrariedad, tan precavido que hasta provoca la burla de su propia esposa, y que ante lo desagradable, prefiere apartar la vista o desterrar el recuerdo, y que además nos confiesa, antes de tomar conciencia de lo que ha hecho con su vida, que nada le hace disfrutar más que sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta, aunque nosotros sepamos que trinchar el ganso no equivale en este caso a “cortar el bacalao”. Demasiados temores, demasiado miedo al fracaso, lo han llevado a buscar refugio en la tradición, y en el calor de un matrimonio que ha esculpido a su medida.
La contemplación de la escena en la que Gretta, arrobada, dibuja el cuadro “Lejana Melodía” dispara el deseo sexual de él, no sería extraño una modalidad deseante inspirada en la fragilidad de ella, y a partir de ese momento se inflama in crescendo, y no será apagado hasta mucho más tarde cuando las lágrimas abundantes de su mujer consigan sofocar el fuego fatuo de un deseo empobrecido. Lo que acompaña ese momento es de una finura privilegiada, porque asistimos a la detumescencia del deseo sexual masculino, y cómo pierden los objetos instantáneamente su calidad de fetiche que hasta hacía poco atesoraban. Creo que la caña flácida de la bota de su esposa es el mejor ejemplo de ello, además de una metáfora bien elocuente de lo que está ocurriendo.
Quiero plantearles algo para la discusión, porque este relato, como les dije, dejó abiertas muchas cuestiones. Me gustaría que pudiésemos pensar el pronóstico del personaje. El relato nos asoma en su final a un: ¿y ahora qué va a suceder? ¿Qué tipo de efecto puede tener en Gabriel el descubrimiento de una pasión amorosa que su mujer experimentó en la juventud de cara al futuro? ¿Disponemos de claves suficientes en la lectura para saber si él está dispuesto a salir de su refugio y ensuciar sus zapatos atravesando esa nieve que todo lo cubre? ¿Podemos decir que esta experiencia que lo lleva a recorrer oscuros rincones de la existencia arrojará un saldo diferente en su vida? Sea como fuere, el peso que tiene el pasado en nosotros no lo determina la presencia de la tradición y las costumbres que hayamos recibido, aunque éstas efectivamente también nos constituyan. El peso del pasado que ignoramos soportar es el peso del deseo del Otro, eso es lo que hace que en realidad el pasado sea algo tan actual y presente en nuestras vidas, un fardo que dobla la espalda al más fuerte, una pregunta que siempre insiste, un vacío que cuestiona que Los Muertos sean, únicamente, un relato de Joyce.
Alberto Estévez
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