"Joyce es por excelencia el escritor del enigma”, dijo Lacan; “Joyce es estimulante; “¿de dónde viene ese fuego frío que prende fuego a todo lo real?”, se pregunta en su Seminario El Sinthome, en el que se interroga por la vida y la obra de Joyce, no menos que por la función del arte.Este hijo de padre borrachín, que no pudo empezar peor en la vida, Joyce, es inanalizable, como buen jesuita, como buen católico, nos dice además Lacan.
Pero su obra es su síntoma, y de este síntoma podemos saber algo tal vez. ¿De qué es síntoma su obra? De su carencia paterna, a la que compensa con su escritura, parece ser, no menos que de su “fracaso” con la mujer, o de su posición masculina. En medio de su minusvalía psíquica, es su obra lo que le otorga una consistencia, una consistencia del orden de la eternidad, dotándolo de un nombre inmortal. He aquí una de las funciones del arte, allí donde la vida fracasa (la función paterna, la garantía de una posición masculina supuestamente lograda, la “verdadera mujer”, la relación entre los sexos, la civilización en definitiva…).
De este fracaso habla con toda evidencia su relato “Los muertos”: del fracaso de todo semblante de discurso, de la derelicción de los cuerpos, de la relación sin esperanza entre los sexos, del inquietante malestar en la cultura. Diversos hartazgos y cansancios que retienen a los seres vivos inmovilizados en su deriva mortal, sin certezas vitales, sin derecho a la existencia, y farfullando sin parar, pero revestidos de excelente educación, no exenta de “belicosidad”. Ya lo vio Freud: la agresividad, la deriva de muerte, es el precio que se paga por la sublimación en la cultura.
Que el relato trata de la imposible relación entre los sexos, que su tema es lo que pasa entre las damas y los caballeros, es algo que se constata nada más comenzar, cuando los hombres que llegan a la fiesta pasan al “cuarto de desahogo” de la planta baja, y las mujeres al “cuarto de las señoras” improvisado en el baño de arriba. Primera separación irreductible de la pareja protagonista que entra en sociedad, en la extraña fiesta familiar, y que ninguna conjunción sexual ulterior en la soledad de la alcoba nupcial puede superar al final del relato, ni siquiera en la oscuridad y el secreto de ese cuarto de hotel que evoca la pasión original de una lejana e improbable luna de miel…
Es en ese metafórico “cuarto de deshago”, donde el protagonista experimenta el primer desencuentro sexual, el primer “resentimiento” de esa noche, tras su “deshago” con la chica de la limpieza, la única cara luciente y casadera de la noche, aunque algo lívida, a la que él ha echado una ojeada, y que rápidamente lo pone en su sitio: “Los hombres de ahora no son más que labia…”. Primer sonrojo de Gabriel Conroy (“como si hubiera cometido un error”), y que paga con lo único que tiene, unas monedas, pero no el último de la velada en lo que a las mujeres y al mérito de existir se refiere… Así, se sonrojará, pestañeará y fruncirá las cejas frente a Miss Ivors, cuando esta lo acuse de pro-inglés, de poco patriota. Perplejo, pero tratando de sonreír, él no sabrá defenderse de las acusaciones de la mujer, que lo cogen distraído; y apenas se defenderá con su apoliticismo y su gusto por el olor de la letra recién impresa, así como por las librerías de viejo. Estos sonrojos, estos rubores, de un hombre “no de pleno derecho”, están en serie respecto de otros textos de Joyce, como refiere el especialista joyceano Jacques Aubert.
A Gabriel “el color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente”, y su cara estaba “desnuda” detrás de sus lentes… Desconcertado, entristecido, indeciso, irritado por momentos, ridículo, solícito y extremadamente amistoso con las mujeres, él fracasará de arriba abajo con su discurso, se teme, “como había fracasado con la chica”, “equivocado de tono”…
Él es demasiado prudente, “demasiado precavido”, es la queja pública de su mujer, obligándola a llevar galochas para protegerse de la nieve —a ella, que se adentraría gustosa en ella en plena noche y enfermaría, si no fuera por él—, sobreprotegiéndola igual que hace con sus hijos. Este es en resumidas cuentas el peor error que un hombre puede cometer ante la mujer que ama, dice Lacan, esto es, poseer hacia ella los sentimientos de una madre. También el Bloom del Ulysses experimentaba estos sentimientos (“cree llevarla en su vientre”, dice literalmente Lacan). Pero “es preciso explicar el amor”, dice también Lacan, el amor que suple a la imposible relación sexual, y esto es siempre del orden de “una locura”, como “lo que está más a mano”…
Y ¿qué hace Gretta en el relato? Ella se ríe a carcajadas de las galochas… y de la solicitud de su marido, que ya “formaba parte del repertorio familiar”. Sin añadidos.
Veamos un instante, por otro lado, de qué calificativos victorianos reviste Joyce al rancio “matriarcado” de esta fiesta de navidad en el interior de esta Irlanda nacionalista, católica, apostólica y romana, las tías, la sobrina, las otras invitadas, solteronas en general: ellas están ora débiles y cansadas, ora agrias y ansiosas; no hacen más que revolotear contradictoriamente por todas partes. Ellas son quisquillosas, no soportan que las contesten, responden esquinadas o amargadas, sus caras se ven fláccidas, sus figuras lánguidas. La tía Julia tiene la apariencia de “una mujer que no sabía donde estaba ni adonde iba”, su otra tía es “toda bultos y arrugas”. Ellas fruncen el ceño, e invitan al sobrino predilecto a la prudencia. Gabriel se ríe nervioso, y todo el tiempo se estira los puños, se anuda el nudo de la corbata, “para darse confianza”…
Todo en la cena cobra un inhóspito, desapacible y frío significado simbólico: los jóvenes beben “maltas amargas”, ellas “limonadas”, pues no toman “bebidas fuertes”, y rechazan “el ponche femenino, caliente, fuerte y dulce” que Mr. Brown les ofrece; él, que presume de caer bien a las mujeres, mientras bebe un “buen trago de whisky”, bajo la mirada admirada de los jóvenes, y hace confidencias picantes a las muchachas (“vamos, si no tomo un vasito, dámelo tú, que es lo que necesito”…). Su cara, sin embargo, es “mustia” y “acalorada”. El otro hombre destacable de la fiesta es un borrachín monfletudo, tosco, hinchado, soñoliento, torpemente solícito con su anciana madre. Por no hablar de la comida de la cena, y de aquello de que de “trinchar el ganso” con pulso seguro es seguro que se trata…
Estos son significativamente los hombres y las mujeres de “Los muertos”. Hombres y mujeres de gestos mecánicos y nerviosos. Ni un resto de sana naturalidad. ¿No estarán ellos mismos ya muertos en sus aburridas vidas? Gabriel será capaz de representarse imaginativamente, más tarde, en la habitación del hotel, el inminente funeral de su tía Julia, cuyo abotargado rostro le había hecho presagiar, tras su “caída” sexual, desprendido ya de su deseo y de su cuerpo como de una cáscara…
También la música que se oye durante la velada está plena de resonancias simbólicas, por momentos carece de melodía, meras piezas “académicas” y “difíciles”, interpretadas ante un “público respetuoso”.
Y ¿qué podemos saber de los protagonistas? Nada sabemos del padre de Gabriel, pero sí de su “matriarcal y seria madre”, en cuya fotografía repara; su madre, que solo bordaba y no tenía el talento musical de sus tías; y que fue la que puso nombre a sus hijos; gracias a la cual su hermano es ahora párroco y él pudo graduarse en la Universidad; y que se opuso a su matrimonio porque su mujer no era nada, nada más que una mujer cualquiera, una “rubia rural”… ¿No era esta la situación del propio Joyce? Él, que adoraba más que nada sentarse a una buena mesa, la letra impresa, y la actividad ciclista, como Gabriel, y que no pudo gozar de Nora sino al precio de rebajarla a una “mujer cualquiera”, como es sabido por las famosas, impúdicas e “impublicables” cartas a Nora.
Y dejando de lado cualquier análisis en una óptica femenina, que diera crédito a la melancolía insuperable de Gretta, ¿de qué se trata en este congelado trío entre Gretta, Gabriel y el muerto sino de un bello fantasma enmarcado contra la nieve que cae sobre todos los vivos y todos los muertos, el de Joyce mismo, que apunta a su síntoma principal; aquel que Lacan calificó como el de “una-mujer-entre-otras”, una mujer cualquiera, de la que Joyce no podía hacer su mujer, tal como quiso la fría madre de Gabriel, y, así, una mujer cualquiera es la que se relaciona literalmente con cualquier otro hombre, incluido un muerto, en todo caso, una mujer no suya, una mujer en la que le fuera imposible unir el goce sexual y la ternura, justamente el síntoma de una degradación que lo había vinculado a Nora?
Pero otorguemos a este final otra respuesta más genuina, enigmática y feliz, pues estamos muy lejos de cualquier “sentido común” en lo que atañe a la imposible relación sexual. No basta esta helada, pusilánime y un tanto masoquista “perversión” joyceana como respuesta, porque hay la otra: la sabiduría del síntoma y de la falta que su arte encarna y encarnará con “hospitalidad, humor y humanidad” para varias “jocosas y ufanas” generaciones, a lo peor. “A no ser que digamos mentira”.
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